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El regalo: Un antes y un después (Final)

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Trigésima tercera parte. 

—¡Jajaja! Vamos a ver caballeros. Ustedes se van a quedar aquí quietecitos un momento mientras Silvia y yo decidimos que les vamos a preparar. —Nos dijo Martha muy alegre y bastante despeinada, cubriendo sus preciosas y redondas tetas con las manos abiertas y mi esposa, obsequiándonos la visión de su espalda desnuda, pasando sus brazos por detrás y extendiendo los dedos de las manos, entrecruzó solo los pulgares y moviendo los otros ocho graciosamente sobre sus dos bronceadas nalgas, tratando de evitar, –sin lograrlo del todo– que nos quedáramos extasiados Hugo y yo, admirando como una de ellas, la derecha, subía firme, rotunda y el pliegue que se formaba en la de su izquierda, aparecía encantadoramente, obsequiándonos lo que simulaba ser un ligero guiño. Sonriéndose se alejó hacia el otro nivel, despidiéndose de los dos hombres que la deseaban sin mirar a ninguno y del salón poco iluminado que se quedó huérfano de su hermosa figura semidesnuda.

—Y bueno Hugo… —Le digo cuando nos hemos quedado solos y me acomodo justo a su lado y él cubriendo su evidente excitación con un cojín, sobre su bóxer blanco y yo tranquilo sin señales de erección, con el mío azul oscuro, uno al lado del otro en el mismo sofá. —… Cuénteme algo… ¿Cómo es ese famoso tratamiento que Almudena opina que les podría servir?

—Pues vera usted. –Hugo bebiendo un trago de su Manhattan y yo sin tener a mano lo que más me gustaba beber–. Almudena pensó que lo mejor para los dos seria permanecer siempre juntos pero con distintas parejas, observándonos en algo que ella llama «Terapia del Espejo». Se trata de realizar exactamente lo mismo que la otra pareja vaya efectuando. Observar y replicar. Reflejos, actos iguales a lo que Martha debía realizar con nuestro amigo David y entre tanto yo con mi áng… ¡Con su esposa, hacerlo igual! —Me respondió Hugo, pero sin mirarme, manteniendo su mirada fija en la penumbra del jardín, unos metros más alla del muro divisorio del iluminado porche. Aún se sentía cohibido ante mi presencia allí y yo, aún no hallaba mi lugar en aquel salón.

—A ver Hugo… ¡Jajaja! –Me reí fingiendo tranquilidad– Esa dichosa terapia aquí conmigo no va a poderla realizar. Porque yo no le voy a indicar a usted como debe hacer sentir a mi mujer. Yo nunca tengo un plan inicial con ella. Cuando es solo sexo, me lanzo a su boca con ganas, aprieto sus pechos con urgida fiereza y hurgó con avidez con mis dedos en su vagina, pero previamente ya la he estimulado con palabras, frases o con imágenes. El alcohol ayuda bastante, y el ambiente lo recreo, según se presenten las circunstancias. ¡Lo inesperado es lo más atrayente! Para cuando deseamos hacernos el amor es muy diferente. A veces solo coloco música ligera, suave y así mismo sin prisas voy adorándola, explorando cada poro de su tersa piel y acariciando sin apuro yo su cuerpo y ella el mío. —El hombre algo inquieto en la esquina del sofá, me miraba con expectación ante la entrega de tantos detalles y de un largo sorbo, terminó con su Manhattan.

—Y no le pienso enseñar mis técnicas. Así como yo aprendí a deleitarla y hacerla explotar, usted deberá darse mañas para hacerlo; usando su percepción, sus ganas de ella y por supuesto toda su imaginación. Esa es su tarea y la mía con su mujer… Esa, téngalo por seguro Hugo, que ya la tengo bien visualizada. Permítame le lleno su copa y de paso si no es mucha la molestia, vi que tiene algunas latas de cerveza americana, que me encantaría beber para calmar la sed y además para usarla como… ¡Jajaja! Después con Silvia y Martha usted verá para que me van a servir. —Y Hugo me entregó la copa vacía y con su otra mano, me hizo el ademan de que podría meter las mías con tranquilidad en el refrigerador y tomar de allí lo que tanto me apetecía y me servía de paso como un buen afrodisiaco. —Tome las que desee. Al fin y al cabo esas las dejó mi amigo David aquella noche y no son de mi marca preferida–. ¡Qué casualidad! Pensé yo. —¡A mí me encantan! Le terminé por responder y enseguida me regresé para ocupar la antigua posición.

—Pero para ello debe relajarse y olvidar de que Silvia es mi esposa y que yo con Martha también voy a estar. —Le dije a Hugo, entregándole su coctel y yo dejando en el piso sobre la alfombra, las cinco latas de cerveza y a la primera destapada ya le daba un largo sorbo–. Debemos hacer de cuenta que estamos en una reunión entre amigos y que pensar que esto no es ningún intercambio… ¡Corporal! Usted está con la mujer que tanto desea y a mí, me sucede algo similar. Despreocupémonos de todo y por supuesto créame, no sé si a mí me gustará mirar cuando Silvia y usted… ¿Si me entiende? Supongo que a usted le ocurre algo igual si me ve con su esposa. ¿No es verdad? —Y Hugo hundió entre sus cabellos, los dedos de su mano izquierda para revolcarlo una y otra vez, analizando lo que me quería responder.

—Pues es que yo a Martha ya la vi hacerlo con otro y créame Rodrigo que no sentí ningún tipo de placer, al contrario, sentí dolor, mucha frustración y con esa técnica es precisamente como esperaba Almudena que aconteciera la otra vez y pudiera vivirlo de otra manera y lograr superarlo. —Me respondió en voz algo baja.

—Lo que sucede Hugo, es que esas imágenes no eran para ser observadas en aquel momento y ese fue el error de Martha. Era necesario crear un contexto más íntimo, personal y erótico, para causar el efecto que ella pretendía que usted tuviera con agrado, como cuando para entrar en ambiente Silvia y yo observamos algunos videos porno, la cuestión es ponerse a tono. Pero como le digo Hugo, olvide ese video y relajémonos. ¡Eso será lo mejor! Para nuestras mujeres y para nosotros dos, por supuesto.

Y tras decir esto, seguramente en puntas de pies y descalzas para no hacer ningún tipo de ruido, nuestras mujeres se acercaron por detrás de los dos y cubrieron ágilmente nuestros ojos a la vez, con algún tipo de pañuelo. El usado en mi era bastante suave, como la seda y desprendía el aroma con seguridad, de algún perfume exquisito, utilizado anteriormente por la elegante Martha. Quien quiera que fungiera como bella verdugo, se aseguró de apretarlo muy bien por detrás de la nuca, verificando con los delgados dedos que la tensión de la tela fuera la suficiente, entre el borde de aquel pañuelo y mis pobladas cejas. Me ajustó lo que sobraba de tela por sobre mi nariz y el extremo rozó mi quijada, causándome tenues cosquillas. ¡No! Yo no podía ver nada, la tela era larga y eficiente para privarme de la luz.

Martha tuvo una idea genial para distender nuestra común timidez ante lo que se avecinaba. ¡Ninguno! Nadie en verdad allí aquella madrugada, tenía la menor idea de cómo proceder, ninguna de las dos con la valentía de decidir en qué segundo y durante cuantos minutos seriamos la pareja sexual del otro marido. Y en ellos dos, aunque yo notaba a Rodrigo más dispuesto, percibía a veces en mi marido como temblaba su pulso, cuando al alzar con su mano la copa para beber un trago o simplemente retirarse de sus labios el humeante cigarrillo, hablándole a Hugo algo sobre mí, se estremecía. No, ninguno de ellos con la gallardía de ceder primero, de entregar lo más preciado en brazos diferentes para ser gozadas y gozar por supuesto, las dos de ellos.

Nadie decidía, ninguno dirigía aquella obra de teatro, nadie pendiente de los diálogos de su pareja respectiva, de pronto fijándonos más en las argumentadas miradas de aquel hombre ajeno que nos deseaba y que se disputarían de manera cariñosa, el primer asalto a nuestra deseada piel. Había que dar el paso, eso sí, sin tropiezos de última hora; sin causar algún tipo de molestia, enojo, frustración o renovado dolor. Por lo tanto, Martha me expresó entre susurros al oído, qué lo mejor sería jugar con ellos un poco, llevarlos hasta el borde de la excitación, a la cumbre de sus deseos. ¿Cómo lograrlo? Bueno, pues si ya de sal saciados estaban nuestros estómagos… ¿Qué tal si agregábamos algo de dulce sobre los cuerpos de nosotras dos para equilibrar?

Y así fue, que ya Martha y yo semidesnudas, al igual que mi esposo y lo mismo Hugo estaban, corrimos las dos hasta la alcoba principal y de una gaveta escogimos dos foulard de seda de variados colores, lo suficientemente largos como para doblarlos una y otra, y otra vez muy bien y tras comprobar que no se podría ver nada a través de ellos, nos devolvimos silenciosas hasta el salón para pillar a nuestros esposos, sentados juntos en el sofá bebiendo y dialogando como un par de viejos conocidos. Y los sorprendimos por detrás, ajustando rápidamente la suave tela sobre sus ojos, privándoles de su visión. Yo a la vida mía y Martha… ¡Ella a su esquivo amor!

—¡Vaya, vaya! Ya veo que no han permanecido quietecitos y han empezado a beber otra vez. ¡Niños malos! Se merecen un castigo, pero por el momento los vamos a perdonar. ¿No es así querida? —Me preguntó Martha y yo respondí… —¡Solo por ahora! Pero después se van a ganar una fuerte reprimenda en esas nalgas por desobedientes–. Y Martha continúo con la explicación.

