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Mi primera vez en un parqueadero

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Queríamos explorar algo nuevo, así que salimos a un bar y pedimos una botella de ron. Entre el frío de la noche, la soledad de las calles, la preocupación por un examen, pensando en quién nos iba a prestar la tarea de química y haciendo planes para la graduación fue mi primera papalina. Mis sentidos estaban desequilibrados, el entorno me daba vueltas y al fondo escuchaba el rock y las carcajadas de mi amiga cuando decía que un joven se estaba riendo de nosotras. Aun así no me importaba y disfrutaba esa sensación.

En medio del arrebato, me dio curiosidad saber quién era el hombre cuerdo que no entendía mi demencia. Levanté la mirada y aunque todo se tambaleaba noté que era un joven de piel blanca, cabello rubio y ojos verdes. Al verme preguntó: ¿cómo te llamas? – Aileen - respondí. Mi nombre es Daniel mucho gusto – continuó. Se acercó y me ofreció su mano. Haciéndome saber que él también era del pueblo y estaba con unos amigos tomando algo, disfrutando del circo que yo estaba armando. Lo que produjo en mí fue más risa, tengo un pequeño defecto y es que me rio en momentos indebidos. Así que seguí disfrutando de mi rebeldía, mientras el hombre sensato me veía. Después fui a casa con mi amiga y con risa inmotivada nos quedamos dormidas. Al otro día ni la tarea llevamos, ni el examen lo ganamos. Una colegiala que salía del capullo, convirtiéndose en una colorida mariposa, atrayendo las miradas de quien la veía volar. Tenía varios admiradores; Juan, un sabio y caballero; Sebastián un coqueto y caribonito; Gonzalo, tierno y detallista; Luis, trabajador y de buen humor. No sabía a quién elegir, era un dilema.

Mientras tanto le preguntaba a mis compañeras qué sentían cuando tenían sexo. Me encantaba escucharlas al día siguiente después de versen con sus novios. Me describían las posiciones que hacían, los sitios a donde iban y los detalles que les daban. Buscando que llegara ese día, salía con Juan y me parecía aburrido; con Gonzalo y era demasiado cursi; con Luis y era muy despreocupado. Era un dilema. Con Sebastián salía ocasionalmente y era un acosador. En la acera, afuera de mi casa cuando se iba a despedir, apretujaba mi nalga y pasaba su lengua caliente por mi oreja de manera circular, continuaba rozándola por el mentón y lo llevaba a su boca para succionarlo. Acomodaba sus manos en mis senos y los agarraba tan fuerte como si fuesen a escapar. Me abría un poco las piernas para él meter la suya y la frotaba con mi vagina. Miraba su cara y se estaba mordiendo los labios, enredaba sus dedos con mi cabello y me hacía más fuerte, sintiendo la braga de mi pantalón metida en el medio de mi vulva. Metía el dedo pulgar en mi boca y lo chupaba mirándolo a sus ojos. De pronto alguien venía y nos quedábamos quietos como si nada pasara, mientras lo abrazaba. Me gustas – expresaba él. Mis pupilas se dilataban y le respondía con una sonrisa. Nos hacíamos en las escalas de mi casa y cuando se iba a desvestir me negaba a tener sexo con él, a pesar de que gozaba lo que hacíamos. Respondía con indiferencia, mientras yo disfrutaba ver su cara de frustración al no poderme coronar. No debía ser fácil para él que alguna mujer se resistiera a seguirle el juego, estaba acostumbrado a tener sexo con todas las mujeres que se le antojaba. Días después se cansó y no me volvió a buscar.

