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Eva y su hijo Abel (2)

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Mis piernas, que no están mal, sin falsa modestia, carnositas y bien torneadas, el tobillo quizá está al borde de ser grueso, pero el conjunto está muy bien. Eva, deja de dar vueltas.

Las piernas se me estaban derritiendo, el vientre tenía convulsiones pequeñas, irregulares, como las sacudidas después del terremoto. Me fui dejando caer al suelo apoyada en los hombros de Abel, que seguía de rodillas. Así que allí estaba yo, húmeda, sorprendida, agitada desde dentro por el deseo que había quedado satisfecho en aquel momento de explosiones, y mientras me desmoronaba fui sujetándome más del cuello de mi hijo, que me sujetó por la cadera, la cintura, me envolvía, tenía las manos apoyadas en mi espalda.

El grito que tenía necesidad de echar desde el balcón, para que me dejara de atormentar se me había quedado dentro y me había recorrido toda, ese grito de estoy harta, quiero hacer algo más, ése lo había largado ya en este orgasmo, en esta corrida sin palabras.

Miré a Abel. No habíamos hablado todavía. Dije su nombre, sonreí y me di cuenta del cambio que esta sonrisa suponía en mi vida. El grito callado me había abierto la puerta, y abierto los ojos a mi deseo. Abel repitió Mamá. Volví a besarlo como antes, despacito, suavemente, porque no tenía fuerzas para mucho. Respiré mientras tanto un poco mejor, y el corazón se me serenó.

¿Pensaba en lo que habíamos hecho? ¿Era malo? Sí, pensaba, no era malo, era mejorable, eso sí. ¿Por qué no aceptar aquella felicidad que me había atacado de repente, una noche de fiesta en el pueblo?

Más recuperada seguí besándolo, y le pedí que se levantara. Se puso de pie. Su pene seguía desafiando el slip, turgente, lleno de sangre y deseo, y, sin embargo, tranquilo en su majestad orgullosa. Me pongo así porque es mi hijo, me parece. Pero estaba hermoso mi hijo con su pene erecto. Me puse de rodillas a adorarle, y, sujetándolo por atrás, paseando los dedos por su espalda y sus nalgas, sin bajarle el calzoncillo, fui sintiendo primero en las mejillas luego en los labios su polla. Mi lengua fue a su encuentro, delimitando su forma bajo la tela, humedeciendo la columna de su pene, el capitel del glande. Mi dios estaba tenso, y yo seguía con mi entrega. Le bajé el slip, que cayó al suelo y él apartó con un movimiento de los pies, y estaba allí como antes, sonriendo también.

Me acerqué a su polla y empecé a lamerle, él estaba ya húmedo y preparado, el glande entró en mi boca como si fuera esperado, si le hubiera estado esperando toda la vida. Con las manos tomé sus testículos, y sujeté la bolsa, acariciándola y sopesándolos, acariciando su depilada suavidad, que me estremecía a mí y también a él. Iba metiendo su polla en mi boca todo lo que podía, hacía tanto que no lo hacía con Adán. No comparaba, no se trataba de eso. Con un esfuerzo que me dejaba sin poder respirar entró todo su pene en mi boca, mi hijo se movía y me empujaba atrás y adelante, con movimientos certeros; estábamos moviéndonos sin palabras porque no nos hacían falta. Él empujaba, yo cedía y contraatacaba, sacaba la polla de mi boca y volvía a lamerla entera, desde su base, me hundía a sus testículos y me los metía en la boca, alternando, probando todos sus sabores.

Volví, porque me lo dijo el instinto, a su polla, que, toda húmeda, introduje en mi boca después de lamerle el glande. Sólo veía su sombra en la habitación oscura, pero su sombra potente me llamaba, era mi dios y me quería. Chupé apretando un poco, combinando sus empujes con mis retiradas, hasta que noté que, desde los pies, comenzaba para él también una eyaculación que yo esperaba como bendición. Me llenó la boca de su semen cálido, me llenó de Abel, me llenó mi hijo amado, de quien no esperaba esto, y sin embargo me había hecho esta noche esperarlo todo de él.

Esa fue la primera vez que mi hijo se corrió conmigo esa noche.

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