—Por ahora les retiraré sus bebidas pues junto a Silvia, hemos pensado que nos vendría muy bien jugar un poco. Vamos a ver cuál de ustedes dos, podrá adivinar con certeza, los ingredientes de los postres que vamos a prepararles y claro, en que parte de nuestros cuerpos van a estar servidos, eso sí, sin usar las manos, solo sus bocas y lenguas. ¡Ahhh! me faltaba lo principal... Sobre quien de las dos estará servido. ¿Les parece? —Y picaronamente se mordió el labio inferior, mirándome de manera coqueta y entre tanto, Hugo como mi esposo respondieron afirmativamente, aceptando aquel dulce desafío.

Junto a Martha me dirigí hasta la cocina y del refrigerador tomamos algunas frutas y del estante superior algunos frascos con mermeladas y otros ingredientes. Picamos en trocitos las frutas escogidas y en una gran bandeja de plata colocamos todo en pequeños platos pandos. Rodrigo permanecía impasible pero escuchando atento nuestros movimientos, con los brazos cruzados y ladeando su cabeza para el lado derecho. Hugo por el contrario estaba inquieto, su cabeza se encontraba gacha y sus piernas, abriéndolas y cerrándolas en un perpetuo movimiento, las movía nerviosamente.

—Ven preciosa y ayúdame a retirar todo esto de encima de la mesa. —Me indicó Martha, para que le colaborara en dejar libre la superficie de una mesita de centro de al menos un metro de largo, medio de ancho y de baja altura, forjada en fuerte metal y con una tapa superior de resistente y pesado mármol de Carrara. A su lado pero sobre la alfombra ubicó la bandeja, y se dispuso a preparar los variados platos.

—Bueno… ¿Y el que gane de los dos que premio obtendrá? —Preguntó de repente mi esposo, y yo presta le respondí…

—Mi amor, el ganador se lleva todo. O sea, tendrá el privilegio de tenernos a las dos antes que el perdedor. Ese, el que pierda se tendrá que conformar con sentarse a observar, sin participar y mucho menos tocarse por allí. ¡Manita quietas! Que por supuesto después, le tocara a él gozarnos. ¡Jajaja! —Y yo le di un besito en la mejilla y me aparté de él, acercándome a Martha que ya tenía listas las primeras pruebas.

—Bueno vamos a empezar. ¿Quién va primero? —Les preguntó Martha, feliz como cuando de niños hacíamos travesuras. —¡Yo voy primero!–. Dijo Hugo levantando su mano derecha.

—Ok, mi amor. Mucha suerte. —Le respondió Martha y en seguida me hizo estirarme boca abajo sobre la fría laja de mármol y sobre mi cintura, esparció un poco de fresas picadas y dejó caer sobre ellas, algo de crema de leche batida, causándome un leve escalofrío.

Vi de medio lado como Martha se acercó a su esposo y le ayudó a arrodillarse a mi lado izquierdo y luego cautamente se retiró en silencio hasta hacerse a mi derecha.

—¿Puedes inclinarte un poco Hugo? Y ya sabes nada de manos. ¡Así, así mi amor! Un poco más, baja la cabeza y abre tu boca. ¡Siiiií! Adelante, ya casi llegas… —Y Hugo posó la punta de su nariz y de inmediato sentí tibia la respiración sobre la piel de mi cadera, con su boca entreabierta dejándome percibir con el vaho si se quiere, aún más calor y sentí la humedad de su lengua recorrer unos centímetros de mi cintura, para luego seguramente atraído por el aroma, hacer una gran «O» con sus labios y absorber con bastante ruido las fresas con crema. No sobra decir que volvió con su lengua a humectar aquella frugal zona, limpiando con esmero los restos de fruta y crema que me quedaban y de paso, logrando con esa acción erotizarme bastante.

—Bien, es suficiente mi amor. Ahora, podrías decirnos… ¿Qué postre era, donde estaba y en quién? No demores en tu repuesta por favor. —Le dijo Martha a Hugo y yo poniéndome con cuidado de medio lado, observé como la tela de su bóxer blanco se empezaba a atirantar y una leve mancha de humedad a la izquierda la oscurecía.

—Es fácil, eran fresas con crema de leche y… estaba sobre la espalda de… ¿Silvia? —Respondió Hugo con su voz grave y una sonrisa dibujada en sus labios, que tenían en la comisura, el blanco de la crema. Me llevé la mano a mi boca para disimular mi risa.

—¿Dudas? Debes ser preciso de lo contrario sería un punto negativo. —Le dijo serena Martha y Hugo afirmó con vehemencia… —Sí, sobre mi ángel–. Y creo que aunque estaba algo caliente, me ruboricé al escucharlo, sobre todo mencionarme de aquella manera delante de mi marido.

—¡Perfecto! Un punto para ti mi amor. Y ahora es tu turno, mi colombiano precioso, arrodíllate con cuidado. —Ni ella ni yo le ayudamos, Rodrigo bastante decidido lo hizo solo, quedando a prudente distancia de la mesa.

—Yo veré mi vida, no vayas a fallar. —Hablé en voz alta. Y de paso con Marta sentada e inclinada un poco hacia atrás, en su ombligo deposité un poco de chocolate líquido y sobre el espeso dulce, ubiqué una redonda cereza y tres goterones del centro hacia la parte baja de su vientre.

Martha se estiró boca arriba sobre la mesa con cuidado, dejando caer sus largas piernas abiertas a los costados y los brazos los cruzó bajo su cuello, sosteniéndose la cabeza para poder observarlo todo y no perderse detalle alguno.

—¡Listo! —Dije con suavidad a mi esposo–. ¡Ya puedes intentarlo! A tu izquierda un poco, eso, eso. Así, con cuidado y sin las manos. —Y con la nariz, Rodrigo olfateó como un perro de caza lo hace con su presa. Giró la cabeza a su izquierda y fue bajando lentamente el mentón. A dos centímetros tal vez de su objetivo se detuvo y sopló. No sé porque carajos hizo eso, pero el caso es que pude notar como los pezones de Martha, se endurecieron de inmediato con aquella inusual acción y los vellos dorados en sus antebrazos se erizaron al mismo tiempo.

—¡Vamos mi amor, un poco más! Acerca tu boca–. Le insté y Rodrigo por fin puso labios y lengua sobre el plano y ejercitado vientre de la esposa de mi jefe. Pronto ubicó el lugar y con la lengua en forma de cono, fue girando despacio la cereza sin sacarla del hundido ombligo, tan solo la punta la utilizó para saborear el chocolate, –esparciendo alrededor un poco– y luego de escuchar un pequeño gemido, proveniente de la garganta de Martha, de un pequeño sorbo se llevó al interior de su boca la cereza y luego con todo el ancho de la parte superior de su lengua, lamió y relamió el chocolate que esparcí dirigiéndose presuroso hasta un lugar que seguramente mi esposo deseaba probar igual.

—Ya está. ¡Detente, detente! —Dije yo, casi con un grito–. Y Rodrigo se incorporó echando su torso un poco para atrás, algo sobresaltado.

—Bueno cariño mío… ¿Dinos que has probado, adónde y de quién? —Le preguntó Martha a mi esposo, limpiando con su dedo índice, algo del chocolate que quedó alrededor de su ombligo y con su otra mano, acariciándose tiernamente su pezón derecho, sin mirarme.

Y mi esposo haciendo gala de su buen humor, graciosamente y en un rebuscado francés nos respondió…

—¡Hummm!... Era una cerezé, en salsé de chocolaté y servidé en el ombligué de… ¡Mademoiselle Marthé! —Y entre risas de todos allí, incluido un ya más tranquilo Hugo, yo lo aplaudí y me acerqué para besar sus labios y felicitarlo por su brillante actuación.

—Eso es… ¡Correcto Monseiur Cárdenas! —Le respondió también Martha con bastante gracia y a continuación les dijo a aquellos dos participantes…

—Van empatados caballeros. ¿Desean continuar? —Les preguntó y mi esposo nuevamente nos dijo a las dos…

—Estoy como Cristo colgado en la cruz. ¡Tengo sed! Me puede alguna de ustedes… ¿Dar un poco de mi cerveza? —Y yo diligentemente alcancé la lata blanca, pero en vez de acercársela, yo tomé un largo trago y lo retuve dentro de mi boca para acercarme a la suya y en su interior deposité aquel sorbo, –recordando el trago de aguardiente que me dio a beber la rubia amante de Rodrigo– aprovechando para besarlo durante unos segundos hasta que Hugo carraspeando también pidió un poco de su coctel.

Martha tomó la copa de Manhattan y se acercó a su esposo, para decirle con tierna voz que abriera un poco su boca y sumergiendo en el líquido de aquel coctel, dos dedos de su mano derecha, los pasó empapados con suavidad por los labios de Hugo haciéndolos brillar bajo la tenue luz que nos iluminaba, proveniente de los dos focos que permanecían encendidos en el porche de su casa, para luego de darle a beber un corto trago. Ella bebió también algo de aquel coctel y así terminaron finalmente por besarse. Y en mi interior me sentí feliz por el ósculo reencuentro de aquellas dos almas tan atormentadas.

—¿Continuamos? Les pregunté a los tres, interesada en seguir jugando y sentir esas nuevas y excitantes sensaciones sobre mi cuerpo y deleitándome con la visión de lo que Martha también podía sentir. Unos segundos después, ella se hizo de nuevo a mi lado por detrás de la mesa de mármol y preparó el siguiente postre. Mermelada de piña y un poco de yogur griego que yo esparcí horizontalmente sobre aquella pequeña hondonada, que se formaba entre su cuello y el hombro del lado izquierdo. Cauta, retiré su elegante pendiente dorado de la oreja para evitar dar alguna pista al próximo participante, y con cuidado e igual esmero, hacia la derecha aparté su cabellera castaña y un mechón largo y revolucionario, que al parecer no quería separarse de su rostro. Ese lo ubiqué por detrás de su oreja.

—¿Listo Cariño? —Pregunté yo y tanto Hugo como Rodrigo, acostumbrados a mi cariñosa manera de llamarles así de vez en cuando, respondieron los dos al tiempo. Eso causó que tanto a Martha y por supuesto en mí, nos diera un ataque de risa.

