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La visita inesperada

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Tu esposo había ido a visitar a sus padres y se había llevado consigo a tu hijo. Te habías quedado en el país pues aún te faltaba presentar un examen para concluir el ciclo escolar y los alcanzarías una semana después. Ese viernes terminé mi trabajo temprano y me fui a casa a descansar del duro ajetreo que había tenido desde el lunes. Después de comer, me senté a leer y disfrutar de la paz que me ofrecía la cadencia sedante de la lluvia que empezó a caer. Al poco tiempo, cuando más nutrida era la caída del agua, escuché los fuertes toquidos que diste en la puerta. Al ver hacia fuera, miré tu cara, el agua escurría en ella con abundancia y me apresuré a abrir. Después de un breve saludo te dirigiste al baño, para secarte. En tanto te encontrabas ahí busqué unas ropas secas —solamente acerté a darte una playera, además del saco y el pantalón de una pijama mía—, las cuales te ofrecí apenas las tuve en mis manos. Cerraste la puerta y te desvestiste, y yo me puse a secar el charco de agua que habías dejado en la sala al entrar. Te secaste el cuerpo. Te pusiste las prendas que te había dado. Cuando saliste, miré que habías hecho un turbante con la toalla enrollando tu cabello en ella; te pusiste la playera bajo el saco de la pijama, pero sin abotonarlo, y del pantalón sólo un botón de la cintura pasaste por el último ojal, tratando, sin lograrlo, que no te quedara tan flojo. Al mirar tus pies desnudos me apresuré a darte unas pantuflas.

El agua seguía cayendo y prendí las luces cuando empezó a oscurecer. Me preguntaste si podías poner café y, sin esperar mi respuesta, te fuiste a la cocina para poner un recipiente con agua en la estufa. En el momento que diste la vuelta miré que algunos vellos te salían de la bragueta de la piyama, la cual no habías abotonado, y comprendí que te habías quitado toda tu ropa, lo que comprobé más tarde, cuando entré al baño, vi que la habías colgado para que se secara, incluidos el brasier y la pantaleta, en unas ganchos que estaban en el tubo de la cortina de la ducha.

Al calor de la charla y el café te sentiste muy confortable, pusiste el brazo sobre el respaldo del sofá y el saco se abrió más, dejando ver cómo tus pezones se marcaban en la tela blanca de la playera. Cruzaste una pierna sobre la rodilla y se abrió también la parte delantera de la piyama, mostrando con generosidad tu pubis.

Según tu explicación, querías aprovechar ese fin de semana para estudiar, pero no querías marcharte de vacaciones sin agradecerme que te hubiera impulsado a seguir estudiando e informarme sobre las calificaciones altas que habías obtenido en todas las materias que hasta ese momento ya tenías concluidas. Aunque sonaba plausible lo que decías, no me explicaba por qué habías escogido esa hora para tu visita, viviendo tan lejos y sin hablarme antes por teléfono.

No me extrañaba tu falta de preocupación por la indumentaria provisional, ni tampoco que te comportaras con la misma libertad de movimientos como lo hubieras hecho con tu ropa normal. Incluso un par de veces te había visto con un negligé transparente. La que mejor recordaba era la que estando en tu casa ya habíamos terminado tres botellas de vino blanco, tú y Rubén, tu esposo, estaban muy excitados, él te acariciaba bajo la mesa y se besaban con furor. “No”, escuché que dijiste, seguramente porque metió su dedo en tu vagina, y levantaste tu mano para pegarle con la pantaleta, la cual no sabía que hacía unos minutos te habías quitado, imagino que para complacerlo cuando te pidió susurrándolo a tu oído junto al beso que te dejó en la oreja, al no poder hacerlo después de muchos intentos. “Ah que magnífico es el amor de los jóvenes”, dije en aquella ocasión levantando mi copa. “Salud, porque ya me voy, sigan felices” concluí al levantarme. Pude ver tu triángulo cuando ustedes también se levantaron para despedirme, pero en el pasillo los empujé para que se fueran a su recámara. “Conozco el camino” dije y él te cargó rumbo al lecho.

Esta vez, lo que me molestaba era el choque que sentía entre nuestra confianza y mis impulsos sexuales al ver tu belleza acentuada en esas ropas. Te quitaste la toalla, sacaste un cepillo de tu bolsa y comenzaste a pasarlo por tu lacio cabello negro.

—No sé para qué me lo seco, si al rato vuelve a llover. ¡Cómo quisiera no tener que salir otra vez a mojarme!

