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Eso fue ayer
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Tiempo de lectura: 12 minutos

La mirada de sorpresa que puso cuando le confesé que ansiaba tener sexo con ella; la reacción que mostró, casi, casi como si la hubiera desnudado con mis palabras, me resultó tan estimulante que sentí aún más deseos de hacerla mía.

Esa mujer me traía loco, el solo ver sus hermosas mejillas sonrojarse me despertaron una notable erección. Y se lo hice saber.

—Sí, como lo oyes, me traes loco, Sofía, no lo puedo ocultar más. El solo verte, escucharte, sentir tu presencia, me ponen cachondo, te lo juro. Y sé que a ti te pasa lo mismo al tenerme cerca, lo sé por tu mirada.

Ella, por supuesto, lo negó (pero dado que eso fue ayer, hoy puedo confirmar que mentía).

Hizo amago de retirarse, de huir de la tentación, pero la retuve del brazo. Ella no se esforzó por soltarse y me sostuvo la mirada, expectante.

Pronto darían las 8. Ella había terminado de acomodar los últimos libros, por fin había completado su turno de ese lunes agotador. Y a mí me tocaba cerrar la librería. Solo quedábamos los dos.

—Lo deseas, Sofía, también deseas estar conmigo, no digas que no. ¿Qué te detiene?

Ella tiró del brazo para liberarse y, cuando lo consiguió, me mostró su mano donde resplandecía un pequeño anillo:

—Casada. 17 años. 2 hijos. Buenas noches, Sebastián. —Tomó su cartera del estante trasero y avanzó hacia la salida.

—Pero no eres feliz —dije sin más. Ella se detuvo en seco y clavó sus feroces ojos negros en mí—. No digo que yo cambiaré eso, pero al menos te propongo que tanto tú como yo nos olvidemos de esta maldita infelicidad por unos instantes. Nos lo merecemos.

Sofía pareció dudar, como si realmente estuviera contemplando la posibilidad. Aquel gesto hizo que mi corazón palpitara aún más aprisa. Así que di un paso hacia ella…

—Lo estás pensando, lo quieres, lo necesitas. Y yo necesito de ti. ¿Por qué negarnos el uno al otro? ¿Por qué?

—Te creí un hombre inteligente, Sebastián —contestó ella cruzándose de brazos—. Si crees que destruiré todo lo que he construido por un momento de debilidad, estás muy equivocado.

Avancé un poco más hacia ella, di un segundo, un tercer paso…

—No se puede romper lo que ya está roto. Por favor, quédate. Lo deseas y lo sabes. Déjame cerrar y… y… ¡lo hacemos! ¡Mierda!, ansío tanto tu cuerpo, Sofía, no sabes cuánto.

No sé si quiso reír, llorar, gritar o qué, ella se limitó a girar la cabeza; al darme la espalda, el delicioso olor de su cabello me acarició el olfato, y al observar la silueta bien formada de su cuerpo, aumentó aún más mi deseo por poseerla. Dolía.

—Me esperan en casa —dijo—. No importan las circunstancias. Me voy. Nada me hará cambiar de opinión.

El excitante sonido de sus tacones repiqueteando contra el suelo inundó el local. Se detuvo en la entrada y repitió:

—Buenas noches, Sebastián.

—Adiós, Sofía. Descansa.

Detecté otro movimiento vacilante, estoy seguro de que quería decir algo más, pero calló. Luego abrió la puerta de cristal y se marchó.

Creí haber perdido la oportunidad, creí haber arruinado el compañerismo y amistad que mantenía con Sofía hacía poco más de cuatro meses.

Cuando entré a trabajar a la librería, ella rápidamente ocupó espacio en mi corazón, siempre simpática, atenta y afectuosa. Siempre dispuesta a darme una mano cuando la necesitaba.

Aprendí mucho de ella, no solo laboralmente, también de su vida: nos volvimos confidentes. Ella me hablaba de sus problemas en casa, yo de los míos (o de la falta de ellos, pues no tenía a nadie).

—Soy viudo —le dije una vez—. Se fue hace 8 años, y aquí estoy, todavía intentando olvidar.

Ella puso unos ojos tan amorosos que sentí ganas de besarla. Me tomó de las manos, las acarició dulcemente y me dijo:

—Admiro el amor que aún sientes por tu mujer. Ese sí que es un amor verdadero. Espero que encuentres la felicidad con alguien más, Sebastián, lo mereces más que nadie.

