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El reencuentro con el lector

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Varios meses habían pasado desde la noche con Alejandro. Habíamos tomado la costumbre de escribirnos con frecuencia y se había convertido en el espectador más aficionado de mis sesiones de masturbación. Durante la semana, me grababa viniéndome en el baño de damas de la oficina con los dedos profundamente metidos en la concha. Procuraba mandarle el video justo antes de que tuviera una reunión, para tener la satisfacción sádica de haberlo dejado empalmado antes de reunirse con un cliente.

Me agradecía con fotos y videos suyos, cumpliendo con lo que le pedía: quería ver su cara de morboso y su leche brotar cuando se venía. A esto se sumaban mensajes que podían ser muy cerdos, fantasías de lo que nos querríamos hacer el uno al otro. Pese a que yo fuera solamente la segunda mujer con quien tenía sexo, su creatividad y su capacidad para adivinar mis fantasías más remotas y darme ganas de probar cosas nuevas con él eran inigualables. Les dejo imaginar que se volvió urgente volver a vernos después de un par de meses. Se las arregló para tener que viajar a la capital para visitar a un nuevo proveedor de la empresa para la cual trabajaba. Eran suficientes horas de viaje para justificar que se quedara una noche. Contamos los quince últimos días como dos niños antes de que llegaran los Reyes Magos.

Había despertado con un mensaje suyo, “7”. Faltaba una semana todavía, me parecía una eternidad. Los últimos días, masturbaba frenéticamente, pensaba en todas las maneras que quería que me penetrara. Quería que llenara todos mis huecos con exceso y desenfreno. Que me metiera sus deliciosos dedos en la concha, mi calzón en la boca y su verga en el culo hasta que me meara de placer mientras me mamaba las tetas… Otro día con varias visitas al baño de damas me esperaba.

Al llegar a la oficina, el recepcionista me saludó y me dijo que había llegado un pequeño paquete para mí. De vez en cuando, hacía compras por internet y ponía la dirección de la oficina, para estar segura de que hubiera alguien para recibirlas. Pero este día, no me acordaba de tener algún pedido pendiente. Subí las escaleras y me instalé en mi escritorio, mis colegas no habían llegado todavía. Era un paquete preparado con delicadeza, ligero, y no alcanzaba el tamaño de la mitad de una caja de zapatos. Lo sacudí para adivinar lo que contenía y sentí que un objeto chocaba en su interior. Leí una vez más el nombre y la dirección, para estar segura de que no era un error. El “Sandra Dinvierno” que comprobé, escrito con un plumón negro y fino me decidió a abrirla. Envuelto en un papel de seda gris, había un calzón de encaje negro y una bolsita de tela, negra también, que contenía un objeto pesado. Adiviné sin mucho esfuerzo lo que era. Lo saqué de su bolsita. Era un plug de metal, ornado por un elegante brillante amarillo. Enrojecí en silencio, una ola de calor estaba subiendo de mis piernas a mi pecho. Alejandro. Crucé las piernas. Alejandro. Estaba excitada. Alejandro. No había duda acerca de quién era el remitente. Alejandro. Una nota acompañaba los dos regalos: “Para nuestro próximo encuentro, quiero que lleves los dos. O que no lleves nada.”

Mis colegas estaban entrando en la oficina. Guardé todo rápidamente en el cajón de mi escritorio, tratando de disimular mi perturbación mientras los saludaba. Me acordé que le había confesado donde trabajaba y me encantaba la delicada atención de mi lector favorito.

Esperé que mis colegas se fueran a almorzar, me excusé diciendo que no les seguía porque que quería terminar un correo importante. Toda la mañana había estado con ganas de abrir el cajón y probar lo que contenía. Apenas salieron que me fui al baño con mis regalos. Bajé mi pantalón y mi calzón, no se había secado de toda la mañana. Lo cubría una continua película transparente y viscosa, que se quedaba largamente en los dedos cuando se la tocaba. Siempre había lubricado con abundancia y calidad. Estaba arrecha y quería que Alejandro lo supiera y, evidentemente, volverlo loco con un par de mensajes y de fotos. Recogí un poco del jugo que tenía entre los labios de mi vagina y lo apliqué en mi ano, jugando un poco con él para empezar a relajarlo. Como el plug era muy frío, lo chupé para calentarlo, como lo había visto en algunos videos porno. Entre el plug en la boca y mi ano que se ablandaba con una facilidad desconcertante, me sentí muy zorra. La zorrita de Alejandro, parada al lado del inodoro, su pantalón y su calzón en los tobillos, arqueada, empapada y las piernas abiertas. Apurada y lista para él. Cuando me pareció que el plug había alcanzado una temperatura cercana a la de mi cuerpo, lo llené de saliva y lo presenté a la entrada de mi culo. Nunca había llevado este tipo de juguete.

