Un destello lejano parpadeó un instante, fastidiando el iris marrón de mis ojos, llamando mi atención. Sacándome de mis pensamientos, trayéndome de nuevo a aquel presente, seguramente producido al mover algún cristal de una de las ventanas de los pisos del frente, que yo podía observar tras de aquel ventanal. La música fue decreciendo, y la aguja del tocadiscos cayó en el vacío del surco que aparta una pista de la siguiente y se hizo un silencio breve, solo interrumpido por el sonido característico de un pequeño motor en funcionamiento y produciendo una monótona vibración.
Me di vuelta sin guardar el móvil en mi bolsillo, sosteniéndolo en mi mano derecha. Las delicadas notas primeras de aquella preciosa composición de Francis Lei, me causaban tranquilidad, tan necesaria como recordada, al escuchar después de tantos años las melodías de «Les Deux Nudités». Me fijé entonces que en aquel estudio estaba yo solo. Ni la señora Almudena ni Paola se hallaban allí. ¡La habitación del pecado! Sí, allí deberían de estar conversando. Y me dirigí hasta la abierta entrada.
Me encontré de golpe con una imagen jamás imaginada y en mi rostro se dibujaría con seguridad, una expresión de profundo desconcierto. No sabría expresar muy bien aquellas lejanas sensaciones, por lo que veía, por lo que estaba sintiendo al ver aquella… ¿Erótica visión? Su perfecto rostro de anguladas facciones tan púberes, sus abochornadas mejillas y el áureo cabello revuelto… ¿Sus agitados gestos? Descifrado en aquella carita de niña buena, por contraste el rostro de una mujer que goza. Ahogados gemidos con los párpados cerrados y grititos incesantes, pretendiendo salir con mayor fuerza y placer de… ¿su boca?
En aquella habitación con módica claridad, embelesado me quedé tan solo unos dos pasos dentro. ¡Inmóvil! La puerta tras de mí completamente abierta y tapizada por dentro con acolchado rojo de cuerina, tal como las demás paredes del lugar. Maderos en cruz, estanterías altas de barnizada madera con artilugios varios, metálicos unos, de cuero otros. Una cama tan amplia como para jugar allí una partida de squash, de barrotes altos y cromados. Cubierta ella por una satinada sábana de seda negra, almohadones anchos y rojos, de formas rectangulares, otros bastante largos, como tabacos cubanos y unos amarres con sogas en sus extremos. Algunos taburetes y un mueble sinuoso a modo de las colinas que rodeaban mi lejano terruño. Por cielo raso una malla acerada, con cables y poleas. Y tres juegos de luces, azul, roja y ámbar; distribuidos en lo alto de las cuatro esquinas. Velos suspendidos, rojos, negros y blancos. Cintas anchas, otras angostas de tela brillante, negras, rojas también. Velones sin fulgor y más velas encendidas. Aromas, olores… Aquella era sin duda alguna, la «Habitación del pecado».
Un poco al fondo, Paola estaba acostada boca abajo sobre algo parecido a una camilla de baja altura. Brazos y manos a sus costados, sus piernas blancas y largas abiertas a 45 grados, dobladas también hasta rozar con los dedos de sus pies el suelo de madera. Ella con su falda remangada por encima hasta su cintura y sus zapatos beige de alto tacón, ordenados a un costado. En la boca una pelota roja, de goma tal vez, unida a una delgada cinta de cuero negro que se aseguraba con una hebilla metálica tras su nuca.
Y entonces comprendí el porqué de aquellas vibraciones. Una máquina de aspecto extraño para mí, se hallaba justo por detrás, en medio de sus piernas. Un marco de negra tubería metálica, hacía las veces de soporte para un motor eléctrico, el cual mediante un engranaje, hacia girar una rueda plateada y esta a su vez movía con empeño y frecuencia constante un pistón brillante y delgado, en cuyo extremo se adosaba una verga gruesa y negra, un falo descomunal. Desplazándose hacia adelante y luego atrás, como siguiendo el ritmo de la música que se escuchaba al fondo.
De nuevo escuché aquel… « ¿Te gusta lo que ves? ». Y sí, morbosamente me gustaba, tanto que fui notando como mi pene iba alcanzando tamaño y consistencia bajo mis bóxer y mi pantalón de paño. Aparté mi mirada de aquellas nalgas que subían afanosas, que se adelantaban un poco, para luego volver bajando, insaciables hacia atrás, lo que ella podía por la posición y la sujeción de sus piernas con correas a cada extremo de la camilla. Recibiendo las percutidas embestidas.
—Serás bienvenido cuando quieras Rodrigo. Si quieres probar otros límites del placer. Explorar nuevos caminos y fronteras, dejarte llevar por lo que es tan natural e inocente, aunque muchos lo tilden de pecado. —Me dijo una Almudena sonriente, orgullosa de seguramente, poder deleitarme con aquellas vistas, de enseñarme su lugar secreto y de tener a su disposición la cándida belleza de mi rubia compañera.