—¡Jajaja! A ver. Les voy a aclarar algo. Cuando me refiera a ti Rodrigo, siempre serás ¡Mi amor! o ¡Mi vida! Y en cuanto a ti Hugo, si yo soy para ti un ángel, tú serás siempre… ¡Mi cariño! ¿Comprendido? —Y los dos sin hablar, tan solo asistieron. Rodrigo se recompuso y apoyó de nuevo su torso contra el espaldar del sofá.

—Bueno cariño mío, arrodíllate de nuevo y prepara tu paladar. —Le dije yo, mientras que Martha sentada de medio lado sobre la baja mesa, ladeaba bastante su cuello y ofrecía en aquella desnuda zona, un delicioso festín para su nuevo comensal. —Hummm, vamos cariño, levanta un poco la quijada, eso… así. Muy bien y ahora adelanta un poco tu rostro. Un poquito más–. Le indiqué y la boca de Hugo se dirigió dubitativa sobre el hombro de su esposa.

Con bastante entusiasmo, los labios de Hugo, –cerrados un poco– erraron el primer avance, pero un momento después cambió de dirección con su boca y dieron de lleno con el espeso yogur, untándose también la punta de su nariz. Y luego sacando un poco su rosada lengua, la giró alrededor de aquella dulce mezcla y chupó con avaricia, tanto que podía escuchar su agitada respiración, absorbió lo que allí encontró, hasta dejar casi limpio por completo el hombro de su mujer y decidió seguir el recorrido hasta el cuello. Y allí lo detuve.

—¡Basta cariño! Suficiente. —Y mi jefe con sus dos manos echadas hacia atrás, ubicó el borde del sofá y se sentó muy aplicado, bastante sonriente. Al parecer tenía muy clara su respuesta.

—¿Y bien? ¿Qué ingredientes has probado? ¿Adónde se te sirvió? Y… ¿En cuál de las dos? —Le terminé por realizar la pregunta y Hugo totalmente confiado nos respondió sin vacilar…

—Piña… ¡Sí, mermelada de piña! Y… ¡Yogur griego! Del que te recomienda siempre tu amiga Almudena. ¿No es verdad, tesoro? —A lo cual le contesté…

—Vas bien cariño, pero te falta decirnos algo más. —Le insistí. Hugo se llevó un dedo a su nariz para limpiar de yogur la punta y me respondió.

—Bueno creo que era sobre el hombro de… ¡Mi esposa! —Y Martha en seguida palmeo tres veces seguidas y le respondió que sí, que la respuesta era la correcta. Hugo respiró profundamente, sintiéndose vencedor y acomodándose con la mano derecha su verga, que permanecía morcillona y esquinada hacia el otro lado, también recostó su espalda comprimiendo el cojín.

—Ok, ahora es tu turno precioso. —Le habló Martha a Rodrigo.

Y aunque pensé que el siguiente postre seria servido en alguna parte de mi cuerpo, fue la misma Martha quien guiñándome su ojo derecho, se untó de bastante mermelada de mora, la corva de su pierna izquierda y yo divertida terminé por secundar su idea. Y sobre aquel dulce almíbar, esparcí un poco de queso parmesano. Si Rodrigo no conseguía adivinar, sería casi un hecho que Hugo podría disfrutar con Martha y obviamente calmar sus ganas de mí.

—¡Bueno, estoy listo! ¿Cuál de ustedes dos va a disfrutar de mis lamidas? —Nos dijo Rodrigo manteniendo su buen humor y acomodándose con sus piernas dobladas y abiertas. Aún mi esposo no demostraba señales de excitación. «Mi pajarito» seguía bien resguardado, bajo aquella elástica tela azul, y Martha se acondicionó de medio lado, costándole esta vez un poco, mantener su pierna a medio doblar, en aquella incómoda posición.

—¡Dale precioso, ese manjar es todo tuyo! —Le dijo con voz muy sexy Martha a mi esposo y este inclinándose un poco, iba su boca abierta y la punta de su lengua por fuera, directo a la pantorrilla de la esposa de mi jefe.

—¡No, no! Vas un tanto desviado de tu blanco, mi amor. —Le sugerí a Rodrigo para que se detuviera y tomara una mejor decisión.

Y así fue que volviendo como un viejo zorro a oler sobre la piel, adelantó un poco su rodilla derecha sobre la alfombra y cambió de dirección hasta dar de lleno contra la mermelada y el queso raspado. Labios morados y restos de queso qué se resbalaban por los laterales de la rodilla hacia la superficie de mármol. La lengua de mi esposo se deleitaba lamiendo lentamente la piel de Martha, dejando un rastro brillante de humedad. Se detuvo un momento a escasos centímetros de la corva de Martha, como meditando en la siguiente acción. Movió la cabeza de izquierda a derecha tal cual si estuviera perdido y volvió con la punta de su lengua a recorrer los lugares que ya se había absorbido y lamido. No habían más residuos de mora sobre la piel, pero si algo del rayado queso por el costado.

—¿Ya? —Dijo de improviso Hugo, intrigado por la demora de mi esposo.

—Ok, mi amor, se te terminó el tiempo. Dinos por favor tu respuesta. —Le pregunté un tanto preocupada pues notaba que Rodrigo dudaba.

—Esta vez me la pusieron más difícil. Déjame pensar… La mermelada de mora está un poco pasada de dulce. ¿Si revisaron antes la fecha de vencimiento? No quiero morir envenenado. —Y Martha terminando de limpiarse con un pañito húmedo la parte posterior de la rodilla, le respondió a mi esposo… —No te me hagas el loco ahora, precioso–. Y Rodrigo encogiendo sus hombros continuó hablando.

—Está bien Martha. ¡Pero que afán el tuyo mujer! Pues el queso obviamente es un parmesano por la consistencia, pero si me gustaría haber probado la mora otro más cremoso. Y déjenme decirles que esta vez se pasaron conmigo. ¿Cómo se les ocurre servirme en la axila? ¡Guacala! Espero que te la hayas lavado muy bien esta mañana mi amor. Por qué fuiste tú... ¿No es verdad Silvia?

—Pero que mal Rodrigo. Punto negativo. ¡Vas ganando tú, mi amor! —Le dijo Martha a Hugo bastante emocionada y yo observé, la mueca de disgusto en mi esposo cuando echó hacia atrás un poco su cabeza.

—Mi vida, tranquilo que aún te queda la última oportunidad. Mora y queso correcto, pero no fue en la axila mía, sino en la corva de la pierna de Martha. ¡Jajaja! Te logramos engañar. —Y Hugo, Martha y yo nos reímos. ¡Rodrigo no!

—Hummm, me parece que ustedes dos… ¡Par de brujas! Armaron todo este aquelarre para quedarse a solas con Hugo. —Comentó mi esposo, medio en serio y medio en broma, pero sin levantar demasiado el tono de su voz y prosiguió con el tema.

—En fin, creo yo que lo justo para el perdedor será obtener un premio de consolación. ¿No les parece? —Y Martha y yo nos miramos sorprendidas y sin saber exactamente que tramaba Rodrigo.

—Bien precioso, a pesar de que ya te sientas perdedor faltando una prueba, creemos que sí, que tienes razón. Pero no sabemos cuál premio le podamos ofrecer al que pierda de entre ustedes dos. —Le respondió muy calmada Martha a mi marido–. A los caballeros… ¿Qué se les ocurre? —Finalmente les preguntó Martha.

Entonces Rodrigo inclinándose un poco a su izquierda, para rozar con su mano a tientas, el hombro de Hugo y acercándose un poco a él, en voz baja le habló algo. Mi jefe aguardó unos segundos su respuesta y luego también girando su cabeza a la derecha, le susurro algunas palabras a mi esposo. Martha me miraba expectante y a ella, yo igual, sospechando las dos que nuestras parejas intentarían algo inusual con alguna de nosotras. Rodrigo le preguntó algo y luego Hugo intentó a ciegas estrechar la mano de Rodrigo, solo que se la extendió al aire y mi esposo, lo alcanzó pero por el antebrazo y finalmente en voz alta, los dos dijeron al unísono… ¡De acuerdo!

—Ok. El que pierda de los dos, tendrá derecho de pedir a cualquiera de ustedes, la que deseemos escoger, algo a lo cual no podrán negarse. ¡Ninguna pondrá objeción! Si aceptan continuamos, de lo contrario dejamos esto así. —Y Rodrigo con la seguridad tal vez de verse ya perdedor, urdió algún plan para vengarse de la alianza entre Martha y yo.

Y fue Martha precisamente, quien sin contar conmigo le respondió a Rodrigo que sí, que aceptábamos su propuesta y de inmediato me abrazó para decirme al oído… —Ya es hora Silvia, vamos a subir la temperatura de estos dos. —Y extendiendo sus delicadas y suaves manos por mis caderas, estiró los encauchados lazos del pequeño triangulo de tela negra que faltaba por retirar, sorprendiéndome, deslizándolas hacia abajo por mis muslos e inclinándose un poco, terminó por bajarlas a mis tobillos y yo, levantando uno y después el otro pie, le colaboré para quedar expuesta ante ella y a la vez, –para que negarlo– poniéndome nerviosa pues el siguiente en probar el postre seria precisamente su marido, mi jefe y… ¿Mi cariño?

A continuación, Martha me acomodó sobre el mármol aquel, sentada en frente de los dos hombres, apoyadas mis manos a los costados sobre la mesa, doblando mis dedos contra su chato borde y con mis piernas bien abiertas, reposando mis talones sobre las fibras de la alfombra.

—¡Bueno chicas! ¿Estamos esperando a alguien más? —Nos habló Hugo, decidido a ganarse el premio mayor.