—¿Y tú? —contesté—. También mereces ser feliz.

Me soltó las manos y con un gesto despreocupado dijo:

—Ah, ya se arreglarán las cosas, no te preocupes.

Por supuesto, las cosas no se arreglaron, y era posible que nunca lo hicieran. Después de todo, un esposo alcohólico y desempleado no era el complemento ideal para un matrimonio feliz.

La rabia y la frustración me carcomieron por los siguientes veinte minutos, pero la cosa cambió cuando al llegar al estacionamiento… ¡ahí estaba ella!

Me esperaba, apoyada en el capó de mi auto.

—So… Sofía, ¿pero qué…?

—No digas nada. Solo abre.

Y abrí, claro que sí. Cuando entró al auto, se abrochó el cinturón y se acomodó el chalequito azul, jugaba con el cierre, dudando si subirlo o bajarlo. Finalmente lo subió.

Al acomodarme en el asiento del conductor, mis ojos buscaron inevitablemente sus preciosos muslos, y ahí noté cómo sus manos se frotaban incesantes sobre la tela del jean.

—¿En qué piensas? —pregunté.

Ella no contestó. Mantenía la vista al frente. Estiré un brazo y alcancé su mano izquierda, la tomé y entrelazamos los dedos.

—Está bien, Sofía. No hay…

—No. No está bien. Bajo ningún punto de vista está bien. Mentí, Sebastián, mentí: mandé un mensaje a casa diciendo que tenía que recoger unos paquetes urgentes en la otra sucursal. —Posó sus ojos en los míos—. No sé qué estoy haciendo. ¿Por qué me lo dijiste?, ¿por qué hoy?

Dudé en contestar, pero lo hice:

—Porque te oí llorar… por la tarde, en la bodega. No sabes lo mucho que deseé consolarte, abrazarte y decirte que todo estaría bien. Pero había clientes que atender, y no encontré mejor momento que hace un momento.

Ella soltó mi mano.

—De modo que me tienes lástima. Es eso.

—No, claro que no. Te tengo ganas, muchísimas ganas. Eso sí que tengo.

Sofía esbozó una sonrisa y soltó una carcajada.

—¡Pero es una locura! Soy una mujer casada, entiéndelo.

—Como yo lo veo, una locura es soportar lo que soportas a diario. ¿Acaso alguien como tú no merece ser feliz?, ¿no mereces algo de… amor?

Ella agitó la cabeza y me miró fijamente a los ojos. Esos profundos ojos negros que yo tanto adoraba estaban cargados de miedo, pero también de deseo.

—No debemos —susurró y me acarició la nuca con su mano izquierda. Aquello hizo que se me erizaran todos los vellos del cuerpo. Yo acaricié su mejilla, me incliné hacia ella y la besé.

Sofía me recibió, entreabrió sus sensuales labios rojos, y nos fundimos en un beso dulce, húmedo y apasionado. La deseaba más que nunca y se lo quise demostrar al meter mi lengua en su boca, hasta que ella me apartó.

—Vamos, conduce. Llévame contigo, antes de que cambie de opinión.

Arranqué el auto y conduje hacia mi casa. Mientras lo hacía, no perdía oportunidad de acariciar sus muslos. Ella sonreía tímidamente.

Llevé mi mano a su seno izquierdo y lo empecé a acariciar por encima de la ropa, apreté un poco, sentía su turgencia, tenía unos pechos pequeños, ligeramente caídos, bien definidos.

Bajó el cierre de su chalequito, tomó mi mano y la guio dentro. Yo acaricié el borde de su blusa e introduje los dedos hasta sentir la calidez de sus pechos por encima del sostén.

Eso fue ayer, pero ahora recordando ese momento, me estoy tocando como lo hizo ella cuando buscó mi entrepierna para sentir mi virilidad.

Abrí la boca para decir algo, pero ella me calló con un «shhh» delicado, sensual.

Movía su mano acariciando el bulto sobre mi pantalón, lo hacía lento, lento… Luego buscó el botón superior, lo desabrochó y deslizó el cierre. Se mordió el labio inferior, aquello me impulsó a meter mi mano dentro de su sostén y apreté su seno con fuerza, podía sentir la dureza de su pezón.

Mientras tanto, ella introdujo su mano y acarició mi miembro por encima del bóxer.

Al detenernos en un semáforo, comentó:

—Estás duro. Me gusta.