Y yo seguía allí, mis pies fijados al tablado como si fuesen de concreto e impidieran mi libre movimiento. Y la Barranquillera, complacida más allá. Desde mi posición no podía observar como aquel falo de plástico profanaba su, –de seguro– rosada intimidad. Más mi mente si la imaginaba, entre sus húmedos fluidos, recibiendo ella agradecida, su grosor y artificial virilidad. A pesar de estar mi rubia aprendiz tan expuesta ante nosotros, respeté su momento lleno de erótica intimidad. Nos olvidamos los dos por un momento de Paola y de su placentero sufrimiento. Aunque jadeaba, aunque gruñía, no la escuchaba con mucho interés. Solo su voz, la de Almudena. Aquella suave, firme y segura, la voz de una cliente jamás imaginada.
—Si quieres te enseñaré un mundo nuevo, uno diferente donde confluyen en un mismo océano, dos corrientes. —Continuó Almudena hablándome, pervirtiendo mis normales emociones con su discernimiento.
—Por un lado tu monótono placer tan conocido, el cual con un poco de tiempo y algo de esfuerzo tuyo, despojaré de tus recuerdos. Y por la otra vertiente, el placer por el dolor que te niegas a reconocer. —Estaba confundido, nervioso y como no, expectante ante aquel soliloquio.
—Aquel temor que guardamos internamente todos. ¡Si tesoro! Aunque me pongas esa carita de desconcierto. Toda esa adrenalina que sentimos frente al peligro, expuestos a perderlo todo en un ínfimo instante. Nuestra ilusa moralidad, nuestras honestas sensaciones. La conmoción causada por la euforia cuando alcanzamos una victoria, cuando tenemos en nuestras manos el poder. Esa fuerza interior para entregar gozo, causando antes un poco de dolor, que al final no es lo más importante. Nuestro placer es lo primero. Egoísta emoción, aunque sea alcanzando nuestro clímax por medio del arrebatamiento en otro ser. ¿Deseas experimentar? ¿Conocer tus fronteras? Así como ésta frágil preciosidad que se arriesgó, que ahora disfruta, sufre y gime. ¡Sí! Rodrigo, ella también busca, sondea sus bordes… ¡Mírala! Rodrigo, llora. Placer, dolor… Tú, ¿cuál puedes ver? ¿Cuál de las dos?
No sabía qué contestar, sencillamente al mirar el rostro de Paola, con aquella bola en su boca, impidiéndole articular entendibles frases, permitiéndole tan solo gestos y un breve espacio para babear. ¡Sudor! En su frente y en la mía. Escalofríos recorriendo mi espalda y en ella, tanta vida y mil espasmos. Sus lagrimales dejaban escapar algunas brillantes gotas de salada humedad. Podía observar como sus manos esposadas a los costados, se crispaban una y otra vez, como si quisiera arañar con sus largas uñas, la espalda de un invisible amante, o tan solo afirmarse en las volátiles moléculas que formaban el aire a su alrededor.
Contraía sus dedos por momentos para luego estirarlos tan largos eran y sucumbir al orgasmo recibido. Escuchaba más fuerte su respiración, jadeante belleza de cabellos dorados y tan desordenados por el agitar de su cabeza, hacia un lado y luego hacia atrás, para después, desvaneciéndose entre atrapados gemidos caer hacia el frente, ocultando de mi panorama su hermoso perfil. ¿Rendida quizás? o ¿Satisfecha y agradecida? Y la respuesta a esas preguntas, era un rotundo sí para las dos.
—¡Rocky! ¿Puedo llamarte así? Creo que ya nos tenemos bastante confianza. ¿O no? ¡Jajajaja! Ven corazón, y sírveme otra copa, brindemos por el destino que ha entrelazado nuestros caminos. —Y me acerqué para recibir de sus manos la botella de Brandy, para llenar primero su copa y posteriormente la mía. Miré luego hacia el ¡Aughhh! prolongado que provenía del lugar donde se sucedía un encuentro sexual tan disfrutado como bizarro. La ví por un instante, Paola que seguía allí, batallando sola en una guerra desde un comienzo pérdida. La máquina en su constante funcionar, embistiéndola desde su posterior posición, al final iba a vencerla con plena seguridad.
—Cuando causamos gozo en otras pieles, cuando hurgamos en sus mentes y en las profundidades de angostos orificios, buscando los límites del gusto por el dolor en los demás para hacerlo propio, nuestros miles de orgasmos sentidos, al tomar de nuestros amantes, lo suyo, ¡lo que al parecer nos es tan clandestino! —No daba crédito a lo que escuchaba. Y menos al ver como Almudena, muy cercana a la cabeza inquieta de Paola, subía una de sus piernas en un taburete cercano, tomando el borde de su vestido para levantarlo y llevarlo a su cadera, ofreciéndole con total seguridad, la vista de aquella vulva de morenos y gordos labios, con la íntima argolla atravesando su clítoris y a mí, un amplio campo de visión. Media nalga, doblada y bronceada pierna, un tobillo decorado por aquellas sandalias, cubriendo un pie de uñas bien pintadas. Muy cerca. ¡Demasiado!