—No hay problema, yo te llevo a tu casa a la hora que necesites. Te doy una camisa, un suéter, pantalones, calcetines, lo que sea necesario, para que te lleves puestos —dije sin tratar de indagar si tenía doble intención lo que habías expresado. Varias veces te habías quedado en mi casa, pero siempre con tu esposo, así que no quise ofrecerte alojamiento esta vez si él estaba lejos.

—No. No sé cuándo te los podría devolver. Al rato trato de secar mi ropa con la plancha —te apresuraste a contestar—. Además, no quiero que por mi causa tengas que ir tan lejos, salir de aquí, tan calientito que está... —concluiste quitándote las pantuflas para subir los pies al sofá. Algunos de tus vellos quedaron fuera del pantalón, marcando una línea negra sobre la ropa.

—No será molestia, al contrario, será un placer servirte —dije sin más intención, pero tus ojos azules me miraron con ternura y tu sonrisa dejó ver que el placer podría tener mejores formas de concretarse.

Después de ese diálogo repleto de negaciones y negativas, comprendí lo que sí esperabas de mí, pues te volviste a poner de pie, me tomaste de las manos y con gran regocijo me pediste que me parara.

¡Levántate, quiero abrazarte, me da mucha alegría verte! —expresaste y sin necesidad de más preámbulo me abrazaste.

Me diste sonoros besos en sendas mejillas antes de que tu boca asaltara a la mía, penetrando tu lengua para probar mi sabor. Mis manos reaccionaron de inmediato y acariciaron tus curvas bajo la ropa. Sin dejar de sonreír, dejaste que mis caricias siguieran. Tus besos continuaron mientras que con las manos desabotonabas mi camisa y pantalón. Desnudos, después de que satisfice tu deseo, cenamos. Llevamos nuestro café a la cama, donde platicamos sin meternos en las cobijas. Fumábamos con el cenicero al centro y nuestros cuerpos acomodados de manera encontrada, quedando el sexo de uno frente a la cara del otro. Tu plática me sugería que tu esposo sabía que me verías, pero no creo que así como estábamos, aunque no lo podría asegurar... Ambos siempre me parecieron muy liberales, incluso más de lo que la diferencia de edades, mía con respecto a las de ustedes, pudiera explicar.

Siempre me agradó la camaradería que tenían en su matrimonio y disfruté las largas pláticas que de vez en cuando teníamos; en ellas se hablaba de todo, sin pudor, e invariablemente concluían en la madrugada, después de que alguno de ustedes dos se iba a dormir o cuando aparecían los primeros rayos del sol. También me agradaba tu rostro y los gestos que expresaba. Ciertamente la juventud que tenías hacía que fuera muy agradable verte, y se complementaba con tu gran cultura, la cual hacía que tu plática fuera amena y ni por asomo correspondiera con lo charla sosa del común de tus contemporáneos. Era claro que esa madurez les hiciera más propensos a tener amistad con personas de edad similar a la mía, aunque en mi caso yo supongo que también estaba presente el apoyo material e intelectual que obtenían cada vez que lo requerían, tanto para sus estudios como para salir del paso económicamente mientras llegaba la beca de tu esposo cuando se retrasaba. Por ello, al descubrir tu gran potencial te ayudé a conseguir una beca para que tú, aunque también fueras extranjera, continuaras estudiando sin necesidad de pagar lo que la universidad cobraba a quienes no fueran mexicanos.

—Eres bella —dije antes de dar un beso en tu pubis.

—Tú también me has agradado siempre. Conforme te fui conociendo más, me parecías más atractivo y varias veces soñé dormida y despierta con estar alguna vez así contigo. No sé si por estar lejos de nuestro país y de nuestra familia nos ha hecho más maduros, más solidarios y más libres; libres en muchos sentidos, incluido el aspecto sexual. Rubén y yo estamos muy agradecidos contigo por lo que nos has apoyado, ¡fue una gran suerte conocerte! ¿Te acuerdas cuando llegamos la primera vez contigo? Entonces, sin más que decirte que estábamos en apuros y que un amigo nuestro nos dijo que te buscáramos cuando necesitáramos ayuda, nos la diste sin preguntar más.

—Sí, pero esto se lo deberán siempre a Julián, a él nunca podría haberle negado nada. Me llena de coraje que haya muerto. Era muy brillante y honesto. Sé lo que para él pudo significar el cariño que les tenía al darles mi nombre y dónde encontrarme cuando requirieran algo —señalé, embargado de tristeza al recordar a aquel amigo, y la impunidad con la que lo habían asesinado los militares de su patria.

