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Humillada por comportamiento incívico
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Tiempo de lectura: 5 minutos

El relato de ficción que van a poder leer está ambientado en un futuro cercano y en un país de habla hispana. Concretamente en el suburbano.

A simple vista no hay muchas diferencias con la época actual. Quizás el aspecto de los vagones es algo más moderno, más limpio y en general hay más sensores, pero las gentes, las ropas que visten y el ajetreo en hora punta, es el mismo.

Silvia, una empleada de banca de veintiséis años se dirigía a su trabajo. Su ropa informal, vaqueros que se ajustaban al cuerpo marcando trasero contundente y camiseta blanca de tirantes con generoso escote. Caminaba deprisa y con gesto de pocos amigos. Esa mañana había estado en el médico y le habían puesto una inyección en la nalga derecha. El picotazo y el líquido blanco que le habían inoculado escocían y mientras caminaba notaba una molesta y continua sensación en su glúteo, como si alguien le estuviese dando un pellizco eterno.

Cuando llegó al andén encontró mucha gente y lo peor es que el tren que llegaba, con retraso, venía lleno de gente y apenas nadie se apeó en la estación. Quizás fueron los nervios, o el maldito día, el maldito retraso o su carácter agresivo. El caso es que se le metió en la cabeza que tenía que meterse en ese vagón. Insultó a un joven, se empeñó en entrar mientras otros salían y desoyendo a un guardia de seguridad, empujó y empujó hasta que las puertas del vagón se cerraron. Aquello era una lata de sardinas, olía a sudor, a colonia y, porque no decirlo, a pedo. Probablemente aquel tipo de la camiseta a cuadros que sudaba, no se había afeitado en tres días y ese feucho era el causante. En la siguiente estación se bajó mucha gente y ella, ignorando a una mujer de pelo cano, se arrojó en busca de un asiento. Eso de ceder el sitio era para tontos.

Al llegar a su parada, un hombre y una mujer uniformados estaban esperándola.

-Acompáñenos. -dijo la agente.

-Yo no he hecho nada. -respondió la joven con altivez.

-Prefiere caminar con nosotros o necesitamos recurrir a otros métodos. -comentó el guardia haciendo ademán de usar la porra.

Aquel gesto le pareció excesivo a Silvia, pero prefirió obedecer por el momento y acompañarlos.

Tras caminar unos metros se detuvieron frente a una entrada sutilmente camuflada. El varón acercó una tarjeta y dijo en voz alta "abrir". Inmediatamente el panel se deslizó de manera silenciosa y la comitiva entró en un laberinto de pasillos y salas numeradas.

-¿Qué es todo esto? -preguntó Silvia.

-Esto es un centro de re-educación muy especial -respondió la mujer de uniforme.

Unos segundos después, usando otro comando de voz, entraron en la sala número 8.

-Siéntate en esa silla. -le ordenaron.

La estancia no era muy grande. Aparte de sillas de metal y una mesa, había una camilla y un armario blanco con muchos cajones. La luz parecía salir de las paredes blancas y lo llenaba todo.

Mientras Silvia, sentada en la silla, aguarda visiblemente nerviosa, la otra mujer sacó de un cajón un paquete de guantes de plástico, una botella de agua y una especie de orinal color azul claro.

El hombre miró a la muchacha y sonrió lascivamente. Luego tomo la palabra.

-Silvia, ¿verdad? Lo sabemos todo de usted… pero lo que nos ocupa hoy es su comportamiento. Monitorizamos aleatoriamente distintos lugares públicos en busca de personas poco cívicas y en esta ocasión la hemos pescado con las manos en la masa. Usted no se ha negado nunca, según veo, a que se le aplique la ley de re-educación del gobierno y por lo tanto, tenemos la potestad de corregir su conducta.

-Levántese y desnúdese. -dijo con frialdad la mujer policía mientras se enfundaba los guantes.

La aludida tardó unos segundos en reaccionar, valoró la opción de revelarse pero… había oído historias. La situación no era buena, pero podía ser mucho peor. Estaba en manos de sus captores "legales" y lo máximo que podía hacer era esperar que no fuesen unos pervertidos de tomo y lomo y la humillación no durase mucho.

Con nervios, pero tratando de mostrar un aplomo que no tenía, se quitó la ropa quedándose en cueros. Su trasero temblón y sus pechos bien moldeados notaron la caricia del aire que, a pesar de la calidez del lugar, aparecía de forma caprichosa.

-Veo que no te afeitas el coño. -observó el varón.