—Ese deleite al final, cuando paramos de disfrutar o de tolerar y al que nunca queremos dejar emerger. ¡Venceré tus miedos Rocky! Si tú quieres y deseas, juntos alcanzaremos la libertad añorada, descubrirás placeres sin demarcaciones ni confines, porque en el dolor, también hallarás la cúspide de un clímax que después no querrás abandonar. —Y entonces se encendió la flama de un zippo de plata, dando calor y vida a un rubio cigarrillo. Aspiró con la hermosa firmeza de sus labios, dibujando en sus mejillas una leve oquedad, para luego expulsarlo muy lentamente. Despacio liberó el humo en azuladas ondas flotantes. Muchas mujeres he visto fumar en mi vida, tan pocas contadas con los dedos de mi mano, sabían hacerlo de manera íntima, tan espectacular. Erótica imagen de pura elegancia y sensualidad.
Me llevé la copa a la boca y bebí, un trago profundo, no lo saboree como es debido. Me urgía calmar mi sed física, pues la mental ya estaba siendo colmada con aquella información. Almudena se agachó ágilmente para observar el rostro de aquella entregada rubia. Le acarició la cara, acomodó un poco aquella bola roja y luego su mano la pasó por la cabeza de Paola, tomando entre sus dedos, su larga cabellera, levantándola con fuerza, provocando otro espasmo en mi hermosa compañera de trabajo. Le acercó su vulva al rostro, su cigarrillo pendiendo de su boca y con la mano libre, abrió deliberadamente los pliegues de su vagina para restregarla contra las delicadas facciones de aquella Barranquillera, antes tan desatada y ahora tan sumisa.
—¡Acércate Rocky! —Exclamó de repente Almudena–. —Comprueba tú mismo si en este inocente rostro, ves tú el pecado o la virtud del placer alcanzado. —Y me acerqué a ellas con mi copa de Brandy casi vacía.
—Ven Rocky, dame tu mano. —Y se la entregué sin rechistar, alucinado por aquel sórdido ambiente de parcializada claridad y fragancia a flujo de mujer, de artificial sexo consentido, al igual que los volátiles aromas que se desprendían de su copa, de la mía y aquel olor a tabaco de su cigarrillo.
Tibia la temperatura de su mano, firme el sonido de su mandato.
—Arrodíllate aquí y obsérvala. —Y me arrodillé.
Almudena mantenía la cabellera rubia de Paola, firmemente enredada entre los dedos su mano cerrada, obligando a la Barranquillera, a mantener su cuello en alto, dificultando en algo su estremecida respiración. Excitada movía sus caderas, elevándolas, desplazándolas hacia atrás. Gemía, gruñía, temblaba y su sudor resplandecía en su hermoso rostro, desmaquillando sus pómulos, corriendo desordenadamente la línea azul en sus delineados ojos esmeraldas. ¡Lloraba!
—Bésala ahora, calma su ansía y métele tu dura polla en la boca. —Me ordenó Almudena.
Me acerqué como en cámara lenta hacia aquella boca abierta, con la bola roja entorpeciendo sus sexuales lamentos. Tomé con cariño y delicadeza su cabeza y me apresuré a liberar su nuca de aquel artilugio, deshaciendo su ligadura.
Almudena tomó entonces una de las esposadas manos de Paola, la izquierda para ser exactos. La proveyó primero de caricias suaves y dando vuelta por la palma, un poco por encima de la muñeca, esperó el último jadeo de aquel orgasmo, uno más de los tantos conseguidos en corto tiempo y estampó la encendida colilla de su cigarrillo, en la blanca piel. Paola grito de dolor, al tiempo que me ofrecía con ansías, la humedad de su boca, en un último estertor de placer.
¡Pero no! no la besé. Me puse en pie rápidamente y a mi mente vino el rostro de mi esposa, mi amada Silvia, mi único amor. Y adicional a esa hermosa imagen un recuerdo, aquel de cómo había aprendido yo sobre el sexo, sobre el cariño y el respeto, la primera vez de un adolescente amor.
Me encontré de golpe con una extraña sensación tan antigua como olvidada. Porno duro de mi adolescencia. Pecaminosas revistas acompañantes de mis primeras pajas a escondidas, en aquella ciudad tan elevada y fría; de clásica moralidad y rígida educación espiritual.
Una colección valiosa solo para mis ojos y mis cinco dedos, temerosamente escondidas bajo el colchón. Imágenes posteriormente apartadas, bloqueadas por el sexo buscado en las calles angostas de antiguas casas de puertas abiertas, invitando todas y cada una de ellas, para entrar en sus laberintos de pasión. Disfrutar de intimidades en su buscada oscuridad a las faldas de una montaña de verdes y altos pinos, bosques de aromáticos eucaliptos, barrio de tejas de barro escarlata, en la zona roja y prohibida de Bogotá.
