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Me cogió, en casa, el esposo de mi empleada doméstica
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Tiempo de lectura: 4 minutos

Por un tiempo, cuando vivíamos en un enorme departamento alquilado, tuvimos una empleada doméstica. Mi esposo se dio cuenta que el departamento era demasiado grande y que yo sola no iba a poder mantenerlo limpio. Además, él se encaprichó en vivir allí. Era lindo, es cierto, pero para nosotros dos era inmenso, con dos pisos y muchas habitaciones. En una zona preciosa, pero un edificio antiguo, fue una ganga el precio de alquiler. Con lo que ahorrábamos en el pago del arrendamiento, mi esposo decidió contratar una doméstica para que limpie tres veces por semana.

Luisa, la doméstica, era una mujer algo mayor que yo. En ese momento tenía yo 27 años, ella seguro algo más de 30. Gordita y nalgona, de cabello muy negro, muy tupido y muy lacio. Muy morena y de labios carnosos. No me parecía bonita, pero seguro tenía su jale en su barrio pues claramente era muy coqueta. Cuando llegaba, se cambiaba toda su ropa, para ponerse la ropa en la que trabajaba. Incluso se cambiaba de ropa interior y siempre que me fijaba (pues dejaba todo colgado en el tendedero, supongo por alguna costumbre rara) sus tangas eran caras y realmente coquetas. Lo demás era ropa bonita pero barata, pero en las tangas sí que gastaba y bien.

Como a los tres meses que empezó a trabajar. Su esposo comenzó a recogerla. Ella terminaba a las 6pm su horario y algunas veces, cuando ya había concluido con sus labores, me pedía salir algunos minutos antes, pues su esposo la esperaba afuera. Cómo ya estaba todo hecho, la dejaba salir.

Un jueves, a último momento, mi esposo me pidió preparar una cena para unos amigos que habían llegado de viaje. Acepté pues me gusta cocinar y, aprovechando que Luisa estaba, le dije si me podía ayudar un par de horas más, que la pagaría las horas extras. Me dijo que sí, pero que bajaría a avisarle a su esposo para que vaya a dar una vuelta y regrese a las 8pm. Le dije que, si ella y él querían, que lo haga pasar y que vea tv en la sala de estar mientras la esperaba. Bajó y volvió con él. Martín, su esposo, era un hombre moreno, como ella. Fornido, de cabello ensortijado, labios muy carnosos. No era negro, pero seguro tenía muchos genes afroamericanos. Me saludó con respeto y pasó a la sala de estar.

Hacia las 7.30 terminé con Luisa lo que debíamos preparar. Le pagué por las dos horas acordadas y se retiró con su esposo.

La semana siguiente, de compras por el mercado del barrio, me encontré con Martín. Tenía un puesto de ventas de verduras. No lo sabía. Siempre iba a ese mercado y como no lo conocía, había pasado siempre por su puesto sin prestarle atención. Lo reconocí y lo saludé. Me reconoció también. Teniendo en su puesto algunas verduras que necesitaba, decidí comprarlas allí.

Desde ese momento, me convertí en su clienta. Nunca se lo comenté a Luisa, por descuido supongo. Como a los tres meses de compras habituales cada semana, ya podía decir que tenía mucha confianza con Martín. Me decía siempre “mi casera más linda” y me hacía “descuentos”. Sabía que me cobraba más, y que sus descuentos eran una farsa, pero siempre me daba verduras de primera calidad y con eso se compensaba todo.

Una mañana que estaba comprando, me encontraba muy caliente. Tenía demasiadas ganas de ser cogida. Esos días en los que uno se pone loca y solo tiene dos opciones, o se masturba o encuentra con quien acostarse. En mi mente daba vueltas Martín, con sus labios carnosos y su pene que de según mis fantasías era enorme, por ser de ascendencia negra.