Por suerte, su tamaño era para principiantes y mi culo para confirmados... No tuve mucho problema para ponerlo en su sitio. Presioné mi ano con su punta que me abrió progresivamente. Me encantaba esta sensación y no pude evitar empezar a tocarme. Lo mantuve unos segundos casi metido, para disfrutar de cómo me estiraba su parte más ancha, y lo dejé entrar por completo. Estaba perfecto, lo sentía lo suficiente para darme un morbo terrible y no me molestaba. Miré en la pantalla de mi celular, puesto en modo cámara. Entre los dos globos blancos de mis nalgas brillaba un insolente diamante. Mis dos lunares más secretos, que algunos conocen, tenían una compañía de lujo. Saqué el calzón que había puesto en el bolsillo de mi pantalón y me lo puse. Me quedaba perfecto, el encaje muy fino era suave y su forma resaltaba las curvas de mis nalgas. Comprobé que, además de ser un amante increíble, Alejandro tenía buen gusto. Saqué una foto de mi culo y se la mandé, sin más comentario que “Me voy a venir con los dos puestos ahora mismo” y una carita que mandaba un beso. La transparencia de la tela fina dejaba adivinar sin dificultad el brillante del plug que tenía metido. Sin esperar su respuesta, me acaricié el clítoris más fuerte y rápido, mis dedos se deslizaban deliciosamente. Estaba lo suficiente arrecha para alcanzar el orgasmo en un par de minutos.

Nos teníamos que encontrar a las 18 h en un hotel de la ciudad y, para ir, tenía que tomar un bus durante media hora. Era poco, pero entre las ganas de volver a ver a Alejandro y la ligera inseguridad que tenía al sentir el aire que pasaba debajo de mi falda roja, entre mis piernas y que acariciaba los labios de mi sexo, se convertía en un viaje insoportable. Había optado por la segunda opción que él me ofrecía con el paquete. No llevar nada. Liguero, medias negras finas y falda. Estaba lista para ser cachada en cualquier momento.

Alejandro me escribió justo cuando bajaba del bus. “Llegué, habitación 105. No hace falta que pases por la recepción”. El hotel ocupaba un antiguo monasterio, era el mismo que la última vez. Subí la imponente escalera de piedra con un paso rápido, no la recordaba tan impresionante. La alfombra gruesa del pasillo ahogaba el ruido de mis tacos apurados. Estaba febril, apenas unos metros y pocos segundos me separaban del hombre que tanto deseaba. Toqué tímidamente a la puerta. Se abrió. Alejandro. Nos abrazamos con fuerza y apuro, nos besamos con deseo y satisfacción. Por fin. Le agarraba el cuello y la cara, acariciando su barba negra puntuada por unos hilos plateados. Él me agarraba la cintura y las nalgas mientras me devoraba la boca. Cerramos la puerta detrás de nosotros sin dejar de abrazarnos, una verdadera escena de película, con un par de detalles personales, por cierto. En el bolsillo de mi abrigo, busqué el calzón que me había regalado y se lo entregué. Me miró con sorpresa un instante y pasó su mano debajo de mi falda.

—Eres una diosa… —suspiró entre dos besos, acariciando mis nalgas desnudas.

Sentía su entrepierna dura e hinchada contra mi pubis. Desabroché su cinturón con gestos nerviosos mientras sus dedos comprobaban mi excitación. Apenas me los metió un par de segundos que me di la vuelta y me apoyé en el pequeño escritorio de la habitación, mirándome en el espejo que estaba encima. Había fantaseado algo con preliminares más largos, para que el deseo subiera lentamente entre nosotros, tomar el tiempo de lamernos, besarnos más en la cama, abrazarnos. Pero, en la realidad, era imposible detener las ganas de que me penetrara al instante y las ansias eran compartidas. Alejandro solo había levantado mi falda y mi blusa, dejando mis tetas desnudas que agarraba con fuerza. Me asombré un poco hacia adelante, mirándolo a los ojos en el espejo. Su verga perfectamente dura entró lentamente en mi concha, dejándonos esta sensación indescriptible de placer y de alivio cálido que se tiene en el momento de la primera penetración. Sin soltar mi mirada, me regaló un par de idas y venidas profundas, amorosas y magistrales. Al ver que acercaba mi mano para tocarme, la reemplazó por la suya, mi clítoris sensible y mojado reclamaba el par de caricias que me iban a hacer volar. Me mantuvo su sexo profundamente metido y presionó mi pequeño pedazo de carne hinchado, haciéndome venir al instante.