Cierto día pasé por el parque y me topé con Daniel; el joven de ojos verdes. Monita, ¿te acuerdas de mí? – Preguntó - sí – respondí. Me contó que era un concejal del pueblo y su familia vivía allí. Así que venía frecuentemente y quería salir conmigo en alguna ocasión. Te confieso que le acepté por educación, me dio la impresión de ser un hombre altivo y presumido. Siempre que acordábamos le sacaba una excusa para evadirlo. Sin embargo siguió insistiéndome y cada que estaba de visita me escribía por Facebook o me llamaba para que saliera a la puerta de mi casa y despedirse antes de salir con rumbo a la ciudad. Era poco lo que hablábamos; me contaba cómo le iba en las sesiones y lo que hacía en la semana. Por sus palabras me parecía algo superficial y poco interesante., se volvió intenso y seguía esquivándole.

Los fines de semana yo salía de fiesta con mis amigas y por lo general me encontraba con “el intenso”. Un día en medio de la fiesta, le acepté un trago y para consolarlo, también un beso. A las 12:30 am cerraron la discoteca y salimos juntos. Me llevó a la entrada de un parqueadero que curiosamente al fondo quedaba su casa y me recostó a la pared. Monita, me tienes loco, me encantas – dijo, mordiendo mis labios y recostando su cuerpo con el mío. Hagamos el amor – continuó – ¿aquí?, jamás lo haría – respondí un poco ofuscada. Recordé que no me gustaba y era cosa de tragos, además cómo pretendía que “mi primera vez”, fuera en ese lugar. Le pedí que me llevara a mi casa que quedaba a dos cuadras de la suya y así lo hizo.

Cuando llegué, mi mamá estaba esperándome – ¿con quién estabas? - preguntó ella – con mis amigas - respondí – ¿y quién le hizo lo que tiene en el labio? - continuó en voz alta. La miré con cara de sorpresa como si no supiera nada y fui a mirarme al espejo, tenía un moretón en la boca, como si hubiese sido víctima de un vampiro y le dije lo primero que se me ocurrió: me picó algo ahí. Aunque en el fondo supe que no me creyó. Al otro día le contaron que me habían visto con Daniel y cuando llegó a casa me dio una retahíla. Al parecer presentía que su niña ya estaba creciendo y desde entonces le cogí más pereza a Daniel. Era un descarado: me hacía moretones, me quería quitar la virginidad en un parqueadero y aparte me exponía frente a mi madre.

Meses después me gradué del colegio y viajaba a la ciudad para ir a la universidad. Cuando me reunía con mis compañeras, todas hablaban de amor y sexo, mientras yo me dignaba a escuchar. Tenía amigos y pretendientes pero ninguno me tocaba el corazón. Cierto día llegué al pueblo y me topé con “el impertinente de ojos verdes”, me saludó y me invitó a tomar algo en son de amistad. Su actitud hacia mí ya había cambiado, parecía que ya no me miraba con ojos de deseo. En medio de la conversación me di cuenta que compartíamos el mismo gusto por la música, el deporte, los caballos y “el niño de papi y mami”, tenía don de gente: le gustaban los niños y ayudar a los demás. Desde ahí empezamos a ser amigos. Ahora iba con gusto a la disco, que ambos frecuentábamos para verlo y me di cuenta que era carismático y la gente le tenía aprecio. No debe ser tan malo el condenado este – pensaba cuando lo veía. Fuimos forjando una bonita amistad y empezamos a compartir nuestros gustos. Salíamos juntos a cabalgatas; lo acompañaba a hacer donaciones en las veredas y a sus partidos de futbol los fines de semana. Cuando coincidíamos, viajábamos juntos a la ciudad. Se fue convirtiendo en mi mejor amigo y su comportamiento era de alguien respetuoso y caballero. Aunque a veces me celaba, cosa que no me chocaba.

Mis sentimientos estaban un poco confusos, cuando pensaba en él sentía cosquillas en el estómago y cada que lo veía mis ojos brillaban y la sonrisa de oreja a oreja casi me delataba. Su reacción era similar a la mía, pero jamás me atrevería a tomar la iniciativa. Si llegara a pasar algo, sería porque él daría el primer paso. Además tenía orgullo y no quería que pensara que me derretía por él, después de todo el desprecio que le hice tiempo atrás.