Sexo conseguido con una pequeña maestra, sola Soledad conmigo, desnudo yo, vestida de experta prostituta esa hermosa «sardina». Rubias sus trenzas tejidas de inocencia, blanca piel usada de mujer. Dos adolescentes amantes en escapadas tardes, tomados con nervios de la mano la primera vez. Una piel besada en un final de mayo, enseñadas muestras de placer a comienzos del soleado junio; la segunda vez que falté a clases por ir a verla, hablar con Soledad, besarla y amarla, hacernos a un amor por pago, sobre la misma cama con variadas frazadas de lana, sin importarnos que fuera en una habitación con poca ventilación.
Llena ella de un dolor tan humano, tan vacía mi Soledad del amor de una madre. Aromas de sexo mezclados con madera enmohecida, pintada la pared de mucha mugre que para nada deshonraba a su rosa virginal. También, ocupaban aquellos espacios mis hormonados temores, la inexperiencia de social intimidad y su inocente manera de enseñarme ella, a acariciar, besar y penetrar de cariño, su cálido interior. Fue Soledad la mujer primera, la llave que abrió la cerradura de mi despertar.
Todo terminó en un instante, tan repentinamente como tal vez comenzó. Su cara sudorosa, su boca húmeda por la exagerada salivación, denotaba una leve sonrisa. Tan agradecida como confundida. Su pecho subía y bajaba, su top blanco de delgada tela, parecía querer desgarrarse por la presión de sus pechos, dejando percibir, la dureza de sus pezones embravecidos. En su rostro una extraña mezcla de lujuria e inocencia. Al verla así tan entregada, a mi nueva compañera de trabajo, –mi rubia Barranquillera– aquella figura tan sumisa y dispuesta, se incrustó para siempre en mi mente, con su sexual atracción.
—Rocky, has visto cómo se obtiene un poco de placer, más yo te auspicio que gozaras muchos momentos, obtenidos y ofrecidos. Pero solo si al buscarlo, entregas. Aunque debo advertirte también qué al hallarlo, encontrarás en él, un poco de dolor.
—Creo que por hoy ha sido suficiente, me esperan mis hijos y mi esposa. Luego hablamos de la retoma, después de entregarle a mi jefe las impresiones de tu camioneta. —Y ayudé a Paola a recomponer su vestuario, abrigándola con su chaqueta por encima de los hombros, arrodillándome ante ella para colocar en sus pies los zapatos beige y todo, sin observar ni un instante el rostro de Almudena.
Bajamos en silencio los tres hasta la puerta de salida. Tomé mis cosas y Paola su cartera de charol negro. Y salimos fuera de aquella hermosa casa en dirección a mi coche. Paola se detuvo y se giró hacia Almudena, abrazándose con entregada complicidad, dándole un beso en la mejilla a modo de agradecimiento por las molestias causadas y por despedida una mirada extraña y de su voz, un hasta pronto.
—¿Rocky?… —¿Señora?–. Contesté.
—¿Serás capaz de aguantar unos días tu propuesta? Debo salir de viaje por unos días. —Claro que sí, me puedes llamar cuando regreses, ojala antes de fin de mes–. Le respondí, envolviendo sus manos, dentro de las mías.
—Oye Almudena, tengo curiosidad. —Ella entonces me regaló su plácida mirada–. ¡Tú dirás Rocky! —Me respondió con su aguda voz.
—Verás, todo esto es extraño para mí y pues… ¿Que piensa a todas estas tu marido?
—Jajaja, Cariño, digamos que no supo estar a mi altura. No pudo asumir mis deseos de experimentar, de conocer mis límites y menos estaba dispuesto a compartir mis deseos ni tan siquiera… ¡Dejarme volar sola! Me aburrí de su egoísmo. Nos divorciamos hace unos meses atrás. ¿Satisfecho? —Por supuesto, esta todo más claro. Gracias.
Abrí la puerta del acompañante y dejé seguir a Paola hacia el interior, con ella acomodada cerré la portezuela del auto y me di la vuelta por la parte delantera. Ya dentro de mi vehículo, bajé los vidrios delanteros y Almudena se acercó, colocando a modo de repisa sus dos brazos cruzados y sobre ellos su mentón. Y me habló.
—¡Volverás Rocky! pero no solo. Y no con esta. —Me advirtió aquella rara cliente mía, señalando con un gesto de sus labios a Paola.
—Regresarás con tu esposa, con la mujer a quien dices tanto amar. ¡Rocky!… Perderás un poco por ofrecer… ¡Pero ganarás mucho al obtener! —La miré con cara de asustado, exteriormente nervioso y confundido mi interior. Metió su cabeza hasta alcanzar la cercanía justa y necesaria para darme un beso con su boca entreabierta, un beso al cual no correspondí.
—Almudena… —le dije. —Y a qué te dedicas aparte de pintar y de…
—¡Hummm! En serio con todo lo que te expuesto ¿aún no lo descifras? Te lo dejaré de tarea y la próxima vez que tú y yo hablemos, me darás tu respuesta. —Ok, perfecto–. Contesté.