—¡Deja el afán cariño! Mira que estamos indecisas sobre en cual plato vas a poder degustar tu postre. —Le comenté yo, dejándolo en intrigante silencio y observando como Martha iba acomodando con paciencia de artesano en el medio de mi rajita, una, dos y hasta tres mitades de las rodajas de un amarillo banano ecuatoriano y la punta restante… ¡La fui devorando!

Martha abriendo delicadamente con sus dedos índice y medio la hendidura de mi vulva, ya de por si humedecida por las sensuales imágenes que mi mente avizoraba, introdujo con cuidado en la entrada de mi vagina, la punta roma de una parte, y sentí ingresar dentro mío al menos un cuarto de aquella fálica fruta, quedando a la vista un poco, disponible para una hambrienta boca o la lengua golosa de Hugo. ¡Hummm!... ¿Y si deseaban sus dientes también morder? ¡Pufff! Un leve jadeo huyó de la oscuridad de mi boca, como ladrón furtivo a media noche, tan solo de imaginar lo que pronto iba a ocurrir.

Luego Martha, con el tarro plástico repleto de miel y dominado en el centro por su mano, fue demarcando un serpenteante y empalagoso camino de gruesas líneas ámbar, desde la parte baja de mi vientre, ascendiendo luego por mi pubis convertido en un desierto de piel suave y libre de vellitos hasta llegar a las dos dunas que formaban mis labios superiores y chorreó de espesa melaza la ingle derecha, esquivando mi central abertura, para saltar en medio del abismo de mis muslos y ya en el otro, con aquel jarabe, ascender de nuevo imitando el anterior recorrido y llegar de nuevo hasta unir los caminos un poco más arriba, sobre mi Monte de Venus.

Esparció sobre las otras tres mitades bastante miel y las colocó sin prisa sobre uno de los senderos primero una, luego otra en el adyacente y en el centro, en el comienzo de la unión de los caminos, la última. ¡Y yo muy excitada! Noté como un involuntario espasmo recorrió mi interior e inconscientemente lancé fuera el pedazo de banano. Martha con agilidad felina lo alcanzó en el aire, antes de que se precipitara sobre la alfombra. Me miró vanidosa y sonriéndose me dio un beso en la boca corto, casi inmaculado y aprovechó para introducir de nuevo aquel falo de fruta fresca que ya me hacía desear otro tipo de penetración y mantuvo su pulgar allí para que permaneciera cálido y húmedo por mis flujos, derramando desde cierta altura una mayor cantidad del espeso almíbar untándose bastante el dedo que mantenía aquella fruta esperando ser degustada. Y de espaldas a Hugo, le dijo sin nervios ni temblor en la voz, que ya podía acomodarse para proseguir.

Hugo adelantó su rostro muy entusiasmado, quizás demasiado, y dio la punta de su nariz contra la redondeada parte baja de mi busto derecho. De inmediato Martha, ubicada ya por detrás de mí, presurosa me asió por las axilas y mi espalda encontró un tórrido apoyo sobre sus pechos, exponiéndome aún más al devorador pecado. —¡Más abajo querido! Siiiií, por ahí vas bien. —Le dijo ella a su esposo, en el casi musical tono, bajo y muy dulce de su voz.

La boca con seguridad alentada por el aroma que se desprendía de mi sexo o el dulce característico de aquella fruta, descendió muy cercana a los poros erizados de la epidermis en mi vientre y la lengua jugosa tocó con timidez un poco a su izquierda, la mitad de la rodaja de aquel banano y su miel en el centro. Probó triunfante el camino a la diestra y con sus carnosos labios se dio a la tarea de pasearla, en un lento lamer y absorber, encontrando a medio camino hacia mi intimidad, la suave textura de la otra rodaja partida a la mitad. Se le deslizó un poco y tuvo que morderla, llevándosela al interior de su boca casi también con algo de mi piel. Delicioso pellizco que me hizo estremecer y reaccionando a su leve mordisco, levanté mis dos piernas sosteniéndolas bien abiertas y elevadas, magnificando la erótica sensación de ser alimento de su placer. ¡Rozando sin querer la rodilla de mi amor!

Por fin volvió el músculo pastoso a apoderarse en mi ingle de la miel. La respiración agitada, sí. En Hugo soplando ardores sobre mi raja. De Martha el suyo lo sentía muy cercano a mi oído izquierdo, detallando toda la acción y nuestras reacciones…. ¡Aghhh! Gemí pues claramente en mí, el aire huía de mis pulmones, escapándose entre jadeos cortos y continuados, cuando después de mantener prisionero entre mis dientes, el labio inferior de mi boca, la entreabría para poder aspirar necesariamente y evitar un quejido más audible para los allí presentes, incluido mi esposo. Pero Hugo no saltó de inmediato de un muslo al otro. ¡No!, Sencillamente se desplomó con boca, labios, lengua y hasta su nariz en la mitad de mi gruta abierta.

Recorrió sin prisa de arriba hacia abajo los bordes de mis pliegues, chupando de paso mi empinado clítoris brillante, rosado y usando su lengua como un cucurucho, se dio por enterado de aquel pedazo que mi vagina pugnaba por expulsar y mis músculos retenían con fuerza. Abrió Hugo aún más su boca, apoderándose por completo de la entrada; sus dientes pronto aprisionaron aquel pedazo de fruta y la sorbió, masticó y volvió a descender sobre los flujos que brotaban ya de mi abierto interior, mezclándolos con su saliva. ¡Bebió de ellos, calmando su sed y por supuesto acrecentando la mía! Segundos pasaron… ¿Un minuto o dos? Ni idea, lo que si recuerdo es que no me pude contener y enlacé su torso desnudo con mis piernas, en pasional cerrojo de requerido placer, atrayéndolo hacia mi empapada cavidad.

Y mi cadera se adelantó entre agitaciones ya entregada y sumisa para recibir de aquella boca mi mayor placer, mientras que los dedos de Martha, pellizcaban y jalaban hacia fuera, la carne endurecida de mis pezones. Ya casi me llegaba, reconocía las vibrantes ondas, ramalazos de urgido placer obtenidos desde tan niña; aquella corriente de electricidad recorriéndome las piernas, desde los muslos hacia arriba. Tremor carnal que me indicaba que estaba por llegarme mi deseado orgasmo, pero nos olvidamos de alguien, del otro comensal y este con sus palabras que percibí como justos reclamos, nos contuvo. ¡Apartando de mí la excitación!

—Creo que ya ha sido suficiente. ¿Pues qué carajos es lo que pasa? ¿Tanta demora? ¡Si quieren me visto y me voy! —Y es que escuchaba yo con bastante claridad, las desbocadas respiraciones en aquella sala, por supuesto no era una de ellas, la mía. Yo estaba en calma, pero imaginaba las de Martha, entrecortada la de su esposo y los gemidos por años tan conocidos por mí, de mi esposa.

No veía, pero si sentía y olía. Escuchaba y sin ver, yo sospechaba. Era obvio que Martha y Silvia habían tomado la decisión de embelesar a Hugo, hacerlo entrar en mayor confianza asegurándose de que fuera el ganador y eso no estaba tan mal. Sin embargo también yo me sentía incómodo, raro y mi disimulada angustia no parecía haber sido tomada en cuenta. Mi situación personal dejó en algún momento de la velada, de ser primordial para ellas dos.

—¡Alto, Hugo! Basta ya. Creo que es suficiente y Rodrigo tiene razón. Debemos escuchar tu respuesta y darle la oportunidad a él también. —Escuché a Martha hablar, un segundo después de que mi pulgar derecho empezara a introducirse por debajo de la tela que me evitaba ver. Ese comentario bastó y me detuve, apartando mi mano, permaneciendo a ciegas. Sin embargo si Hugo no fallaba en su respuesta, yo sería claramente el perdedor.

—Ehhh, ¡Miel y Banano! Un delicioso postre servido en el vientre y en medio de tu deliciosa vagina. ¡Ángel mío! —Y su deseado ser alado, que era también mi amor entregado, respondió en seguida, aún con su respiración entrecortada y mi corazón simulando un instrumento de percusión, empezó a golpear con mayor ritmo desde el interior mi pecho.

—Pufff… Si cariño, eso es correcto. ¡Ganaste! —Y de inmediato escuché de nuevo aplausos, risas de ellos tres y yo, retirándome aquel pedazo de tela negra de mis ojos, palmee el hombro de mi contrincante, en claro mensaje de mi aceptada derrota.

Dejé pasar unos momentos para que mis pupilas se acostumbraran de nuevo a la mediana claridad del salón. Y me puse en pie, ante la mirada asombrada de mi esposa que sentada sobre la mesa de mármol, seguía allí estática, cubriendo con su brazo derecho la desnudez de su pechos y el izquierdo sobre la rodilla de su pierna cruzada sobre la otra; las mejillas rojas como un par de tomates y pequeñas góticas brillantes de sudor en su frente, en las aletas de su hermosa nariz y claro está, del cuello hacia abajo, en el canalillo que se formaba por la compresión del antebrazo sobre sus senos.

Martha estaba ya al lado de su marido, sentada sobre el descansa brazos del sofá, retirándole el pañuelo azul con sus dorados arabescos, variadas formas de manchas rojas y anaranjados rombos equidistantes, que cubrieron su rostro. Y en la faz de Hugo apareció de nuevo aquella sonrisa de campeón.

Tomé del piso la lata abandonada y de un solo trago la vacié. Las cinco que permanecían unidas por el tirante plástico, se fueron conmigo de la mano hacia la mesa circular en el porche de aquel chalet. De allí cogí un cigarrillo y por el filtro lo estampé sobre el lateral de mi zippo plateado unas tres veces, para apisonar bien el tabaco y que su enrollado sabor fuera más penetrante, más condesado el humo azul para expulsar.

Silvia se acercó, el brazo derecho seguía allí en la misma posición pero la izquierda iba por delante ocultando del café de mis ojos, su depilado pubis. Temerosa me habló, más no con un… —¡Lo siento!–. Por el contrario a modo de trueque usó otra interrogante frase para quebrar el incómodo silencio. —¿Te encuentras bien?–.