Su compañera se acercó a la víctima y le ordenó que levantase el brazo.

-El sobaco no tiene pelos… Inclínate.

Con las mejillas coloradas por el rubor Silvia se inclinó hacia delante y un instante después notó como el dedo enguantado se colaba por sorpresa en su ano.

-Espero que te hayas lavado el culo esta mañana. No me gustan las tías guarras.

La joven permaneció en silencio, esperando que el examen anal terminase cuanto antes.

-Está bien, puedes sentarte.

La silla de metal era fría al tacto.

-Bebe. Tienes que beberte esta botella. Tranquila, es solo agua.

La cautiva obedeció.

-Bien, ahora esperaremos un rato.

Media hora después, Silvia solicitó dócilmente.

-Necesito ir al baño.

-¿Ves algún baño? -se burló el hombre.

Veinte minutos después la chica insistió.

-Por favor, me estoy meando… ya no aguanto más. -espetó cruzando las piernas.

Diez minutos después, con lágrimas en los ojos. Suplicó nuevamente.

-Vaya, vaya. Tenemos una llorona con nosotros… y eso que no hemos empezado. -aseveró la fémina.

-Hoy voy a ser bueno y te dejaré orinar… pero como pago me dejarás que te folle.

-Por favor, sí… vale, haré lo que sea… pero déjenme ir al baño.

-¿Baño? aquí no hay baño… pero por suerte tenemos orinal. -dijo ofreciéndole el recipiente de plástico.

La chica lo cogió, miró alrededor buscando intimidad, pero allí no había donde esconder las vergüenzas. Así que, empujada por la imperiosa necesidad, dejó el orinal en frente de la silla, se puso de cuclillas y dejó escapar el pis, que, furioso, se estrelló con gran estrépito contra las paredes de plástico. La meada terminó con una ventosidad.

La mujer le ofreció papel para secarse.

-Bien, ahora túmbate en la camilla boca abajo. -Dijo el guardia mientras se quitaba los zapatos, los pantalones y finalmente los calzoncillos.

Silvia observó el pene erecto que sobresalía entre los pliegues de la camisa.

-No te preocupes, siempre uso condón.

Tras ponerse la goma el guardia se encaramo a la camilla cubriendo el cuerpo de la joven que esperaba la acometida. Los dedos del guardia se abrieron paso en su sexo entrando y saliendo hasta que, a pesar de la situación, consiguieron excitarla.

-Te gusta el tema… tu cara de vergüenza dice que no, pero tus partes húmedas dicen otra cosa.

Poco después la chica notó como el pene la penetraba y no pudo evitar lanzar un gemido. El guardia excitado, comenzó a meter y sacar el miembro a buen ritmo. El sonido de los huevos chocando contra las nalgas se mezclaba con los gemidos de ambos participantes. El hombre, a punto de explotar, sacó la verga, se quitó el condón y regó con su semen el culo de Silvia.

-Te lo has pasado bien cariño. -espetó la compañera del policía.- pues ahora viene lo mejor.

El hombre, ya vestido, sacó unas tiras de cuero acabadas en hebillas ocultas en la camilla atando los tobillos, la cintura y las manos de la joven mientras que la otra mujer sacaba de un cajón una vara.

-Ahora viene el castigo. Te vamos a pegar con esta vara en el culo.

-Me, me han puesto una…

-Sí, una inyección. Lo sabemos… bueno, mala suerte, con los azotes seguro que te olvidas de ella… por ser la primera vez te daremos veinte.

-Está permitido gritar y hasta llorar. -añadió con una carcajada.

La encargada de aplicar el castigo agitó la vara en el aire tres veces haciéndola silbar y provocando, de paso, que Silvia contrajese el culete involuntariamente. La cuarta vez que la vara cortó el aire se estrelló contra las nalgas desnudas de la joven dejando una marca roja y un ramalazo de escozor. Era delicioso y excitante a un tiempo ver como calentaban el culo con cada golpe. El miembro del guardia, que acababa de descargar, volvía a crecer y la ejecutora del castigo no era ajena al espectáculo. También la protagonista, aguantando como podía la compostura, se sumergía en un cúmulo de sensaciones, humillación y dolor peleando a partes iguales por la victoria.

Unos minutos después, con lágrimas en el rostro. Liberaron a Silvia devolviéndole la ropa.

La joven se vistió, frotó su trasero buscando alivio, y en compañía de la mujer que le había metido el dedo en el culo, abandonó la sala y el laberinto volviendo a la estación. Allí, se mezcló con la gente camino a su destino.

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