—Sin embargo… Puedo entender que la gente busque la «felicidad» a su manera. Soy comerciante, un hombre de negocios y lo sabes. Un vendedor normal de autos y camiones, más nunca negociaré ni canjearé mis principios. Para mí el amor es un sentimiento único, personal e indivisible. A sola una persona se lo puedo entregar. Y ya lo hice años atrás.
—Y sí, tienes razón en algo… «Amar, usualmente duele». Pero es un riesgo que no te niego, ni al que yo me ocultaré. Lo demás es querer y ganas. Cariño es distinto y la estimación puede confundirnos, mi atractiva Almudena. —Ella tan solo sonreía, no se inmutaba para nada y ni una de mis palabras parecían afectarla–. Y continué mi disertación…
—Puedo tener sexo contigo por lujuria, o deseos de estar con una u otra mujer que se me antoje, si rubias o morenas, altas o bajitas de estatura; planas o rellenas de carne y silicona. Que sean hermosas y atractivas no estaría de más, –y miré a Paola– pero nunca… ¡Jamás! me aprovecharía de ellas en estados de embriagada insensatez o de maniatada indefensión.
—Soy un hombre de luces y de sombras. Yo doy de lo que recibo. Un hombre sencillo de rectas muy derechas y de curvas escabrosas. Necesito de visuales estímulos y de nítidas sensaciones. Porque soy de estructura bastante física y de química ensoñación… ¡Corazón!
—Hasta pronto Almudena. No olvides llamarme al regresar.
—Con el tiempo tesoro, todo va perdiendo consistencia. El cuerpo, los órganos y por supuesto… ¡El amor, Rocky! — Me dijo Almudena a modo de despedida.
Finalmente arranqué.
…
Salimos con prisa de aquel hotel, caminando él unos dos pasos por delante de mí. Íbamos en silencio los dos, el sumido en sus problemas con sus manos en los bolsillos del pantalón y yo de brazos cruzados, mi cabeza inclinada mirando mis pasos, con ganas de llegar a poner todo en orden y hablar. ¡Sí! Conversar sinceramente con mi jefe acerca de lo ocurrido entre los dos aquella tarde del viernes pasado. ¿Cómo empezar a hablar? ¿Qué decirle después de todo lo acontecido entre los dos, en aquella habitación de hotel? ¿Y lo de la oficina? ¡Pufff! Muchos suspiros y pocas ideas. Y luego estaba en mi mente, aquel revelador video que mi jefe no sabía que yo había observado. Mi esposo no.
Justo antes de llegar a la entrada del edificio, mi jefe se detuvo y se dio vuelta para abrazarme y acercándose a mi oído derecho, me dijo casi susurrando… ¡Gracias por todo, por cuidar de mi con tanta dedicación y esfuerzo, mi ángel! Seguramente me puse colorada, por aquellas palabras y por su inesperado abrazo. Fue un instante, quince o veinte segundos de breve cercanía, pero me separé de él educadamente y continuamos hacia las amplias puertas de cristal. Don Hugo como de costumbre siguió de largo sin saludar a los guardas de seguridad, por el contrario yo sí. Nos metimos al elevador y el pulsó el número diez. Escasos los metros cuadrados, incómodo silencio al interior, nerviosa mi respiración. Llegamos a la oficina y de manera profesional, me senté yo en mi puesto, encendí mi ordenador y la luz de la oficina de don Hugo se iluminó. Revisé los folders y las carpetas acumuladas a la derecha de mi escritorio, mientras escuchaba como el entraba a su baño, la puerta no la cerró.
Después de observar que todo estaba completo y en orden, tomé aquellos informes y me dirigí a su oficina. El seguía en el baño, la puerta a medio cerrar. Coloqué con cuidado las carpetas al costado izquierdo, fijándome que aquel portátil se encontraba apagado. El retrato seguía boca abajo, todo tan igual. Me quedé de pie allí por un momento, hasta que escuché el sonido del interruptor y el aroma intenso de una colonia varonil, invadir la oficina y mis despiertos sentidos. Y lo miré dar un rodeo hasta situarse en frente de mí, sentándose como siempre, imponente en su sillón.
—Bueno Silvia, vamos a ver qué es tan urgente para ti. —Me dijo sonriente, empezando a encender su computadora y luego el portátil. Se acomodó los tres botones de una camisa tipo polo, de color amarillo, pues se había cambiado de ropa en el baño. Ambas pantallas iluminaron su rostro, y su mirada se detuvo unos minutos en la de su personal laptop. Frunció el ceño, hizo una mueca de disgusto y luego se giró hacia el ordenador, escribió su clave sin hacer el mínimo gesto por ocultarla de mi vista. Abrió un programa y tomó la carpeta con el primer informe, el que yo había preparado para las oficinas principales en Nueva York.
No había ruido en aquella oficina, aunque mis pensamientos quizás, se podían escuchar con fuerza en el exterior. Solo el sonido de las teclas presionadas por sus dedos, al deslizarse sobre letras y números, con inusitada velocidad, rompía la monótona reunión, él y yo de nuevo a solas.