—Sí mi amor, no te preocupes. Déjame fumar un momento y ya regreso para continuar con la función. —Pero se lo dije esquivando su mirada, observando el titilar de las estrellas en el firmamento, en algo veladas a mi vista por el danzante humo que brotó de mi boca, hasta que sentí en mi hombro el roce continuado de sus cabellos largos y ondulados. Me abrazó por la cintura y en mi brazo aprecié la redondez de su seno, aplastarse contra mí.

—¡Ya empezamos con esto mi vida! Ambos sabemos que tenemos que terminarlo. —Me dijo con suavidad y un pequeño beso me obsequió en el hombro. —¿Me das un poco de tu cigarrillo?–. Y entonces si me fijé en la expresión de su rostro y coloqué en el medio de sus labios, el amarillo filtro.

Hermosa carita de muñeca, ojos brillantes y pupilas dilatadas. Con las rosadas areolas henchidas y expandidas, los pezones aún empitonados y el rubor en sus mejillas, claros indicios de su excitación. Martha y Hugo abrazados nos observaban y me sentí de repente incómodo, como fuera de lugar. Cerré mis ojos, presión en mi pecho y el fuerte latido de mi corazón. Y recordé de pronto a Almudena y su frase premonitoria… —Rodrigo, tesoro… ¡Quieras o no, sucederá!–.

—¡Vamos dentro ya! —Le mencioné a Silvia, quien me entregó de nuevo el cigarrillo. Di una última calada y expulsé en descuidados remolinos el humo azulado. Luego lo dejé asfixiado, apagándolo contra el fondo del cenicero. Y después de un beso largo e intenso, la arropé en mis brazos mientras dábamos cortos pasos, cinco para ser exactos yo hacia adelante y Silvia de espaldas para atrás. La giré por el hombro y abrí con mis brazos los de mi mujer para dejarla allí de pie en frente de la pareja de anfitriones que ya la deseaban, estirando Martha y Hugo al tiempo sus brazos con las manos bien abiertas para recibirla.

Y me retiré en silencio con la cerveza nueva en mi mano, hasta hacerme un lugar en diagonal, sentado en el otro sillón. Silvia en medio de los dos me miró con algo de temor. Fue solo un destello fugaz, pues ya una cabellera larga y castaña se interpuso apropiándose tal vez de su boca y la mano velluda y pesada de Hugo encontró el muslo bronceado de mi mujer y de la rodilla fue instándola a abrirse para él.

Tembló mi pulso al levantar la lata de cerveza para pasar con un trago aquel momento de pasional entrega y cuando bebí y bajé de nuevo mi brazo derecho, vi el rostro de mi esposa con sus ojos cerrados y la boca entre abierta. Martha succionaba un pezón y la cabeza de Hugo inclinado de medio lado sobre el costado de Silvia, lamia y por el sonido que escuchaba, chupaba con ganas la vagina de mi amor.

Unos minutos bastaron para que en medio de un beso en la boca entre Martha y mi mujer, gimiera fuerte, elongara los músculos de sus piernas y obtuviera su primer orgasmo. Triunfante Hugo se hizo con su mojada boca del otro pecho de Silvia y luego compartió su sabor, en un beso con la serpenteante lengua de Martha. ¡Y ella me llamó! Silvia con su mano abierta y dedos extendidos, me invitó a acercarme ofreciéndome un espacio entre aquellos tres cuerpos, dos desnudos por completos y el de Hugo con medio culo por fuera de la blanca tela.

Era el momento que me temía, pero extrañamente me sentía en paz. Y fui. Martha se apartó, acomodándose por detrás de su esposo y terminó por bajar el bóxer de su esposo, dejándolo apartado a un lado, cerca del abandonado coctel. Una verga blanca, pubis bastante velludo como el azabache del amplio pecho y los brazos, surgió de la oscuridad. El glande brillante y casi amoratado fue besado, absorbido por la boca de Martha, humectando de saliva luego el tronco y mi esposa me besó, bloqueando aquella visión.

La mano derecha se introdujo bajo el caucho ancho de mi bóxer y se apropió de lo que siempre había sido tan suyo. El calor de la palma rodeó el contorno y ascendió. Bajó luego, volvió y subió. Y su pulgar hizo pequeños círculos sobre la abertura de la cabeza, humedeciendo el alrededor de mi glande con mi propio flujo y causándome bastante gratas sensaciones, espasmos que levantaban y producían mayor rigidez en mí ariete. Su boca y la mía tan juntas y separadas para respirar. Lamí su cuello y ella se dejó hacer, mientras a nuestro lado se producía el milagro de escuchar a Hugo quejarse de placer y en el momento indicado, llamarle ¡Amor! a su mujer. —Detente mi amor, que así me vas a hacer correr–.

Y se detuvo Martha, más Silvia abandonando mis labios de una media vuelta me abandonó, dejando la redondez de sus nalgas a mi merced, se apoderó sin permiso del miembro duro del ganador. Una velluda mano, que no era mía acarició todo su culo, rozando incluso con el dorso mi muslo y Martha de improviso, rodeando la maraña de pies y piernas extendidas, se echó encima de mí a horcajadas, y al oído muy bajo me dijo… —Por fin estaremos juntos mi noble caballero sin armadura–. Nos besamos con ganas, casi podría decirse que con algo de furia me absorbí su lengua, mordí su labio superior y empapé de saliva el alrededor de su boca.

Luego, mientras se escuchaban mezclados en el ambiente nuestros gemidos con los sonidos de lamidas y chupadas provenientes de la boca de mi esposa, Martha apretándose los senos con sus manos me ofreció gustosa aquel par de pezones rosados, endurecidos por el alto grado de excitación en ella, por mí, por toda aquella báquica velada. Los mamé, lamí y succioné, ensalivando la circunferencia de su areola y los finos dedos de mi preciosa madrileña, retiraron afanosamente la tela que persistía en cubrir la mitad de mi verga tiesa, necesitada de una ardiente guarida y por supuesto sintiendo cargados los testículos, frotando su disponible intimidad con esperanzas de sentirme dentro suyo, pero…

—No, preciosa, aún no puede ocurrir. —Le dije en medio de mis jadeos. —Este es tu momento, la oportunidad de recomponer tu error y remendar con hilos de morbo y sexo, la herida de haberte dejado ver de él, gozando tanto con aquel otro. ¡Anda mujer, disfrútalo mucho y cumple con tu deber! Martha… ¡Atrápalo otra vez!

La tomé por la cintura y con firmeza la deslicé hacia mi costado izquierdo, donde mi esposa ya no estaba. Al ponerme de pie la vi estirada por completo, cubriendo con todo su cuerpo el de su afortunado jefe, comiéndose uno al otro los labios, las mejillas y congestionados sus rostros, ondulando Silvia sus caderas hacia arriba y hacia abajo, seguramente sintiendo contra su vientre la desplegada virilidad de Hugo.

¡Sed! ¡Calor! ¡Olor a sexo! Mucho había acontecido y yo conteniendo mis ganas, por supuesto que estaba muy excitado, pero mi palabra era hacerme a un lado y observar como el triunfador se devoraba el premio ofrecido. Y me senté en el sillón, agaché mi cabeza, tomé la cerveza en su lata, tibia bebida que me esperaba. Ninguno de ellos se enteró de mi huida. Y escuché las palabras que sentenciaban algo por mí ya previsto… —¡No tengo condones!–. Mencionó Hugo y yo le respondí…

—¡Yo tampoco! No suelo utilizar cauchitos que me impidan sentir. ¡Piel con piel es mucho mejor! Cerré mis ojos y simplemente echando hacia atrás mi cabeza, bebí todo el contenido sin separar mis labios ni por un segundo, del perforado recipiente de aluminio.

Debía cumplir el pacto y me permití abrir los ojos para observar lo que acontecía alrededor, exactamente en diagonal a mí. Silvia se había recostado contra la esquina izquierda de aquel sofá de piel. Solo un almohadón se interponía entre su espalda y el reposa brazos… « ¡Perderás un poco al ofrecer, pero ganarás mucho al obtener! » El rostro sonriente de Almudena hablándome como en tecnicolor y la mirada de mi amor tan vivaz, fija seguramente en los brillantes iris grises de Hugo y los brazos de mi mujer abiertos en apacible espera, casi a 180 grados, tal cual sus piernas con los talones apoyados sobre el borde del sofá, obsequiando la agradable vista de un pubis exuberante, liso y desprovisto de vellos, de labios abultados por la sangre, haciéndolos a la vista más rosados y colmados de pura excitación, tan abiertos los pétalos de su flor después de ser chupados y estirados, abiertos por la boca de él, y ella dispuesta para sentirse «otra» mujer en brazos de su nuevo amante, a punto de ser perforada por el pene que la deseaba, y yo a cuatro o cinco pasos de distancia para detenerlo todo si quisiera o por el contrario, para empujarlo por las nalgas y que diera comienzo todo y calmara su obsesión. ¿La de Hugo o la de mi mujer?

Pude observar en su rosada abertura, el rociado brillo de la pasión fluyendo de su interior y el deseo de Silvia por sentirse arrebatada por el goce. Extraña esa sensación, recorriéndome la espalda desde la zona sacra hasta mis palpitantes sienes y... ¡Sudor frio! Lo inicial fue la consternación por la evidente y tan próxima penetración de la intimidad que creía tan mía. ¡Exclusiva!