Nos abrazamos y me senté en la cama, quitándome la blusa y la falda, pero quedándome con mi liguero y mis medias. De espaldas o en cuatro, sabía que el atuendo era del mejor efecto, las ligas y las medias ciñendo mi culo y mis muslos, y quería darle el gusto de verme así. Por supuesto, le encantaba. Pasados los treinta años, me enorgullecía tener un físico por lo menos agradable: si tenía pocas tetas, las compensaban unas nalgas redondas y lisas, unas largas piernas esculpidas por el deporte, unas caderas y hombros finos, con una espalda harmoniosa que a muchos les gustaba recorrer. A los 18 años había descubierto que con mi cuerpo podía suscitar la excitación de un hombre que yo deseaba, y me había encantado. Me gustaba prenderlos, hacerme la ingenua siendo muy puta, fascinarlos y dejarlos colgados a la tanga que pasaba entre mis nalgas. Las erecciones de mis amantes eran una droga dura que me daba una satisfacción y un placer inmensos. La de Alejandro valía para mil. Cualquier mujer hubiera tenido que conocer la suerte de recibir su mirada y su deseo, te convertía en su reina, su cielo, su zorra, te cambiaba la vida para siempre y te hacía chorrear de ganas que te la metiera.

Me eché y se precipitó entre mis piernas para lamerme. Las abrí muchísimo para dejarle el gusto de poder entrar en mi concha con la punta de su lengua y dejarlo recoger el jugo que tanto le gustaba. Él sabía que anhelaba que me volviera a masturbar con fuerza para provocarme un squirt y, cuando sentí que me penetraban sus dedos sin que dejara de lamerme, dejé escapar un gemido. Los movía dentro de mí con la maestría que recordaba, hundiéndome de nuevo en el dilema delicioso entre las ganas de orinar y el placer que subía lentamente. Por mensajes, me había preguntado si quería que un día probáramos las capacidades de mi vagina. La idea de sentir cómo me podía estirar y llenar más aún me había dado mucho morbo. Le pedí que me meta más de los dos dedos que ya tenía y como estaba mojada con exceso no le fue difícil hacer entrar un dedo y otro más. Sentí que su mano había entrado hasta su parte más ancha, con su pulgar que se quedaba afuera, presionando mi clítoris. La movía con fuerza y constancia, pero sin ser brusco. El ruido liquido de una mano jugando con el agua de un charco se escuchaba más y más. Así llegué a mi segundo orgasmo, con la concha estirada por su mano y botando, para su máximo placer, una cantidad considerable de líquido que sorbió enseguida, directamente a la fuente.

No me dejó tiempo para descansar. Un par de segundos después, me había instalado en cuatro, abriendo mis piernas con un hábil y firme movimiento de rodilla, empujando mis hombros hacia abajo. Recibí su verga por segunda vez de la tarde con gusto y, cuando me escupió en el ano, me dio ganas de que me metiera el plug enseguida. Lo fue a buscar en mi bolso y me lo puso en la boca un rato para que lo calentara. Agarró el gel que había tomado la precaución de dejar al alcance de la mano y dejó caer una buena dosis del líquido viscoso entre mis nalgas. Yo me dejaba preparar dócilmente. Alejandro amasaba mi ano con sus dedos, con círculos regulares y, cuando estimó que estaba lo suficiente aflojado, empezó a penetrarlo con un dedo. No me lo dejaba metido ni lo entraba mucho, solo me seguía abriendo muy progresivamente, las idas y venidas de su dedo facilitadas por la cantidad de lubricante. Después de un par de minutos y viendo que me volvía a acariciar el clítoris, con unos gemidos suaves que se parecían al ronroneo de una gata engreída, recuperó el plug que tenía en la boca, lo untó de gel y lo presentó en la entrada de mi culo. Obviamente jugó un ratito: cuando estaba a punto de dejarlo entrar, lo sacaba y me lo metía de nuevo, procurando mantener mi ano ocupado por la parte más ancha.

