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El primo diácono

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En mi relato anterior señalé que nací en el seno de una familia muy conservadora y seguidora ferviente de nuestra religión y que entre los familiares hay sacerdotes, tanto por parte de mi madre como de mi padre, incluso con un tío obispo de quien todos estamos orgullosos.

Nuestra familia es numerosa, además, todos los matrimonios acostumbraban a tener los hijos que Dios les diera. Cuando alguna quedaba embarazada, el secreto lo sabían sólo los cercanísimos y, si era un producto que pudiera avergonzar a la familia, la damita iba de vacaciones con su mamá o alguna tía a los Estados Unidos y a la semana ya estaba de regreso, a veces hasta con el himen restaurado.

Sin embargo, poco a poco, las cosas fueron cambiando. Por ejemplo, a mi hermana mayor no le permitían tener un novio que era ateo y, además, sus padres se habían cambiado de religión. Mis padres no aceptaron los motivos y les prohibieron verse. Resultado: mi hermana se fugó y volvimos a saber de ella hasta que tuvo un crío y nos comunicó su dirección. Pero la mala voluntad de mi padre hizo que dos hermanas mías quedaran solteronas (una virgen y la otra triste porque no logró el embarazo).

Por la frecuencia con que nos veíamos, mi primo Diego, el mayor de los primos cercanos en vecindad, fue quien más asedio tuvo de mi parte, y fui correspondida. Él acudía al seminario, pero estaba a dos cuadras de ahí y el fin de semana estaba en casa. Con él, disfruté caricias en mi panocha, incluso las de lengua, pero también aprendí a hacerlo. Al pasar Diego al seminario mayor, nos veíamos menos, y nuestros juegos de amor eran pocos. pero intensos. Haciendo un 69, descubrí el sabor del semen, que apuré gustosa recordando el placer con el que mi madre lo saboreaba.

Una ocasión en que preparaban a mis hermanas y otros primos pequeños para hacer la primera comunión, Diego llevó pedacería de hostias para todos y algunas completas para enseñarles cómo deberían hacer la comunión. “Fíjense cómo lo hace Ishtar”, les dijo para ponerme de ejemplo, pues yo ya estaba grande y había hecho la primera comunión muchos años antes. “Yo quiero la mía, mojada en el vino que sale de tu pene”, le dije en voz baja entornando los ojos. Sonrió y, también en voz baja, me dijo “después te doy el vino solo en la boca y algo más”. Me sentí sumamente excitada pensando en qué podría ser el “algo más”, abrí la boca y tomé la hostia. Ese día de verano fue genial, pues mis padres avisaron que no podrían pasar pronto por mí y mis hermanas, a lo que mis tíos contestaron que mejor nos quedáramos a dormir allí. La recámara que nos asignaron, estaba comunicada con la que mi primo tenía, y él dormía solo. A mis hermanas las pusieron en la cama y a mí, por ser ya grande, me pusieron unas colchonetas en el piso. Cuando Diego me llevó la colchoneta, las sábanas y me arregló la cama me lo advirtió: “Duerme sólo con una camiseta puesta, vendré a verte”. Yo me puse roja de la emoción y le sonreí como aceptación.

Avanzada la noche, escuché que la puerta que comunicaba con mi primo se abría despacio. Ya lo esperaba, me dio un beso antes de retirar la sábana y subirme la camiseta para chupar mi pecho que ya estaba desarrollado. Pero en mi adolescencia ya tenía unas bubis que se notaban muy bien y me las chuleaban en la calle los viejos morbosos, también desde entonces recibieron las caricias de varios primos, pero ahora recibían los labios por primera vez. Me puse cachondísima y bajé mi mano para acariciar sobre las ropas el pene de Diego. ¡Él tampoco traía nada abajo! y se la pude jalar como nunca. Se puso en posición de 69 cuando le dije que quería chupársela. ¡Se vino después de darme dos orgasmos con la boca y saboreé el “vino” prometido! Nos acomodamos para descansar, yo sin soltar el pene y él volviendo a mamar mi pecho. “Quiero más, métemelo”, le exigí. Él metió la mano bajo la colchoneta y sacó un sobre con un condón que había puesto, y una toalla. La toalla la puso bajo mis nalgas y él se puso el condón. “Es pecado usar condón”, le reclamé mientras me abría las piernas para cumplir mi petición. “Es más pecado tener un hijo fuera del matrimonio”, contestó metiéndome el pene de un solo envión. Ni me dolió por lo caliente que estaba. Se movió hasta eyacular otra vez y yo mordía la almohada para evitar gritar de placer. Quedamos extenuados y llenos de sudor. Descansamos más de media hora dándonos besos. Por último, me limpió las piernas y la entrada de la vagina con la toalla y se retiró.

Seguimos cogiendo tiempo después, siempre con el “pecaminoso condón”, incluso cuando ya era sacerdote. Obviamente siempre me confesé con él y le insistía que mi mayor pecado era querer seguir cogiendo con él. Alguna vez le pregunté si él había lavado la toalla que usó para no manchar la sábana y me dijo que no, lo cual me asustó, porque seguramente mi tía la habría visto. A los pocos días, me mostró un pequeño trozo de tela con una tenue mancha color café; “Me hice un pañuelo que me acompaña cuando duermo”.

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