Nos quedamos en silencio. Tu mirada fue hacia el techo y rodaron algunas lágrimas por tu rostro.

—¿Por qué? —gritaste antes de soltar el llanto franco.

Acudió a mi memoria el recuerdo de la vez en que les informé lo que me comunicó en una carta su esposa: Julián había sido secuestrado, torturado y asesinado. Ella, embarazada, había cruzado la frontera y desde donde ya estaba segura, me envió una carta. Después arreglamos su estancia legal, la nacionalidad para su hijo, ustedes y yo le buscamos trabajo. No pude evitar las lágrimas, retiré el cenicero y me acomodé para abrazarte mientras se te pasaba el lamento.

—¡Gracias! —me dijiste con una gran sonrisa y los ojos irritados por el llanto. Me besaste las manos y volviste a decirme gracias antes de que te levantaras para ir al baño.

La rapidez de tu caminar al retirarte, lo albo de tu piel y la manera en que parecía flotar tu cabellera me extasiaron. Llevé a la cocina las tazas y el cenicero. Regresé con dos vasos de agua y puse uno en cada buró. Antes de colocar el último, ya estabas de regreso. Levantaste la cobija y me pediste que me acostara. Lo hice y después tú te extendiste sobre mí.

—Ahora tápame —ordenaste después de haberlo intentado infructuosamente.

Cuando cumplí tu petición me miraste a los ojos antes de besarme el pecho y volviste a decir “Gracias”, dejándome una duda: ¿Gracias por qué?, así que te lo pregunté mientras que metía mis manos entre el cabello negro que formaba una cortina a los lados de tu rostro.

—Por-to-do. Por lo que nos has ayudado a Rubén y a mí: libros, dinero, cobijo y demás cosas materiales cada vez que lo hemos necesitado; por tu amistad desinteresada; por las horas que nos has dedicado para que entendamos los textos difíciles, más los técnicos en la maestría que lleva Rubén; por tu plática tan instructiva, y yo por esta noche —aclaraste, y me besaste con tal destreza que mi pene creció de golpe.

Abriste las piernas, resbalaste un poco el cuerpo y, debido a la gran humedad de tu vagina, quedaste con todo el miembro adentro. Sin dejar de acariciar mi lengua con la tuya, te moviste de un lado a otro. Te erguiste sentándote en mi pene, apagaste la luz y cabalgaste expresando tu lujuria con palabras tiernas hacia mí y soeces hacia cada parte de mi cuerpo. Diste un grito agudo y caíste sobre mi pecho jadeando y empapada de sudor. Cuando tu respiración se normalizó distribuiste muchos besos sobre mi cara. Volviste a sentarte sobre mí, que seguía con el pene erecto, prendiste la lámpara y cuando me miraste, aún encandilada por la brillantez no pude evitar preguntarte la razón por la que habías apagado la lámpara si la volverías a prender.

—Me dio vergüenza que me miraras así, lujuriosa. Sentí tu pene en lo profundo y supe que no me podría contener en lo que te dijera. Quiero decirte algo más, pero después de saber que yo también puedo hacerte sentir bien.

—¡Claro que me haces sentir bien! —precisé pasando mi mano por tu pecho haciendo que escurriera el sudor.

—No lo creo, ni en la sala, ni en la cama, eyaculaste. Me da la impresión que todo lo has hecho por compromiso, o quizá por cariño, pero quiero sentir tu lujuria, quiero sentirme mujer, sentirme mujer deseada y, tratándose de ti, usada...

Me quedé confuso, ¿tendrías problemas con Rubén? De ser así, ¿esto sería una venganza? En realidad no pensaba eyacular dentro de ti, aunque tres años atrás me dijeron que los anticonceptivos les fallaron y por eso te habías embarazado, no estaba seguro qué método llevaban, si es que ahora llevaban. ¿Y si es venganza y quieres que sea completa? En esos pensamientos estaba y aunque mi mano continuaba tratando de enjugarte el pecho, el pene se me puso flácido.

—¿Qué pasa? ¿No te gusto como mujer? preguntaste al sentir fuera mi verga.

—Eres muy linda. No me he venido porque antes quiero dejarte exhausta. ¿No temes un embarazo?, pregunté a bocajarro.