Sofía se liberó del cinturón y se acercó para besarme, a la vez que metió la mano para sacar mi pene. Mientras me besaba, me empezó a masturbar.

La luz cambió a verde, alguien hizo sonar la bocina.

Sofía se retiró, reanudé la marcha del vehículo, y ella también la de su mano. Subía y bajaba por mi pene con diligencia. Me encantaba, esa mujer me encantaba. Entonces se detuvo, devolvió mi miembro a su lugar y reclinó su cuerpo contra el mío.

—Waoh, Sofía, eres…

—Shhh. Disfrutemos del silencio, ¿sí?

Durante el resto del viaje no hablamos. Diez minutos después llegamos a mi casa. Cuando estacioné el auto ella dijo:

—Solo será esta vez. Y se acabó. ¿De acuerdo?

No contesté, esquivé su mirada y salí del auto. Ella hizo lo propio, pero volvió a repetir:

—Sebastián, solo será esta vez, ¿me entiendes?

Abrí la puerta de la casa, y en la entrada dije:

—No saques conclusiones, Sofía. Aún no.

Ella no dijo más. Encendí las luces y la dejé entrar. Tras cerrar la puerta la abracé como tantas veces había fantaseado hacerlo, y nos besamos como dos locos sedientos, buscando humedad en la boca del otro.

La agarré por las piernas y la cargué, soltó un gritito de sorpresa y la volví a besar. La llevé hasta la habitación y, en medio de la penumbra, la dejé caer sobre la cama, esa que había acogido incontables fantasías pensando en ella.

Le quité el chaleco y la blusa. Ella me ayudó a quitarme la chaqueta y la camiseta, todo mientras nos besábamos con pasión.

—¿Enciendo la luz? —Me aparté y fui a presionar el interruptor sin esperar respuesta—. Quiero verte, quiero grabarte a fuego en mi mente.

Ella saltó de la cama en mi búsqueda, me desabrochó el pantalón y me lo quitó al igual que el bóxer. Estaba ansiosa… me deseaba… Entonces lo recordé:

—Tienes prisa, ¿verdad? Es por él.

—Sabes que no puedo llegar tarde a casa. De hecho ya voy tarde.

La atraje hacia mí. Llevé mis manos atrás y desabroché su sostén. Finalmente tenía ante mí esos dos deliciosos meloncitos, cuyos pezones rodeados de areolas de un tono café claro se elevaban por y para mí. Me lancé a chuparlos con avidez.

Mientras lo hacía, ella se fue quitando el jean. La llevé de vuelta a la cama y la tumbé. Sofía rio y me besó. Le terminé de quitar el pantalón, iba ahora por esa jugosa tanga negra, pero entonces… sonó su celular.

Sofía se sobresaltó, me miró con angustia. Se levantó y fue en la búsqueda de su cartera que reposaba en el suelo. Cuando se acuclilló para recogerla, vi cómo se abrían sus increíbles nalgas, redondas, contorneadas, riquísimas. No lo pude evitar, me lancé tras ella. Mi pene erecto chocó contra su espalda y, mientras la levantaba, le dije:

—Que se joda, Sofía. Olvida al maricón de tu marido, olvídalo.

Llevé a Sofía hasta la orilla de la cama, tenía la cartera en la mano y extrajo el celular. Miró el nombre: ponía «Mamá».

—No es tan sencillo, Sebastián. Déjame contestar.

Sofía ya me lo había contado: su madre vivía con ella, junto a su esposo Alfredo y sus dos hijos, Cristian y Josué, de 15 y 17 años respectivamente. La señora llevaba años viviendo con ellos, era quien se encargaba de cuidar a los chicos mientras Sofía trabajaba. Seguramente estaba preocupada por la tardanza de su hija.

—Hola, ma, buenas noches. ¿No leíste mi mensaje?… Sí, es que es una cosa urgente… No, no te preocupes, lo resuelvo rápido y llego… ¿Qué cosa? Ah, sí, sí, un compañero del trabajo me acompaña… Mamá, nada que ver… Pues dile a Alfredo que es mi trabajo… ¡No!, no me lo pongas, dile que ya llego… No sé, quizás en una hora, no sé… Ma, me necesitan por acá, debo colgar. Hablamos más tarde. Chao.

Y colgó.

Me miró a los ojos, estaba notablemente afligida. Sí, nuestro momento de lujuria se había roto, yo no supe qué decir o hacer.