Cierto día acordamos para asistir a un evento y perdí mi teléfono, no me pude comunicar con él para confirmar su asistencia. Sin embargo fui con una amiga y antes de llegar estaba un poco ansiosa. Me paré en la puerta para ver si lo veía y de pronto vi a mi nuevo amigo, con sus ojos verdes que iluminaban toda la fiesta, al verme relució una sonrisa que parecía ser el mejor lugar para posar mis labios. Lo saludé y nuestras miradas se conjugaron aquella noche, bailamos y reímos como nunca antes. Los gestos hablaban por sí solos, dos amigos con deseo de sentirse, amarse y entregarse. Horas después salimos de allí y me pidió que lo acompañara a su casa. Nos fuimos caminando y en el transcurso empezó a coquetearme, mientras mis cachetes se sonrojaban y por dentro me moría por volver a sentir su piel, ahora con mi total consentimiento y sin resistencia alguna.

Cuando íbamos entrando al parqueadero, me acorraló contra la pared. Esa noche quería que me hiciera suya. Me colocó una mano en el rostro y la otra en la cintura, me besó de la manera más sutil y tierna posible. Empezamos a jugar con nuestras lenguas, metió su mano por debajo de mi blusa y la subió fuertemente por mi espalda, en sinónimo de deseo. Me desabrochó el jean y lo bajó hasta los tobillos, se arrodilló y a unos centímetros de su cara estaba mi vulva, pidiendo que la saboreara. Abrí un poco mis piernas y empezó a mordisquearme la entrepierna, mientras sentía que mis líquidos estaban saliendo, fue envolviendo esos hilos pegachentos en su lengua. Se paró y me giró, dándole la espalda. Volvió y se agachó y me abrió la nalga para hacerme el cunnilingus y con la otra mano me estimulaba el clítoris, estaba empapada. De pronto me subió el jean y me llevó hacia un carro, se desnudó y nos acomodamos en la parte trasera, se sentó y me agaché para chupar su dura verga, la cogí con mi mano y la metí en mi boca hasta la garganta, la sacaba y me daba golpes en la cara con ella, mientras sentía su babita y su olor se quedaba impregnado en mi rostro. Me cogió del cabello y me llevó hacia él, nos dimos un beso compartiendo saliva y algo de fluidos. Nos abrazamos y ya me iba a desnudar. Estaba tan nerviosa que no sabía qué hacer o qué decir. Bueno si sabía, quería decirle que me hiciera el amor, pero todavía no porque me iba a doler. Daniel, soy virgen – dije - ¿enserio? – respondió con cara de sorpresa y seguidamente me besó, no se decirte si fue demasiado pasional o exageradamente cariñoso. Tranquila – dijo él en voz de secreto.

Me quitó la ropa dejando lucir mi temerosa y hambrienta vulva. Me acostó en la silla y cerré los ojos. Empezó a masajearme el clítoris y sentía una energía que subía y bajaba por mi cuerpo. Cerraba el puño de mis manos y mis pezones se tensionaron, con su lengua los rodeó de lengüetazos. Me abrió bien las piernas y trató de introducir la punta roja de su sexo sobre el mío, empecé a sentir un ardor y pronto salió un quejido - ¿lo saco? – preguntó – no, sigue – respondí. Mientras sentía su verga caliente, desafiando mi mojada y estrecha vagina para entrar. De pronto Daniel se aceleró y lo hizo más rápido, provocando que le arañara la espalda. Sentí un fuerte dolor, que a su vez fue placentero. Luego lo metía y lo sacaba más seguido, hasta que se quedó quieto y me abrazó. Nos quedamos ahí, paralizados un rato, entre mimos y caricias sentía cómo su leche iba saliendo de mi vagina.

Desde entonces seguimos teniendo encuentros en el parqueadero.

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