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Eva y su hijo Abel (3)
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Tiempo de lectura: 4 minutos

No habíamos acabado, no, porque hasta ahora no habíamos hablado nada, nos comunicábamos con el deseo y la búsqueda de los cuerpos, no teníamos nada que establecer, todo estaba muy claro, a pesar de la oscuridad. Sin embargo, ahora, ahítos los dos, yo llena de él, él vaciado en mí, él erguido, yo sometida, de rodillas ante él, ahora teníamos que hablar de lo que había pasado, de lo que nos había pasado. Me levanté, yo no le llego más que al hombro, pero estaba a su altura. La sonrisa no me había abandonado en todo el tiempo, excepto cuando más concentrada estaba en satisfacerle. Le miraba sonriendo porque era mi hijo, y ahora –todo se iba convirtiendo sólo en ahora, no había tiempo que contara para nada– mi amante.

–Mi rey -susurré- ven.

Lo llevé de la mano a la cama. Bajé la colcha, la sábana y me acosté. Abel me acompañó. Nos tapamos con la sábana.

–Abel, estoy… No sé cómo estoy, esta sorpresa me ha dejado sin palabras. Mi vida, mi rey, gracias.

–Mamá, ya no podía esperar más. Más bien no podía aguantar más. Esto no es de ahora, es de años.

¿Sentía reparos? ¿Sentía vergüenza? En el coche sí, en este momento, frente a mi hijo, no; qué buen muchacho, qué hombre, qué bien me había tratado. Había esperado a que yo acabara antes, me había ayudado, sugerido y guiado en el amor y la pasión. No sabía cuánto tiempo había pasado, porque, recordad, yo vivía sólo el ahora.

–Mi niño, te quiero, pero esto que estamos haciendo, lo que hemos hecho…

–Tiene todo el sentido de dos personas que se quieren, mamá. Te miraba caminar por casa, te olía el perfume, te miraba las piernas, cuando te ponías al trasluz gozaba de tus pechos bajo la blusa. Te quería como madre y te deseaba como mujer. Me parecía que te estabas perdiendo en esta vida que llevas, sin que llegases a florecer, después de habernos dedicado la vida a todos nosotros.

–Cariño.

Besé a Abel en los labios. Qué más podíamos decirnos. Yo le había mirado cuando salía a correr, si alguna vez pasaba por su habitación y lo veía en calzoncillos, cómo me gustaba que se comprara aquellos slips del mercadillo. Cuando recogía la ropa, cómo olía y miraba, y me imaginaba a mi Abel y su bulto envuelto en el nailon. Y todo esto lo había callado tanto tiempo…

Se lo dije. Puse el dedo en la boca indicando silencio y le conté cómo lo había adorado esta noche, lo que me había atravesado el cuerpo, cómo todo aquello que había sentido en silencio se había desatado en el silencio de dos cuerpos que se encuentran porque encajan y están hechos el uno para el otro.

Besé a Abel en los labios y luego fui bajando por sus brazos, que me envolvieron dulcemente. Me acomodé sobre él, quitando la sábana, y primero besé sus pezones, me fijé en cómo se había depilado, y lo suave que estaba su piel. La lengua iba reconociendo el cuerpo desde este ángulo. Rodeé con la lengua los pezones, mojándolo como hacen algunos animales con los cachorros, para reconocerlos. Le iba dejando mi señal. Bajé las manos por sus costillas, contando, sin contar, perdiendo la cuenta y la idea de lo que estaba haciendo, porque empezaba a excitarme otra vez, notaba que mi chocho estaba empezando a mojarse, al estar sentada sobre su polla, me iba acomodando para que los dos gozáramos del movimiento. Pero eso era después.