—Perdona, Sebastián, perdona, por favor. Creo que no puedo hacer esto. Mi mamá está preocupada y Alfredo…

—¿Alfredo qué? ¿También está preocupado? Vamos, Sofía, es un idiota. Ya tranquilizaste a tu mamá, ya dejaste claro que llegarás tarde a casa. Relájate.

Sofía suspiró. Yo la rodeé con mi brazo, ella apoyó su cabeza en mi hombro, permanecimos así unos instantes hasta que ella comenzó a reír.

—Tu soldado no quiere abandonar la guerra. —Acercó su cara a la mía y me besó. Por supuesto, sujetó con firmeza a mi «soldado» y también le dio amor.

Fantástico, la pasión estaba volviendo, eso era excelente. Sofía recibió el mismo cariño que me daba: yo mimaba sus tetas, y descendí hasta su entrepierna caliente, húmeda, deseosa… Llevé mis manos dentro de su tanga y empecé a acariciar por encima de su vello púbico.

Cuando soltó un gemido supe que había dado en la tecla correcta, moví mi dedo en círculos en torno a su clítoris. Ella se abrazó a mí, sin dejar de masturbarme. Entonces lo tuve que decir:

—Más despacio, cariño. No estoy… acostumbrado. Tú me entiendes.

Sofía me soltó el pene y se colocó encima.

—Seré cuidadosa, «cariño» —Hizo énfasis en la última palabra y soltó una risita.

Nos comimos la boca un rato más, en más de una ocasión tuve el impulso de penetrarla por encima de la tela de su tanguita. No aguantaba más, ¡quería estar dentro ya!

Leyendo mis intenciones, Sofía se puso de pie y con mucha sensualidad se fue retirando la prenda. Una vez desnuda, se volvió a sentar a horcajadas sobre mí.

—¿Ya? —preguntó.

—¡Mierda! No tengo condones.

—No es problema.

Sofía se empinó un poquito, tomó mi pene y lo dirigió hacia su entrada. Lenta, muy lentamente fue descendiendo hasta que finalmente pude sentir todo su calor abrasando mi miembro.

Ella controlaba los movimientos, fue subiendo y bajando con presteza. Sus tetas se agitaban con cada movimiento, era una delicia ver, sentir y saborear sus maravillosos melones.

De cuando en cuando reducía la marcha y se meneaba en círculos, se deleitaba recibiendo cada centímetro de mi virilidad en su interior. Con cada jadeo me lo demostraba.

Entonces me dio un empujón, acostado sobre el colchón veía cómo me follaba con más voracidad. Mis manos acompañaban el movimiento de sus nalgas que subían y bajaban a toda velocidad. La mejor sensación de mi vida, esa mujer era verdaderamente habilidosa, me derretía…, pero tuve que ponerle el freno.

—Para, para, nena, más despacio.

Por un segundo, Sofía intentó parar, juro que lo intentó. Pasó ayer, sí, pero siento que está ocurriendo ahora mismo, siento el deleite de su voz penetrando sutilmente mi oído, tras haber cambiado de opinión, cuando en lugar de parar comenzó a acelerar, diciendo: «¿Ya?». «No importa». «Córrete». «Hazlo». «Descárgate en mí».

Quise controlarlo, intenté aguantar un poco más, pero la fricción de su cálida vagina en mi pene fue demasiado para mí, lo reconozco.

Me dejé llevar, la agarré por la cintura y tomé el control. Aceleré las embestidas con ferocidad, ella comenzó a gemir, le gustaba duro, se notaba, pero no pude complacerla mucho más. Tuve el orgasmo más maravilloso de mi vida. Y lo solté todo dentro de ella.

Rugí de placer y alivio. Sofía se dejó caer en mi pecho y también soltó un suspiro de liberación.

Mientras acariciaba su cabello, no me quedó más que excusarme:

—Discúlpame, nena. Es que… estoy… fuera de práctica.

Sofía sonrió, me plantó un sonoro beso en los labios y replicó:

—No te disculpes. Fue maravilloso. Delicioso de verdad. Estoy complacida…, mi amor. —Soltó una risita de colegiala—. Te dije «mi amor», ¡no puede ser! —Volvió a reír—. Ay, cuánto me gustas, Sebastián. Me gustas de verdad.

En efecto, pasó ayer, pero bien esto pudo haberme pasado hace quince, veinte años, pues con esas palabras, una oleada de vigor inundó mi cuerpo. Inesperadamente, la sangre volvió al lugar correcto, mi hombría emergió de su descanso, mi «soldado» volvió al campo de batalla.