—Pues Silvia, todo está en orden. Eres simplemente magnífica en tu desempeño laboral, tú tan bella y eficiente como siempre. —Muchas gracias jefe–. Le respondí.
—Don Hugo debe firmar aquí, en la última hoja. —Le hablé, indicándole el lugar donde debería estampar su elegante rúbrica, dándome para entonces la vuelta a su escritorio, colocándome a su izquierda.
—Ok, perfecto. Ya está. Lo puedes enviar mañana a primera hora, por favor. —Levanté mi mirada y mis ojos los dirigí sin querer hacia la pantalla del portátil. Las cámaras seguían allí, en cuatro recuadros mostrando señal de actividad. Su esposa se paseaba de la alcoba principal hasta la sala de aquel hogar. Hablaba con alguien por el móvil. Obviamente con mi jefe no. ¿Sería con su amante? Ella vestía ligera, con un pijama de tela brillante y perlada palidez. Descalza y su rostro desmaquillado. Cómoda ella, tan intranquila yo.
Don Hugo se dio cuenta de mi curiosa impertinencia y con dos dedos, bajó la tapa del notebook.
—Hummm, ¿Continuamos, Silvia? —Sí señor, disculpe usted–. Le respondí, apartándome un poco para luego inclinarme para tomar el siguiente informe, el de Portugal.
Lo revisó con calma, hoja por hoja y lo firmó también. Finalmente el dossier con los documentos para entregar a la oficina de Londres. Estuvo varios minutos inspeccionando la documentación y confrontándola con los datos que estaban en su programa, los acomodó finalmente y mirándome satisfecho, me los entregó. Con todo firmado, recogí las tres carpetas y me di la vuelta para llevarlas a mi escritorio, con tan mala fortuna de que al pasar por el costado de su escritorio, tropecé con una de sus maletas y me torcí el tobillo, haciéndome trastabillar y gritar saltando en una pierna, por el dolor en mi pie.
No solté las carpetas, pero tuve que sentarme apurada en una de las sillas que estaban frente a él. Con cuidado deposité en el asiento de la otra los informes y cerrando mis ojos, con claro gestos de dolor, crucé mi pierna maltratada sobre la otra y llevé mi mano hasta el tobillo para apretármelo, mientras que la otra frotaba mi frente, como si el golpe hubiese sido allí. ¡Juro que lo hice sin querer!
Con mi cabeza echada hacia atrás por el agudo padecimiento, sentí las tibias caricias de otras manos, las de mi jefe sobando mi tobillo, delicadamente. Que agradable sensación de firmeza y de calor, frotando hacia arriba y hacia abajo el lugar en el cual sentía de a poco, llegar la calma y bajar el ardor del golpe.
—Silvia… ¿te lastimaste mucho? —Le escuche decir–.
Abrí mis ojos y lo miré agradecida… ¡Mierda! Los ojos de mi jefe no estaban a la altura de los míos. Por el contrario, estaban fijos mirando el espacio abierto entre mis dos piernas, que había dejado mi falda por aquel intempestivo movimiento. Yo no tenía mis panties puestos. Húmedos estaban dentro de mi bolso junto a mi brassier. Con seguridad, don Hugo me habría visto toda la vulva, con mi descuidada mata de pelos. Mi vagina expuesta a su indiscreta mirada.
Rápidamente retiré mi pie de sus manos y descrucé las piernas, para luego acomodar el largo de mi falda. Ruborizada y sin mirarlo, le di las gracias, me puse en pie y salí cojeando presurosa de su oficina. En ningún momento busqué su mirada. Apenada, ordené todo y tomé mi abrigo y mi bolso… ¡Juep…! No había mirado mi teléfono por descuidada. ¿Ocupada? ¡Qué tarde era por Dios!, ya casi las diez. Revisé los mensajes, las llamadas perdidas. Nada, cero mensajes, ni una sola de Rodrigo. ¡Qué raro! Un solo mensaje de mi madre, confirmándome haber dejado ya a mis hijos al cuidado de mi esposo.
—Silvia, vamos te llevo a casa. —Y entonces apagué mi móvil y le observé su rostro. Estaba serio, como molesto. De seguro no por mí. —Acepto encantada jefe, ¡pues ya se me ha hecho tarde!–. Le respondí.
Ya metidos en el auto, él, yo y sus maletas, de manera diligente y caballerosa se ofreció a acomodarme el cinturón de seguridad. Nuevamente la fragancia de su colonia me envolvió al acercarse a mí.
—¿Tomamos la misma ruta? —Me dijo sonriendo, mostrándome el perlado de su perfecta dentadura.
—¡Si señor! A estas horas no debe de existir mucho tráfico. ¿Recuerda bien la dirección? —Cómo olvidarla Silvia. —Me respondió rápidamente y en sus ojos grises, una maliciosa mirada que me hizo sonrojar. Y sentí un hormigueo importunando mi vagina. ¿Humedad también?