¿Después que sentiría yo? ¿Dolor o alivio? ¿Un bálsamo de paz por el placer alcanzado de mi esposa a manos de otro hombre? No lo supe, ni lo quería asumir. Al ver como aquel falo blanquecino con la bolsa rosácea, pesada por los colgantes testículos, comenzaba el franco asedio al que fue mi exclusivo reino, me inquieté. Y después vestigios de… ¿Excitación? Sí, al escuchar con su característica sensualidad, la voz de Silvia pidiéndome que me acercara a ella, casi rogando por mi compañía antes de…

Con indecisos pasos llegué hasta hacerme de nuevo a su lado y Silvia, me agarró con fuerza la mano izquierda y en medio de un beso entre ella y él, me miró como con apremio y de su boca entre susurros dejó escapar de sus preciosos labios ya sin carmín, aquellas nunca imaginadas palabras…

—Mi amor, ya… ¡Ummm!… ¡Aghhh! Mmmm… ¡Siiiií! Lo siento intentando penetrarme. ¿Amor? ¿Quieres que lo deje? —Y yo no respondía en muda proximidad–. Mi vida déjame que me coja, que me piche ya… ¡Ufff!… Mi vida me está entrando… —¡Te amo mi vida! Eres tú mi amor–. Le respondí muy suave asimilando y mirando como con su cuerpo a mi lado, la sentía emanar sudoroso calor con tan cercana separación.

—¡Me lo está metiendooo!… Oughhh, tan despacio y ricooo. —Y sus ojos dejaron de mostrarme el brillo marrón, tras ocultarse detrás de sus parpados que se le cerraban por el gozo y la fuerza de su mano apretando la mía, la sentí ceder. —Te amo Rodrigo. ¡Te amo mucho mi vidaaa! –. Y se fue apagando su amorosa declaración, por una boca, la lengua y las caricias de aquel ganador.

Pulsaciones, palpitaciones y sus primeros gemidos. Batallaba mi sensación de perder al compartir. La fui soltando… ¡Liberándola de una puta vez! Era eso a lo que yo había consentido y no había marcha atrás. El placer concluyó por vencer mi cordura y mi razón dominó al sentimiento de haber perdido mi exclusividad. Jadeaba Silvia, Hugo transpiraba agitado con sus embestidas. ¿Y Martha?

Martha se encargó aferrada a dos manos de la cintura de su esposo, empujando, ayudando a la penetración tan constante. Besaba la espalda, los hombros y su lengua se perdía de mi vista, al recorrer el cuello y la oreja derecha de Hugo. Este volteo su rostro y busco algo de aliento, una bocanada de aire que recibió de la cálida boca de su esposa. El con su verga en la intimidad de mi mujer y reconciliándose a su vez con Martha, teniendo por fin bajo el peso de su pecho, las tetas oprimidas de mi mujer y la complicidad de su esposa para acrecentar la lujuria, desbaratando con aquel sexo consensuado… ¿Las intenciones de separarse de su mujer?

¿Dolió? Un poco sí. Pero la tirantez en mi pene, los latidos de mi corazón percibidas a lo largo de mi verga, claramente hablaban por mí. No fue mucho tiempo, Hugo no aguantó tanto ofrecido placer, y su sueño de acostarse con Silvia, haciéndola suya lo traicionó; terminó derramándose sobre el vientre de mi esposa. ¡Silvia no llegó a su clímax! Lo pude percibir, casi hasta sentir. Sin embargo respiraba agitada sin abrir sus ojos, sin dejar de acariciar con sus manos los costados de su nuevo amante y Martha con ánimo de no hacer sentir mal a su cansado pero apenado marido, se lanzó por aquellas esparcidas gotas de simiente para humectar sus labios y terminar de cabeza, metida entre las piernas de Silvia, poseyéndola con su lengua y vi, dos dedos que entraban y salían con suma facilidad. Logró lo que su esposo no consiguió. En pocos minutos mi amor, gimió, gritó y apretó con sus muslos el torso desnudo de la mujer que la llevó a su ansiado apogeo.

Me retiré con cautela de allí para destapar otra cerveza y beber. Serví otro par de piñas coladas, enfriándolas con algo de hielo picado; no hubo ganas ni tiempo para decorarlas, las rodajas de piñas quedaron allí apiladas en el pequeño plato. —¿Otro Manhattan Hugo?–. Le pregunté, con la intención de hacerle ver que yo estaba bien, que todos allí lo estábamos. Sonrisas por fin fluyeron en aquella sala, aunque al parecer el oxígeno escaseaba. Me acerqué a ellos como un buen camarero lo haría y en la bandeja de plata les llevé sus respectivos cocteles.

Recompuestos los tres en el sofá me agradecieron y yo salí al porche, en busca de un nuevo cigarrillo. Había soportado más o menos bien el primer ataque a mi masculina sensación de compartida propiedad y al momento llegó a mi lado mi mujer, limpiándose el pubis y su vientre con un pañito húmedo. —¿Estás bien mi amor? ¿Cómo te encuentras?–. Me dijo preocupada, abrazándose con algo de vergüenza en su rostro de mujer… ¡Para nada infiel!

—Sí mi amor, mientras tu estés feliz, yo me encontraré bien. Y la besé en la frente. Su boca buscó la mía pero se encontró de pronto con mi lata de cerveza. —Un trago primero para que sacies tu sed–. Le dije yo. Después de que ella bebió un trago, con algo de espuma en la comisura de su labio inferior, si la besé.

Consumido el tabaco y casi por completo mi bebida, de nuevo ingresamos a la sala. Separé a Silvia de mi abrazo y mientras mi mujer tomaba su sitio en medio de los tres, yo de pie estiré mi brazo y con el dedo índice señalé a Martha y le dije con claridad…

—Bueno preciosa, ahora ha llegado el momento de que me entregues el premio de consolación. ¡Ven conmigo! —Y Martha sonriente se puso en pie y sus pechos redondos y brillantes, se bambolearon como un par de pudines dispuestos a ser probados por mí.

—¡Hagámonos por acá, preciosa! —Le dije yo, acomodando el sillón y apartando de asiento el cojín. —Ofrece tu espalda a nuestra respetable audiencia y pon tus manos sobre el espaldar. Así muy bien. Y ahora preciosa, ve preparándome el terreno, usa como tú sabes tus dedos y mastúrbate un momento.

—Pero Rodrigo. Precioso yo no… ¡No puedo, me da pena!–. Me respondió.

—Un pacto es un pacto. ¿O no Hugo? —Y un tanto cariacontecido, él respondió que era lo justo, mientras mi esposa meneaba con poco éxito, su flácida verga y acariciaba sus pelotas con su otra mano.

—Entonces mi querida Martha, no te puedes negar. ¡Hazlo ya! —Le ordené en un tono autoritario. Y ella con sus piernas abiertas y sus nalgas como esplendido panorama para los que estábamos detrás, tocó su rajita con sus dedos, rozando tímidamente su rosada abertura y dio inicio con vergüenza, a la búsqueda de su propio placer.

—Creo que necesitas un poco de ayuda, algo más de estimulación. —Entonces llamé a mi esposa–. Silvia, ven mi amor y ayuda a Martha, por favor enciéndela como tu italiana lo realizó contigo, ven y ubícate aquí. De rodillas mi vida y chupa bien toda su vulva.

—¡No! Así no, mi amor. De espaldas a ella tú también y reposa tu nuca en el cojín. —Le ordené.

Y Silvia como una fiel sumisa me hizo caso, acomodando su cabeza de manera que su boca y lengua quedaran debajo de la vagina de Martha y luego empezara a tirar con sus dientes, de los labios menores que se extendían fuera como delicadas y suaves corolas de aquél tulipán, pero que en sus crestas yo, podía apreciar un morado color.

—Hugo, no te quedes solo ahí. ¿Quieres ayudarme tú también? Ven acá y prueba este arrugado y virgen agujerito de tu mujer. Ensalívalo bien para mí por favor. —Martha dio un respingo, no supe nunca si fue al escuchar mis palabras o por el esfuerzo incesante de sus dedos friccionando su clítoris o por la boca de mi esposa, horadando con su lengua aquel delicioso interior.

Y sin rechistar, –aquel triunfador ya vencido– me hizo caso postrando su rostro en el medio de las blancas y tersas nalgas de su reconquistado amor, apartando con sus manos las carnes blancas, para besar y lamer, donde le indiqué yo.

—Espérenme aquí un minuto mientras busco algo en la cocina. —Y dando un largo sorbo a mi cerveza, dejé la lata sin líquido en su interior, reposando sobre el gris mesón, busqué en los anaqueles algo que me sirviera para lubricar.

¿Aceite de cocina? ¡Podría ser! Mejor aceite de oliva, que decían que servía contra la hipertensión arterial, pero acaso… ¿Marta sufría de aquel malestar? Ni idea. Hasta que vi refundido entre varios frascos, el empaque del gel de aloe vera que sabía yo muy bien de su lubricante poder analgésico y lo tomé.

—¿Cómo vamos con la tarea? Les pregunté a los tres y de Martha solo obtuve por respuesta un prolongado gemido y el apretar de sus dedos sobre el borde del espaldar. De Silvia su rostro feliz, y alrededor de su boca embadurnada de flujos y saliva, una sonrisa de complicidad y picardía. Y de Hugo un… —Creo que ya está bien–. Y tras decirme eso, él me cedió su lugar.

Derramé sobre mis dedos, abundante liquido de aquel ingrediente natural, lubriqué con mi pulgar su oscurecido agujerito y luego introduje con suavidad mi dedo índice, una vez dentro Martha lo apretó. Mi otra mano bajo su cadera izquierda ejerciendo presión hacia arriba, luego dos dedos pude introducir y frotar sus paredes, entre algún ¡Ayyy! de dolor y un gemido más placentero, ella se acostumbró y colaboró echando su culo hacia atrás.

Con mi verga humectada y lubricada, mi glande apoyado ya sobre su lubricado orificio y a punto de comenzar, le dije a mi esposa…

—Silvia, llévate a Hugo a otro lugar por favor–. Y dándome un beso en la boca, le tomó de la mano pero sorpresivamente Hugo se opuso.

—¡No Mi ángel! Debo estar aquí y verlo. —Y dándome una palmada por aprecio y rendición en mi hombro, terminó él por decir… —¡Es que necesito aprender a hacer gozar a mi mujer!–. Y permaneció abrazado a su ángel, que era mi también mi amor.