Sofía soltó una risotada.

—Mmm. Hola, soldado.

—A sus órdenes, capitana —respondí, y enseguida me arrepentí del comentario, me sentí como un idiota. Ella rio de nuevo antes de besarme con una pasión renovada.

—Te adoro. —Se incorporó—. Pues tu capitana ordena que me des amor. Lléname de amor, mucho, mucho amor… en la forma que tú desees.

Definitivamente Sofía sabía qué palabras usar para ponerme más y más duro.

Se tiró sobre el colchón, cuando notó que mi semen escurría por su vagina hasta el colchón, se levantó aprisa.

—Uy, no, estoy ensuciando todo.

Me levanté de inmediato y la empujé de vuelta a la cama.

—Eres espectacular, ¿lo sabías?

—No —contestó ella en un susurro, me coloqué encima—, no lo sabía. Pero a ti te lo creo todo. Bésame.

Lo hice, me incliné sobre ella, y al hacerlo, rocé con la cabeza de mi pene su entrada. Ella abrió más las piernas, recibiéndome.

Lo metí, con su humedad (y la mía) mi pene se deslizaba dentro de ella con una facilidad increíble. Sofía gemía quedito, mientras jugueteaba su lengua con la mía.

Yo empujaba con suavidad, intentaba recorrer cada parte de su deliciosa cavidad, capturar milímetro a milímetro su feminidad. Hacerla mía, solo mía…

Entonces su celular volvió a sonar.

Esta vez Sofía no se sobresaltó. El móvil se hallaba a su lado, ella se limitó a observarlo. Me miró a los ojos, y volvió a mirar el celular.

Yo, que me hallaba arriba, pude ver el nombre: «Alfredo».

Me detuve.

—¡No! No pares, por favor, Sebastián. Dámelo, vamos, hazme el amor.

—Pero no contes…

—No. —Un timbre, dos… tres… Lo pensó mejor—: ¿Sabes qué? Sí.

Odié que dijera eso.

—De acuerdo. —Salí de su interior y me levanté.

—Eh, eh, ¿a dónde vas? —Sofía se incorporó, con una mano tomó mi mano, con la otra, el celular—. Mi vagina necesita amor, ¿lo recuerdas, soldado? Sé gentil y métela.

Iba a replicar algo, pero entonces Sofía contestó la llamada:

—Sí, Alfredo, ¿qué pasa?

Mientras hablaba, me incitó a que la penetrara. Y lo hice. En la exquisita posición de misionero, Sofía recibía mi pene mientras hablaba con el cabrón de su esposo.

Con la mano derecha sostenía el celular contra su oreja, y con la mano izquierda acariciaba mi cuerpo. Mi excitación se elevó a una escala mayor.

—No, no tengo por qué darte más explicaciones, Alfredo, si digo que estoy trabajando, pues estoy trabajando…

Yo penetraba a Sofía mientras escuchaba lo que decía, procuraba ser discreto, hacerlo aún más despacio para no provocar sospechas, pero ella empezó a mover la pelvis, como atrayéndome. No me pude resistir y aumenté la intensidad.

—Ah, no me vengas a decir la hora a la que puedo llegar. Ayer llegaste borracho a las tres de la mañana ¿y ahora me vienes a hablar de horarios? Eres un caradura… Así es, con un compañero del trabajo…

Al decir «compañero del trabajo» se irguió y me plantó un beso en los labios. Dejó que ese imbécil siguiera hablando y cuando le tocó replicar se dejó caer en el colchón.

—¿Y qué tiene? ¿O acaso te crees que iba a cargar todas las cajas yo solita? ¡Tenía que venir un hombre conmigo!…

Con un gesto, hizo que me detuviera, se volteó, dejándome ver sus maravillosas nalgas, que se abrieron perfectamente para mí.

Tenía vista directa al paraíso. Con besos silenciosos recorrí su espalda, hasta llegar a sus dos maravillosas colinas, mordí una y agarré la otra con rudeza. Sofía gimió quedito, lo percibí, y quizás el imbécil también, porque la respuesta de Sofía fue:

—Alfredo, te lo advierto, eres un insensible, un grosero. Ya no voy a permitir que me hables así. Estoy harta de que me llames «puta» cada cinco minutos. Si trabajo, puta; si estoy en casa, puta; ¿qué quieres tú de mí?, ¿qué?