—No creo que otra vez fallen las píldoras, pero, por si las dudas, también uso un DIU —aclaraste antes de bajar tu rostro hacia mi vientre.

Sentí tu boca en mi glande, después siguieron el tronco y el escroto... En tus manos volvió a endurecérseme el miembro y te acosté boca arriba. Puse tus piernas sobre mis hombros y te penetré. Me moví con rapidez. Cerraste los ojos, apretaste la boca, después la abriste para gritar “así, así, sigue”, varias veces hasta que diste un grito agudo y abriste las piernas para bajarlas. Aproveché que las corvas de tus rodillas quedaron entre mis brazos para acomodarme y lamer tu sexo sin parar haciendo que tuvieras un par de orgasmos más y te penetré otra vez para llegar juntos a la extenuación. Te besé la frente antes de rodar a tu lado. Tu mano acarició mi cara y no dejabas de sollozar y decir “gracias”.

—Eres mejor que como te había soñado —expresaste cuando ya estaba yo medio dormido y tú respirabas normalmente.

—No sé qué habías esperado, pero debes saber que tu belleza y tus caricias vuelven macho a cualquier hombre.

—Te creo, aunque sólo he tenido posibilidad de ver esa respuesta de los dos únicos hombres a los que amo —afirmaste tomando mi mano y callaste de golpe cuando te escuchaste decirlo. Al cabo de unos segundos continuaste:— Sí, es verdad, a los dos los amo —dijiste mirando hacia el techo, como hablando para ti misma y volviste a quedar en silencio.

Al poco rato te hincaste para acariciar mi pecho y mi rostro, y comenzaste a decirme unos versos.

Al estarlos oyendo, de tu mirada se desbordó el azul que nos vistió y coloreó la noche. Tu voz, tus palabras y las caricias que recibía en todo el cuerpo, hicieron que me enamorara. Simultáneo al concluir el último verso subiste tu cuerpo al mío y me besaste.

—¿De quién son los versos?, están bellos —pregunté.

—Míos y los hice pensando en ti, ¿acaso sólo tú puedes decir cosas sentidas?

—Gracias, espero que también los pongas por escrito.

—Están por escrito en una breve carta que te traía, pero se mojó —te levantaste para ir al baño y al regresar traías una hoja cubierta en papel desechable— Quedó borroneada en azul y... ahora son dos —dijiste al quitarle el papel que la cubría, en el cual quedó una réplica húmeda.

—Así la quiero, para que me recuerde esta tarde de lluvia y el azul con el que me inundó tu mirada —dije tomándola y extendí mis brazos para darte cobijo entre ellos.

Nuestros labios volvieron a encontrarse. Después te cambiaste de posición para llenar tu boca con mi falo y ofrecerme el flujo de tu vagina. Al poco rato quedamos dormidos.

Los pájaros y el tránsito matutino nos despertaron. Me besaste y pediste que te cubriera. Lo hice después de besar todo tu cuerpo y morderte suavemente las nalgas. Así, boca abajo, abrí tus piernas, metí mis manos bajo tu cuerpo, con una me posesioné de tus tetas y con la otra acaricié tu clítoris. Me moví sin detenerme escuchando tu voz diciéndome “así, cógeme así, más rápido”.

—¡Qué lindo me haces venir! —fue lo último que gritaste. Te correspondí con un alarido cuando me desbordé en tu interior y, en la calma inmediata, de tus labios salió un dulce “te amo”.

Dormimos un poco más, con las caras enfrentadas y compartiendo nuestros alientos. Al despertar, nos bañamos. En la ducha volví a penetrarte y sonreías al decirme que te agradaba ver que tu cuerpo me provocara deseo.

Después de secarnos mutuamente, comencé a tender la cama en tanto que tú, también desnuda, planchabas tu ropa. Desayunamos y platicamos más antes de vestirnos. Ya era mediodía cuando salimos rumbo a tu casa. Aún tenías que estudiar.

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NOTA: Me inicié escribiendo relatos eróticos hace varios años, cuando estudiaba en la Universidad y cayó en mis manos un juego de fotocopias de un libro con relatos de este tipo. Estaba separado por capítulos, al parecer dedicados a las diferentes mujeres con quienes convivió el autor (no tuve fotocopias de la portada o página legal donde pudiese conocer más datos). En tributo a este recuerdo, he publicado dos de esos relatos (“Serendipia” e “¿Infidelidad?”). El relato que publico hoy, ocupa el último lugar del citado libro.

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