Sus costillas. Su pecho, que otra vez besé y lamí. Abel seguía quieto, mirándome en la oscuridad aliviada ahora porque nos habíamos acostumbrado un poco. No me hacían falta los ojos para estar con mi hijo, pero sí para invitar a que nos viera el deseo. Me levanté y subí la persiana un poco. La luz de las farolas llegaba tenuemente. Volví con él. Su rostro, más definido con la semipenumbra, me miraba sonriente. Se sentó en la cama y me atrajo a él. Me besó, entró con su lengua en mi boca, que esperaba anhelante. Me recorrió la boca y los labios, y él también me marcó como suya cuando se inclinó a mis pechos y me besó los pezones, tirando suavemente de ellos. Se me agitaba la respiración, el frío de la saliva y el calor de los cuerpos me daba la idea de estar en dos lugares a la vez. Volvíamos a besarnos con más pasión, a acariciarnos, sentados frente a frente. Nos acercamos y acomodamos, poniendo él sus piernas alrededor de mí, y yo las mías alrededor de él, por encima, con lo que la polla y la vulva se tocaban.

Las manos acariciaban las espaldas, éramos –cómo decía mi primo Gabriel– el animal de dos espaldas. Un solo pensamiento nos llevaba. Ser una sola cosa. Cuánto tiempo nos estuvimos besando. Qué caricias y a dónde iban. Todas eran bienvenidas, todas llegaban en su momento.

Al cabo de un tiempo nos separamos y acostamos. Abel me iba acariciando las piernas y besándolas de vez en cuando, puntuando el camino. Éramos de piel y agua solamente. Llegó a mis pies. Tomándolos en la mano me empezó a lamer los dedos y a chuparlos. Empecé a estirar las piernas, disfrutando de la visión de ellas al lado de mi hijo, que se deleitaba en mis dedos, que entrecruzaba con los dedos de las manos, y su lengua. Luego fue subiendo.

Yo fui a su encuentro, y a mitad de camino nos besamos, y volvimos a separarnos para ver los lugares más alejados otra vez. Visité sus muslos, él los míos, estábamos en un espejo, donde todo se repetía, beso a beso, lametazo a lametazo, caricia a caricia.

Hice que se echara boca arriba y me fui a su polla. Estaba erguida, pero yo sabía que podía conseguir algo más. Empecé a chuparle la polla, yendo ahora de la cabeza a la base, y sosteniendo otra vez la bolsa, notando el calor que desprendía. Le acaricié el pene, descubrí bien la cabeza y rodeé con la punta de la lengua el borde inferior, que quedó limpio y preparado para volver a mí. Chupé sus testículos, y noté los movimientos interiores, y cómo se iba poniendo tensa toda aquella zona. Él me había ido colocando en posición, y, sujetándome las nalgas, me bajó hasta que llegó mi chocho a su boca.

Volvió a abrirme con delicadeza, volvió a recorrer con la lengua mi rajita, antes de sumergirse en mi vagina y llegar al clítoris otra vez, pero esta vez no paraba de subir y bajar por mi rajita, besando los labios, abriéndolos y cerrándolos, mientras paseaba sus dedos por mis nalgas y la raja entre ellas, y me acariciaba dulcemente el ano.

Así estuvimos un tiempo que yo no sé precisar. Él iba creciendo, yo iba mojándome y moviéndome de una manera que se me había olvidado ya, pero que ahora resultaba fácil recordar.

Por fin me separé de él, me giré, le besé, mezclando nuestros jugos, lamiendo para marcar y manchar. Me puse sobre él, me separé algo, y tomando su pene en la mano, lo dirigí a mi chocho que lo esperaba ansioso. Entró con la facilidad de llegar a lugar conocido. Yo iba subiendo y bajando, de rodillas me podía separar, y notar cómo entraba y casi salía su pene de mi vagina. Yo no sólo iba arriba y abajo, sino que también me movía hacia delante y atrás, notando toda su longitud, no demasiado largo, no un monstruo, sino compañero y ayudante en el placer, que él aumentaba moviéndose también y acariciándome los pechos.

Vi que no iba a poder aguantar mucho más.

Se lo grité

–Me corro, Abel. Me corro.

-Mamá, me corro contigo. Me corro.

Y así llegamos a corrernos los dos a la vez, en otra feliz consecuencia de esta noche. Su leche fluía otra vez, ahora volviendo al lugar de donde él había salido. Se mezclaba con mis fluidos que se repetían en los espasmos que me venían. Yo abría la boca para respirar mejor y repetir su nombre. Él usaba mi nombre verdadero: Mamá.

Esa fue la segunda vez que nos corrimos esa noche.

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