Compré las cosas y, como quien no quiere la cosa, le pregunté si podía cuidármelas en su puesto pues debía ir a hacer otras compras. Estaba segura, con ese instinto femenino que a veces no nos falla, que él se ofrecería a llevarlas al departamento. No me equivoqué. Me dijo que, si deseaba, me las llevaba al departamento donde vivía. Que le indique la hora y él las llevaría. Eran poco más de las 10.30 am. Le pregunté si podría llevarlas a medio día. Aceptó.

No tenía nada que hacer, di un par de vueltas por el supermercado cerca y volví a casa. La calentura me estaba matando. Necesitaba tener una verga dentro. Imaginar la de Martín me estaba torturando.

Me duche. Me puse un vestidito de casa, de color turquesa. El más translucido y corto que encontré. Me aseguré de colocarme una tanga negra, que contrastaba mucho con el vestidito, para que él se diera cuenta de que llevaba dentro.

Tocó el intercomunicador. Le pedí que subiera. Lo esperé en la puerta. Cuando llegó le pedí si “por favor podría llevar las verduras a la cocina”. Me aseguré de caminar delante suyo. No había forma que deje de mirar mis nalgas al caminar detrás mío.

En la cocina, Luis dejó las cosas sobre la mesa. Le miré la entrepierna y me di cuenta que estaba empezando una erección. Lo vi sudar. En ese momento había que dar el paso. Me la jugué.

Cogí una de las zanahorias que había traído y “torpemente” se me cayó. Antes que él reaccione, me incliné noventa grados a recogerla. Sentí como mi vestido se subió y quedé con las nalgas al aire, solo cubiertas con la tanga. Me tomé un par de segundos en el recojo de la zanahoria hasta que sentí sus manos coger mis nalgas.

Me las agarró con fuerza y me dijo “usted es una perra señora y quiere que me la cache”. Uso el “cachar” que usamos en Perú. Me excité tanto que le respondí con un simple “si”.

Me levantó, me cargó y me llevó a la sala de estar donde había estado viendo tv la vez anterior que estuvo en casa. Me acomodó en 4 patas sobre el sofá. No podía mirar lo que él hacía, pero era obvio se estaba desabrochando el pantalón mientras decía “que culo blanco señora” eso me ponía más caliente aún.

Separó un poco mis piernas. Puso la tanga de lado y sin ninguna estimulación me penetró. Sentí como su verga entraba y seguía entrando. Era enorme. Sin verla la sentí. Seguía diciéndome “que señora tan puta es” y yo solo gemía y respondía que sí. Que lo era, que era puta.

Sin preguntarme ni hacer nada previo, me metió un dedo en el culo. Como entró tan fácil, metió otro y luego otro. Su verga me llenaba la concha y tres dedos me hacían volar por el culo. Yo gemía y me movía como loca. El seguía con su “así señora, así señora, que puta es”.

Yo tenía 27 años. Él era mayor, pero no podía dejar de decirme “señora” pues supongo en su mente era la esposa “del patrón”. Mientras me decía “señora puta” tuve dos orgasmos seguidos, intensos. Luego de ellos, Luis sacó su verga de mi coño y me la metió en el culo.

Después de tener sus tres dedos dentro, entró muy fácilmente. Yo aún no se la veía, pero por cómo me hacía sentir, sabía que era de las grandes, de las que me gustan, no cómo la de mi esposo.

Volví a llegar. Él se empezaba a poner loco y me dijo “señora se la va a tomar”. No respondí nada, lo que era un “si, dámela en la boca”. La sacó. Me tiró sobre el sofá. Quedé acostada. Se puso a un lado de mi cabeza y puso su verga en mi boca. La abrí, la metió un poco y justo empezó a eyacular. Un instante dentro de mi boca y luego en toda la cara. Muchísima leche. Tenía todo el rostro cubierto por ella.

Cuando dejó de eyacular, abrí los ojos y la pude ver. A centímetros de mi rostro. Enorme como la imaginaba.

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