—Déjalo así por favor, me encanta…

Me hubiera quedado horas así, disfrutando de la tensión sutil que provocaba el plug y de lo agradable de sentirme con el culo ocupado. Ya les describí el equilibrio increíble entre la delicadeza y la arrechura que se desprendían de los gestos de Alejandro, entonces se pueden imaginar la perfección con la cual colocó el juguete en su sitio, con una presión continua, amasando mis nalgas amorosamente y jadeando al ver como cedía mi más profundad intimidad.

—Entró solito… tu culo se lo tragó sin pena ¿sentiste? —me dijo, maravillado —El día que me dejarás follarte culo será festivo para el resto de mi vida...

Me volví a echar boca arriba, Alejandro me acariciaba el cabello y me besaba. Si hubiéramos omitido el plug que yo tenía metido y su verga dura como un palo, se hubiera podido pensar que estábamos a punto de dormir abrazados y quietitos. Como no me había visto llevar el calzón de encaje que me había regalado, me pidió que lo probara. Me paré para recuperarlo al pie de la cama y me lo puse encima del liguero, dándole la espalda y agachándome para que pueda disfrutar de la joya que ocupaba mi culo. El resultado le encantó. Se masturbaba suavemente mientras me volví a acostar a su lado. Creo que los dos pensamos en algo bien cerdo que le había enseñado con un video y que nos había llevado a desarrollar una fantasía común.

—¿Quieres ver si me queda realmente bien? —le pregunté, mientras me quitaba la fina pieza de encaje.

—Sí, a ver…

Se sentó entre mis piernas, me dio un par de lenguazos generosos en saliva en la concha y retomó su masturbación lenta. Tenía que aguantarse porque sabía que el espectáculo que le iba a regalar lo volvería loco. Mis piernas muy abiertas tensaban mis carnes y dejaban mi clítoris bien expuesto a las caricias de mis dedos. Yo también tenía que tocarme lento y ligeramente porque no me quería venir antes de haber terminado lo que le quería enseñar. Con la otra mano, agarré el calzón y empecé a metérmelo en la vagina. Entre la saliva de Alejandro y mi excitación, la tela se deslizaba entre mis labios. Lo hacía entrar poco a poco, empujándolo con mis dedos. La sensación de penetración apenas rasposa para ser rica se juntaba al morbo que me daba la exhibición. Me encantaba enseñarle cómo me llenaba solita con mi ropa interior, mientras me masturbaba. Centímetro por centímetro lo hice entrar por completo y desapareció entre mis labios. Sin dejar de tocarme el clítoris, miré a mi amante a los ojos y le pregunté si así me quedaba mejor. No escuché su respuesta, me invadió un orgasmo vergonzosamente fuerte. Las contracciones de placer que agitaban mi vagina hicieron salir una partecita del encaje. Alejandro, hipnotizado, acercó su sexo y empezó a pasarlo entre mis labios mojados. Sentí que empujaba de nuevo el pedazo de tela en mi concha con su glande.

Los dos estábamos respirando muy hondo, arrechos por lo que estábamos haciendo. Su verga entró a mitad, apretujando el calzón que ya había vuelto a desaparecer en mi concha. Con el plug en el culo y esta penetración que era la más cerda que hubiera conocido, me sentía divinamente llenada y todavía no me la había metido por completo. Me dejé estirar y llenar más, para nuestro máximo placer y, una vez que su sexo encontró su sitio, apretado y envuelto por la tela suave y empapada dentro de mi concha, Alejandro empezó a moverse. No hicieron falta más de unas cuantas idas y venidas para que se viniera con un suspiro profundo, inundándome de leche. No tomó más de unos segundos de descanso, se retiró y, contestando a mis gemidos frustrados, se puso a lamerme el clítoris, metiéndome los dedos para agarrar el calzón. Lo jaló progresivamente hacia afuera, aumentando la presión de sus lenguazos. Cuando sintió que estaba a punto de venirme, lo sacó de una vez, arrancándome un grito ronco de goce.

Nos abrazamos mucho, nos besamos más. Me enamoraba de la constelación de pecas que cubría su pecho. Me dio el calzón que todavía tenía a la mano. Estaba completamente mojado por nuestros jugos.

—Ya es hora de ir a cenar y me gustaría que salieras llevándolo, así, húmedo. Para que recuerdes a cada rato como acabo de follarte, zorrita mía.

Le sonreí, Alejandro era el regalo más inesperado que tuviera en la vida.

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