Martha con un pequeño esfuerzo se empinó y parte de mi pene la penetró, quietos los dos por un momento, disfrutando de su estrechez, dándole a ella tiempo para asimilar en su mente y en su cuerpo lo que yo sin pedir, el destino me ofreció. Ella pronunciando un extendido ¡Aghhhh! y yo trenzando su melena con mi mano, finalmente le pregunté…

—¿Cómo te sientes preciosa? —Y la mano blanca de dedos largos y finos con su alianza matrimonial destellando brillos dorados, se posó sobre mi vientre y a continuación de un gemido, me dijo…

—Sigue precioso, que estoy muy bien. —Y proseguí con lentitud sintiendo ensanchar su interior y a la vez, latir las venas de mi verga, bombeando con fuerza mi corazón y Martha con su cadera adelantada por segundos, atrasada instantes después, en un rítmico movimiento me encendió y empujé un poco más.

Un ahogado gemido y alguna frase que no entendí escaparon de su boca. —¿Qué dijiste preciosa?–. Pero Martha con su boca abierta no me pudo responder y fue mi esposa la que me dijo… —¡Que quiere que se lo metas ya! Todo completo, mi amor–. Y terminé por jalarla del cabello y penetrarla lo que faltaba.

Y me uní a su agitado movimiento, con su esposo a nuestro lado observando sin perder detalle y Silvia acariciando la espalda sudorosa de una Martha ya sometida. Yo con mi boca entrecerrada, apretando dientes y abriéndola posteriormente, tan urgido de oxígeno, resbalándose mi falo ya sin esfuerzo, en aquella virginal cavidad y gruesa gotas de sudor bajando por mi cuello.

Gemidos, jadeos, un… «¡Jueputa!, que apretadita estas» de mi parte y un mordisco de mi boca a un lado de su cuello, hasta que un —Ya me viene. ¡Ufff! Qué deliciaa… ¡Aughhh!— y que escuchamos todos allí con claridad proveniente de Martha, me hizo acelerar los embates y yo también me vine dentro del culo de aquella hermosa mujer.

Al cabo de unos minutos de recuperación, la besó Hugo en la boca con mucha pasión y yo galante, la tomé de la cintura, levantándola del sillón por mis brazos, diciéndole que me indicara el camino hacia su baño para darnos una ducha y asearnos. Mi esposa y Hugo se quedaron atrás en encubridor silencio y ya con mi preciosa madrileña de frente y su caballero desnudo y sin armaduras, nos ubicamos dentro de la cabina, me ví descargando con suavidad los pies de Martha sobre las blancas baldosas, abrí el grifo y de la regadera un amplio chorro de agua… ¿Nos enfrió? ¡No! ¿Nos besamos? ¡Sí! ¿Lo volvimos a hacer allí también de pie? ¡Por supuesto! Mientras decía Martha con su delicada voz, siendo penetrada por mi mástil endurecido, que nos agradecía a los dos y a mí en especial, que me quería. —Yo a ti también. ¡Un lugar en mi corazón te has ganado! Madrileña preciosa–. Le respondí.

Cuando salimos los dos del baño aún sin secarnos a pesar de tener la toalla en las manos, Silvia cabalgaba sobre Hugo, dándole la espalda, ofreciéndonos la visión de su abierta vagina, incrustándose por completo aquel blanquecino miembro y las velludas manos de su jefe, estrujaban con deseo el par de senos. Martha me miró, sonrió y me guiñó un ojo. Se adelantó hasta el borde de la cama y observó de cerca la profunda penetración. Mi esposa cegada por las sensaciones no se dio cuenta hasta que sintió sobre su clítoris la llegada intempestiva de una lengua sedienta, que le devolvía los favores. Hugo se contuvo más, mucho más de lo pensado, tanto que Silvia sudorosa, comprendió que debía dar la oportunidad a Martha de yacer junto a su amado esposo.

Su cuerpo brillando por el sudor se apartó del que era ahora en aquella alba mañana, ya no solamente su jefe, también su amigo y su nuevo amante, para acercarse de manera sexy y plena, al hombre que amándola tanto, la esperaba con los brazos abiertos bajo el umbral de aquel baño. Y ella, mi Silvia, entró cogiéndome por la cintura, arrastrándome al interior. ¿Otro baño? ¡Claro! ¿Por qué no también con mi amor?

Mientras refregaba su espalda, las piernas y sus nalgas, –con esmerado amor– a aquella mujer que sentía tan mía a pesar de ya ser tan compartida, acariciando con ternura los senos enrojecidos, besando suavemente las amoratadas marcas en su cuello, todo su cuerpo adorado por mis manos embadurnadas de líquido jabón, pensaba en las escenas vividas, tan presagiadas por mi amiga y cliente, la liberal Almudena.

¿Ahora era mi esposa y yo, Martha y Hugo como ella? No lo pude concebir, no lo quise admitir. Solo deseaba que lo nuestro no terminara como ella acabó con su matrimonio…

…—Ofrecer libertad, agregando unos dos o tres eslabones a la cadena social que los une, atándolos tan visibles ante los demás. Desmembrando con boca y lengua, manos y dedos agitándose, en tantos cuerpos como quieras y desees mi querido Rocky. Explorando otros cuerpos, y recibiendo el beneplácito de un placer buscado en tu interior al amar y compartir lo que tanto aprecias.

Pero yo pensaba un poco diferente, de seguro Silvia también. Con la samaritana sensación de haber brindado cariño, seguridad y confianza a pesar de las arraigadas pautas morales que no nos permitían entregarnos hacia los demás. Transgredir las normas instauradas en nuestra psique, sin someter al escrutinio familiar o público, la libertad del amor sobre la acostumbrada razón; ahora la época era otra y en nuestras fronteras se acababan de levantar las barreras que nos impedían amarnos con libertad, desobedeciendo leyes sociales, maritales pero nunca jamás, las afectivas. Liberar cuerpo y mente, tan habitualmente educados dentro de una falsa «normalidad».

Llegó mi amor a besar mi rostro, entre remolinos aromatizados de sus cabellos, blandiendo como espada su bonita sonrisa, para cortar de tajo mis pensamientos y apartando el escudo de la desconfianza con su juvenil y amoroso atrevimiento. Me besó como si no hubiéramos nunca cruzado la línea roja, comenzando a vivirnos y a ser disfrutados. Su boca y los labios, la lengua y el sabor de su húmeda saliva, todo me supo a nuevo en aquel amanecer. El agua caía en brillantes torrentes por su espalda y se aposaba precipitada por su costado, hasta rebosarse en el espacio ahuecado que formaba mi antebrazo afirmado a la suave piel de su cintura. Mi miembro reaccionó de inmediato y Silvia solo se dio vuelta y me dijo… —Quiero que me estrenes esta otra parte de mí, que me atemorizaba ofrecer y nunca te entregué, este culito lo guardé para ti. ¡Tómame mi amor! Y házmelo como se lo hiciste a ella–.

En aquel baño ajeno rozaron mis dedos lo que antes era tan prohibido y tan alcanzable a su vez. La cálida suavidad de su interior, la estrechez virginal de mi vida y los dos tan unidos, rompiendo prejuicios y de paso nuestra moral compostura; por supuesto la tan requerida y acostumbrada fidelidad de no presionar a Silvia, si ella no quería… «Porque en el dolor, también hallarás la cúspide de un clímax que después no querrás abandonar». —Y fue mi amor, completamente mía–.

—Vamos a entregarnos de a pocos y amarnos bastante, aunque estando tu y yo entre multitudes, a la distancia siempre, siempre... ¡Nos reconozcamos! —Le dije yo y la besé mientras secaba su cuerpo y ella el mío con la otra esquina de la misma toalla blanca.

—Todos aquí hemos sido víctimas de las consecuencias. Y a pesar de todo mi amor… Los cuatro tan causantes de un renovado placer. ¿Y el amor? ¿Me amas aún? Porque yo mi vida… ¡Siento que te adoro más! —Me respondió antes de abandonar el baño.

Y lo que estaba escrito y tan visual ante el mundo, en medio de los dos por tantos años, ese «Tú y yo» se marchó, dando paso a un «Nosotros». Y nos fuimos a la sala en puntas de pies para no perturbar, dejándolos allí durmiendo abrazados, muy serenos. Martha se veía hermosa, abarcando con su brazo izquierdo el velludo y ancho tórax del hombre que compartía sus días y Hugo roncando boca arriba, respirando ya sosegado después de batallar sexual y mentalmente para superar aquella dura prueba.

Ya listos para marchar me acerqué hasta la mesa de mármol, indecente la superficie con restos de los postres, las piñas coladas a medio consumir, los dos vasos de Manhattan a los costados del blanco sofá de piel y en el suelo cerca del sillón, las latas usadas que yo me bebí.

Allí sobre ella, posé como ofrenda de agradecimiento, la caja nueva de condones sin usar que mantuve oculta en la velada. ¡Si iba a ser todo, pues que fuera completo!

—¡Te amo mucho, vida mía! —Me dijo Silvia asegurándose el cinturón en la silla del copiloto–. ¡Y yo te adoro hasta el infinito y mucho más! —Le respondí inmediatamente, sonriéndome y acariciando su mejilla.

—Eres y serás por siempre mi preciosa Emmanuelle. Pero mi amor, mañana iremos temprano al salón de estética para oscurecer tu cabello. —Le comenté con seriedad.

—¿Por qué mi vida? ¿No me veo bien así?–. Me preguntó angustiada. Y yo le respondí…

—¡Te lo cambiaste para él, Silvia! Y acabamos de dar los pasos de lo que aquella noche no sucedió. Ahora quiero verte como eras antes mi vida, con el color castaño del cual me enamoré.