Y arrancamos en silencio, sin mirarnos ni decirnos nada, un recorrido largo de avenidas iluminadas y pocos autos rodando, hasta que mi jefe encendió la radio del auto. Una balada pop en español sonaba, la reconocí de inmediato, pues su voz flamenca y la figura preciosa de aquella morena, era una de las preferidas cantantes españolas de Rodrigo.
…«Se despierta azul Madrid por la mañana,
Entre las perdidas, tengo tu llamada.
El mundo está ya en la televisión, pero yo
Sigo aquí resistiendo a la confusión»…
Y entonces lo miré, pero él seguía concentrado, su vista puesta al frente, en la ruta.
…« Quiero rendirme en sus brazos
Quiero conocerle y abrir un camino de nuevo
Es que cuando me roza, prendo fuego al mar, te digo
Quiero encontrarme en sus ojos y volverme a ver
Ya lo sé es cruel, perdóname, todo no es casualidad».
Al terminar esa estrofa, Mi jefe se detuvo en un semáforo y me miró. No esquivé sus ojos para nada, y de la misma nada, sentí su mano acariciar mi mejilla y sus dedos bordear mis labios.
—¡Jefe, por favor!… Tenemos que hablar de lo que pasó el viernes y de lo que aconteció hoy. —Me miró sin hacer comentario alguno, el semáforo cambió su color y prosiguió la marcha el auto, suavemente. —Lo sé preciosa, mi ángel salvador. —La canción estaba por terminar y yo… le sonreí, consentida por aquel halago–.
Giró a la derecha y unos metros antes del portal de la entrada a los edificios de mi hogar, se detuvo. Apagó el motor y se giró un poco en su asiento. ¿Solo para hablar?
—Mire don Hugo, el viernes no sé por qué sucedió, yo me dejé llevar al verlo tan triste y llorando sin saber por qué. Me conmovió mucho verlo a usted tan abatido. Yo solo me acerqué para darle consuelo y… —No me dejó continuar, pues estiró su brazo y un dedo suyo se posó en mi boca, en señal de no dejarme hablar más. Nos miramos fijamente y por algunos minutos, tres, tal vez seis o diez, no lo recuerdo, sin hablarme él ni continuar yo, tan solo nos unía la conexión en nuestros ojos y la suave caricia de nuestras manos.
—Tú no tienes que disculparte Silvia, ni yo tampoco por lo sucedido el viernes en la oficina. Pasó, te besé, me besaste. Nos besamos. Simplemente sucedió. Pero lo de hoy si… Perdóname, disculpa mi torpeza y la embriaguez. Pero quiero que sepas el porqué de todo. Por qué te llamé en mi borrachera, yo… ¡Silvia te necesito! —Soltó su cinturón de seguridad, yo desabroche el mío. El pasó su mano por detrás de mis cabellos, posándola brevemente por mi nuca, causándome escalofríos.
Las diez y veinte y yo allí, a su lado y tan cerca de las miradas indiscretas de algún vecino. Más la verdad, no me importaba, no estaba haciendo nada malo ni dando espectáculo en la calle. Solo conversaba con alguien, aunque ese alguien me estuviera gustando.
—Silvia, quiero que sepas que estoy así, pues Martha, mi esposa me ha sido infiel. Y lo que sucedió entre los dos el viernes no fue por venganza o desespero. Seré honesto contigo… ¡Me gustas Silvia! me atraes desde mucho tiempo antes, solo que yo creía ser feliz en mi hogar con ella y con mis hijos y tú, pues tan eficiente y tan presente en mis días, eras una mujer prohibida. —¡Soy don Hugo! No se le olvide que estoy también casada. —Le afirmé mis palabras, mostrándole la alianza que rodeaba el dedo de mi mano–.
—Silvia, Martha se viene acostando con un tipo que seguramente conoció en alguna de sus salidas los jueves, quizás se lo presentó una de sus amigas. Hay una de ellas, una divorciada que no me pasa. Es un tipo alto y de piel morena, quizás de una edad similar a la mía… —Lo escuché sorprendida completamente, pues la descripción de aquel amante, no era para nada equivalente al joven rubio y musculoso del video.
—… Pero el fin de semana anterior, mientras yo estaba de viaje, pude constatar que no era el único amante. Los vi Silvia. —Y empezó nuevamente a dejar caer por sus mejillas, las lágrimas y en sus manos, un leve temblor.
—Yo la amaba y te consta que no di motivo alguno para ser traicionado de esa manera. Los grabé Silvia, lo hicieron en mi propia casa, en mi sala. No le importó nada, ni los rumores de los vecinos si la hubieran visto entrar con otro a mi hogar. No le carcomió la conciencia para nada, mancillando nuestro hogar, donde convive conmigo y con mis hijos. Por eso al llegar de Nueva York, yo empecé a evitarla, hablarle lo justo y necesario. Mandé a mis hijos a París, con mis padres y mi hermana. He decidido divorciarme. Tú no has dañado nada, tu imagen para mi permanece íntegra. Me has salvado de mi tristeza, de mi maltratado ego, pues con los besos de tus labios, me has demostrado que aun gusto y atraigo, que puedo encontrar a alguien más para entregarle mi amor. Me gustaría que ese «alguien» fuera como tú.