Debo reconocer que esa faceta de Sofía era nueva para mí. Siempre la percibí como una mujer sumisa, de las que recibía maltratos sin oponer resistencia, pero ahora, quizás impulsada por la lujuria, era una mujer diferente. Y era mía.

Descendí por el centro de sus nalgas y lamí su ano, ella dio un brinquito; inspirado por su reacción, me aventuré a meterle un dedo, apenas ella lo sintió entrar, se agitó y me miró con malicia.

«No», dijo sin hablar.

Lección aprendida. Besé un momento más su maravilloso esfínter, debo decir que su trasero me volvía loco. Lamía y empujaba con mi lengua en su orificio, era una sensación increíble tanto para mí como para ella, pues jadeaba quedito, lo percibía en su respiración.

Sofía no duró mucho más en esa horripilante llamada, y selló el trato con un…

—Ya, ya. Déjame en paz, Alfredo. Voy a colgar. —Bajó la mano por entre sus piernas y puso su celular a la altura de mi cara, donde lamía voraz. Volvió a subirlo y continuó—: Estoy ocupada ahora mismo. Apenas acabe, regreso a casa, satisfecha con el deber cumplido.

Y colgó. Sin más.

Me detuve en seco y busqué su mirada. Eso fue ayer, ¡pero demonios!, lo que hizo se quedará conmigo toda la vida.

Sofía soltó un profundo suspiro y se echó a reír.

—¿Por qué me miras así? ¿Es que se te fueron las ganas de hacerme el amor?

Me lancé sobre ella, apoyé una mano en su cadera y con la otra guie mi pene hacia su jugosa entrada, y me la seguí follando.

Aceleré los movimientos, le solté una nalgada, dos, tres. Sofía reía, le encantaba, disfrutaba ser cogida por su apetecible compañero del trabajo.

Sofía apoyó la cara en el colchón y levantó sus nalgas un poquito más, ¡qué espectá-culo! La penetraba de forma incesante, arremetí con fuerza hasta hacerla gritar de placer. Presintiendo que pronto llegaría al clímax.

—Sí, Sebastián, así. Sigue… Sigue, no pares, por favor.

Y no, no paré. Apreté sus caderas con una fuerza desmedida y embestí con furia hasta hacerla temblar. Había tenido un orgasmo.

—Dios, eres lo mejor que me ha pasado en la vida —dijo conteniendo un grito.

La agarré del pelo, oh, cuánto había fantaseado con aquello: tiré de su melena, obligándola a erguirse de nuevo, y la follé como una perra.

—¡Eres riquísima, carajo!

Continué penetrándola durante varios minutos (por supuesto, el segundo round siempre dura más que el anterior), quería partirla en dos. Cómo la gozaba. Ella gemía con cada arremetida. Cada vez la adoraba más.

Hasta que llegó el momento: quería soltarlo todo otra vez.

—Ya es hora, cariño. Quiero bañarte toda.

—Suéltalo, mi amor —contestó—. Ponlo donde quieras.

Claro que lo haría. Retiré mi pene de su explosiva zona de placer, me la agarré y la meneé como un lunático durante un par de segundos hasta que finalmente me corrí en sus nalgas.

Cada chorro que brotaba de mi ser apuntó directamente a su maravillosa raya. ¡Puta madre, eso no se compara con nada!

Caí rendido. Mi increíble amante se acomodó a mi lado (sin importarle ya si «lo ensuciaba todo») y nos besamos con ternura.

Pasaron los minutos, yo no quería que se fuera. Pero, inevitablemente, el momento tenía que llegar.

Sofía se levantó y se aseó en el baño. Cuando regresó, nos vestimos lentamente, no había prisa, no, tanto ella como yo sabíamos que no había tiempo para preocuparse por el tiempo.

Ya había llamado un taxi. Cuando este llegó, acompañé a Sofía hasta la entrada; antes de abrir la puerta de la casa, nos volvimos a besar.

—¿Y? —preguntó—. ¿Quedaste satisfecho?

—Oh, cariño, no sabes cuánto.

Sofía se tomó las mejillas.

—¿En serio? Qué pena… Eso significa que ya no habrá motivo para repetirlo, ¿verdad?

—¿Qué? ¡No! Yo quiero que…

Sofía soltó una carcajada. Me calló con un beso.

La acompañé a su taxi.

—Buenas noches, Sebastián.

Le abrí la puerta y la despedí.

—Hasta mañana, Sofía. Descansa.

Sí, eso fue ayer… Hoy, quién sabe.

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