Y la besé con ternura, un beso corto y esperanzado en ser siempre yo para mi amor, su imperecedero amor. Recogimos a nuestros hijos y ya en nuestro hogar, acompañados por la inoportuna visita, compartiendo como antes, ella con su madre en la cocina, Alfonso y yo distrayendo a los pequeños, nos buscábamos constantemente con la mirada. Aún no habíamos hablado nada sobre lo sucedido en aquel chalet, hasta que su teléfono vibró y sonó. El mío casi al tiempo por igual. Me mostró la pantalla de su teléfono y era Hugo que solicitaba una videollamada y en la de mi móvil, alguien que figuraba como siempre permaneció… ¡Número desconocido! Pero los dos sabiendo perfectamente quien me llamaba.

Juntos abrazados, salimos al balcón de nuestro piso y ella a mi lado deslizó su huella para aceptar el video. Yo hice lo mismo y saludé con cariño a Martha. Ellos al igual que nosotros estaban reunidos en el amplio jardín de su hogar, él con una bata de baño gruesa y ella cubierta tan solo con una camiseta holgada de los «Lakers» a su lado, tan feliz ella y visiblemente emocionado él; con la timidez ya apartada y con ganas de saber cómo nos encontrábamos Silvia y yo después de aquella erótica velada. Una invitación a almorzar que tuvimos que rechazar por estar en casa mí querida suegra y su esposo, pero que sin dudarlo, dejaríamos apartada alguna mesa y unas cervezas en un desconocido bar, de pronto para complementar, una amplia cama para algunos días después.

Y hablando de días… Ocho días después, más exactamente un viernes, abrí con cuidado la puerta de nuestro piso, acompañado por mi rubia tentación. Silvia muy bien arreglada como si fuésemos a salir a festejar por ahí y feliz por nuestra llegada, ya que previamente lo habíamos acordado y esa noche si nos esperaba. La nerviosa era la rubia, la castaña permanecía serena. El domingo próximo seria la boda. Había prometido Paola un regreso después de entregar junto a mí, su regalo a mi esposa y yo lo anticipé. Y por supuesto que un obsequio se paga también con otro y esa era Silvia, que deseaba estar con mi rubia compañera y junto a mí, devolverle con ganas y la experiencia ya obtenida en Turín y en aquel chalet, una cálida y sexual despedida de soltera.

—Y esa es nuestra historia mi apreciado Thomas, lo que ocurrió para estar ahora aquí disfrutando de este ardiente sol, de las playas tan maravillosas y de la grata compañía de esta preciosa madrileña. —Y Martha abrazándome con mayor fortaleza, me besó con ansías y sin remordimientos delante de nuestro teutón anfitrión, recostados sobre una amplia colchoneta a rayas azules y blancas, en la cubierta superior de popa del lujoso yate alquilado y que anclado en el puerto esperaba por los demás para irnos a una playa escondida por Puerto Plata, durante tres días y sus dos noches, anclados en altamar.

—¿Y dónde están sus parejas? —Me preguntó Thomas intrigado por la tardanza. —¡Ahh! Pues Silvia y Hugo se fueron a dar una caminata en compañía de la Mechas y su esposo, ya que deseaba darles un pequeño recorrido por playa Bávaro. Pero ya están tardando demasiado. ¿Los llamamos precioso mío? —Me preguntó inquieta Martha y yo levanté del piso de aquella embarcación mi teléfono, que permanecía en silencio sobre mis blancos shorts adquiridos en un local chino, para marcarle al de mi esposa, cuando ya puesto en pie, Thomas agitó su brazo en el aire y era su efusivo saludo para aquel cuarteto de bronceados turistas que ya se acercaban por la pasarela flotante de madera, unos metros más allá. Hugo tomando de la mano a Silvia que venía preciosa con su bikini negro y el pareo translucido ceñido a sus caderas, ondeando por la brisa, acompañados por la mujer de Thomas y obviamente por su «oficial» marido.

Le ayudé a mi preciosa esposa a subir a bordo y una vez puestos sus pies sobre la cubierta, Silvia me abrazó; nos besamos y me pidió que nunca le soltara de la mano. Su miedo al agua aún no lo superaba y el ir y venir de babor a estribor, tampoco ayudaba a apaciguar su temor. Solo yo a su lado y al nuestro, ellos dos.

… Dos años y unos meses después, una mujer que no reconocí, se acercó a mi escritorio y tan solo al responderle afirmativamente que yo era a quien buscaba, me entregó en una bolsita de regalo, tres bombones de chocolate envueltos en un dorado papel, de los mismos que solía yo regalar a mis clientes cuando los visitaba. Había dejado esa dulce costumbre hacia muchos meses ya. Dentro del bonito empaque, una nota con una letra conocida y aquella dirección desconocida. Era un jueves creo, a comienzo de abril cuando a medio día, papel en mano, caminando despacio y al girar en una calle encontré la dirección indicada. Bonita la casa de dos niveles, techos empinados a dos aguas y una amplia fachada revestida de ladrillos naranjas y brillantes por el barniz. Barrotes blancos resguardando de ladrones las ventanas. En una de ellas, en el segundo piso un fugaz movimiento de un velo blanco.

—¡Anda nene! Sigue que estás en tu casa!–. Escuché con alegría aquella voz tan familiar. —Empuja la puerta que la dejé entreabierta… ¡Y ajá! No te quedes ahí fuera Rolito precioso–. Y con un leve empujón, abrí el ocre portón, para encontrarme con un pequeño recibidor y un gran espejo adosado a la frontal pared. Una amplia sala bajando un nivel, decoradas con festones las paredes color marfil, globos y tiras de colores pendiendo del anguloso techo de listones de madera lacada y en frente mío, una hermosa pequeña rubia, diminuta versión de aquella querida tentación, que se me quedó mirando fijamente, sin temor pero callada.

Dorados sus cabellos, con sedosos rizos que le caían con mucha gracia por el frente de su carita sorprendida y de un verde intenso le brillaban sus ojitos, iguales a los esmeraldas de su madre, sin embargo la forma y el color de sus cejas y pestañas, eran muy diferentes. Por saludo le obsequié mi sonrisa, arrodillándome en frente de la pequeña niña, tomé del bolsillo de mi chaqueta de paño, un pequeño dulce por presente que tenía forma de cono, envuelto en un brillante papel aluminizado. La rubia miniatura no lo quiso recibir y asustada, salió corriendo en busca de su protectora madre que se encontraba en la cocina, gritando dos veces... — ¡Mamá, mamá! —

Casi que enseguida, por la puerta a mi espalda sale mi rubia tentación, carente de maquillaje y su melena dorada que en tantas ocasiones tan bien peinada la mantenía, sin embargo esa tarde la tenía trenzada y apartada hacia un costado, cayendo por delante de su pecho. Con la niña en brazos, la sonrisa fresca de siempre y que nunca olvidaré, me estampó un delicado beso en la mejilla, a modo de bienvenida.

Raro sentimiento ese de un reencuentro entre dos personas que tanto cariño se entregaron. La blanca mano de Paola, se hizo con el bombón que le había ofrecido a su hija y se lo entregó. Por fin la chiquilla lo acepta y me sonríe con su infantil timidez. ¡Hermosa y sonrosada! ¡Pequeña y vivaz! Obviamente después de algunos minutos por fin entra en confianza conmigo.

—¡Agatha! Da las gracias a mi amigo. Se llama Rodrigo pero para las dos, le llamaremos como a él más le gusta. ¡Rocky!... ¿Roti? —Y la criatura por fin se dejó alzar en mis brazos. —¡Y ajá Cachaco precioso! Sostenla un poco mientras le preparo su biberón. Anda no te quedes ahí, me dice reclamando mi atención. ¡Acompáñame!–. Me ordenó Paola, dándose de nuevo la vuelta para dirigirse al fondo de la cocina

Ya junto al mesón del fregadero, sosteniendo el leve peso de Agatha en mis brazos, observé su angosta espalda y las caderas anchas, el largo de sus piernas y los pies calzados simplemente por unas sandalias abiertas del color de la arena y de tacón muy bajo. El vestuario de mi rubia tentación no era el que yo me imaginaba, hermosa aún pero ya con su porte de una habitual ama de casa. Paola se dio la vuelta y me miró con la seriedad en su rostro de Barbie, dándome a entender que sucedía algo más de lo cual no estaba enterado.

Con el biberón batiéndolo de arriba abajo y de un lado para el otro, intentando enfriarlo en su mano, se me acercó para tomar en sus brazos a la pequeña doble suya. — ¡Es muy hermosa, igualita a ti! –. Le dije con sinceridad. Paola un poco entristecida y pálidas sus nacaradas mejillas, bajó levemente su cabeza y entornando el verde esmeralda de sus ojos, me dijo con mucha suavidad, justo en mí oído derecho, rozándolo levemente con sus carnosos y rosados labios, como para que Agatha no se enterara… ¡Es tu hija Rocky! Pero rolito hermoso… ¡Tú nunca podrás ser su padre! Y dos o tres lágrimas empezaron un recorrido desde sus párpados, bajando por sus ojeras y alcanzando sus pómulos, hasta que las detuve antes de que cayeran, con mi dedo índice estorbando su camino hacia las mejillas, mientras mi corazón latía perturbado.

—Espérame aquí Rocky, mientras se la entregó a Carlos que la espera arriba y se encargará de cuidarla un rato. ¡Tan solo tendremos tres horas! «Rolito» precioso, para que me obsequies otro regalo antes de qué regrese a esta casa, mi suegra.

Esta es la historia de un comienzo de libertad consensuada, de las «Nuevas Sensaciones» obtenidas por una pareja que algunas veces separados, siempre permanecieron unidos por «lo tuyo es mío» y «lo mío todo de ti». Tan pendientes ambos del bienestar y del placer del otro, durante muchos, muchos años, hasta que un día sin pensarlo, todo aquello terminó.

«El pasado es lo que recuerdas, lo que imaginas recordar.

Lo que te convences en recordar o lo que pretendes recordar»

-. Harold Pinter.

— ¿Es el fin? —

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Bogotá – Colombia.

Julio 20 del 2021

(9,50)