—Pues jefe, en serio que lo siento, lo lamento mucho y agradezco su confianza, pero conmigo no cuente. Yo tengo un esposo a quien quiero, y que me ama con locura. Entre usted y yo no puede… ¡No debemos tener nada! —Y abrí la puerta del coche, aunque solo pude colocar un pie en el asfalto, pues mi jefe, estirándose hasta mi lado, me tomo del brazo con firmeza, de mi mano después con suavidad.
—Silvia solo aclárame una duda. —Me dijo sin soltarme–. Me agaché un poco introduciendo mi cabeza y medio cuerpo en su auto, para escucharle.
—¿Te gusto? ¿Te parezco atractivo? —Me preguntó. —Lo miré insegura, y sin contestarle, hice un esfuerzo por soltarme. —Mañana tendrá mi carta de renuncia en su escritorio–. El me soltó de improviso, y aproveche para incorporarme y decirle al final…
—¡Sí, me gusta! Me parece atractivo y eso es una señal de peligro. Hasta mañana don Hugo.
Me salí por completo del habitáculo sin esperar algún comentario adicional. Cerré la puerta de su auto con firmeza y me di vuelta. Al hacerlo levanté mi mirada hacia el tercer piso del bloque de los apartamentos. La luz en la sala de mi hogar, iluminaba el balcón y allí, la figura ensombrecida de Rodrigo estaba de pie. De su boca se elevaba hacia el exterior, una bocanada de humo de un cigarrillo que permanecía encendido en una de sus manos.
¡Mierda! Seguramente lo había visto todo. Y en mí, empezó a habitar el temor. Llena mi alma de angustia y mi corazón emprendiendo su palpitar con inusitado bombeo, hasta llegar la sangre a pulsar aceleradamente mis sienes. Apresuré mi llegada hasta el elevador, pulsé el tercer botón y afortunadamente el ascensor me subió en calma y sin mis prisas. Cuando caminé sobre las baldosas del pasillo para alcanzar la caoba puerta de mi hogar, solo se podía escuchar el taconeo afanado de mis zapatos.
¿Qué le digo? ¿Cómo explico mi tardanza? ¿Le confieso quién me trajo a casa? ¿Le miento nuevamente o le explico todo, con pelos y señales? ¡No! no me comprendería, pensaría mal de mí y yo en su lugar, seguramente haría igual con él.
Tomé del fondo de mi bolso las llaves que estaban frías por quedar ellas, bajo la humedad de mis bragas y mi sostén, introduje la llave con miedo, nerviosamente la giré y abrí la puerta dispuesta a contarlo todo, para bien o para mal. Y entonces…
Oscuridad total, luces apagadas. Me descalcé con cuidado para no despertar a mis hijos al pisar el laminado suelo del corredor. Encendí mi móvil para brindarme con su iluminada pantalla, algo de claridad. Fui hasta la cocina y en el patio de ropas dentro de la máquina de lavar, deposité perturbada mis calzones y el brassier. Regresé mis pasos para dirigirme nerviosa al encuentro con mi esposo en nuestra alcoba.
También las luces apagadas, pero aún dentro de mi inseguridad, las encendí. Nada, nadie allí. Fui hasta la habitación de los niños y me fijé bien, tampoco estaba él. Hummm, la alcoba de invitados y la colchoneta para las visitas, pensé. Estaría muy enojado para quedarse a dormir allí. Abrí con cuidado la puerta, dispuesta a enfrentar su desconfianza y sus demonios. Pero tampoco estaba. ¿Entonces adónde?… Nuestra sala, aquel sofá.
Pulsé el interruptor de la cocina, brindando una ramplona claridad hacia el balcón. Allí estaba Rodrigo, acostado dándome la espalda, cubierto por la frazada de nuestra cama, recogidas sus piernas y en incómoda posición.
—¿Mi… amor? Mi vida, hola. ¡Ya llegué! —Me acerqué hasta posar mi mano en su hombro, pero ni se inmutó–. Lo sabía, lo intuí.
—Rodrigo, cariño comprendo que estés enfadado, pero se complicó todo hoy. —Me incliné un poco para darle un beso en su mejilla, pero con su hombro, hizo el gesto aquel de inconformidad y me apartó la intención.
—Amor, no volverá a pasar ¡Te lo juro! Ya terminamos de completar los informes. Volveré a ser la de antes, a estar temprano en nuestra casa, contigo y los niños. —Pero Rodrigo no me contestaba–. Por favor Rodrigo, estaba trabajando… —le dije en un tono suplicante, diciendo la verdad en parte.
—Al menos tiene buen gusto para las colonias. —Me habló por fin, sin siquiera volverse–. ¡Rodrigo me había pillado!
—Amor no es lo que piensas. —Más no obtuve respuesta, ni un movimiento en él.
Un largo silencio, tan solo roto por un lastimero y prolongado… ¡Déjame en paz!
Continuará…