Nuevos relatos publicados: 0

Nuestro cumpleaños BDSM (tercera y última parte)

  • 19
  • 5.563
  • 9,50 (2 Val.)
  • 1

Conviene leerse los dos relatos anteriores de esta serie, para entender lo que hago con mi sumiso durante un fin de semana completo.

Desde la habitación, y como si estuviera en una pelea con mi cuerpo por conseguir despertar, escuchaba los pájaros, mientras un rayo de sol parecía gritarme que ya era el momento de salir de la cama. Pero estaba muy cansado. Sentía mi cuerpo muy pesado y no era capaz de incorporarme, atrapado por un colchón demasiado blando para mi espalda.

Estuve un buen rato luchando conmigo mismo, y entonces escuché tu voz en mi oído:

- “Hola, cariño… Son ya las once de la mañana y sigues en la cama. Creo que has batido tu propio récord. ¿Me acompañas a desayunar?”.

Mientras decías esas palabras, te metiste en la cama vestida con unos pantalones negros ajustados y una sudadera gris. Te abrazaste a mí. Nos besamos despacio, y mientras mis músculos y mis sentidos trataban de salir de su letargo, me dijiste:

- “Pedro, estuviste increíble ayer. Disfruté mucho cada momento de la noche con tu entrega, tu sumisión y con tu obediencia. Me haces muy feliz, cariño. Te quiero”.

Te miré y volví a abrazarte fuerte. Eres el refugio de todos mis miedos, el cobijo de todas mis tormentas, y el resguardo de todas las imágenes que recorrían mi cabeza desde que me metí en la cama la noche anterior. Me dijiste que Rubén y María se habían levantado pronto y que se habían vuelto a Madrid, y que habías hablado con el dueño de la casa para decirle que nos quedaríamos todo el domingo, y que el lunes por la mañana, bajaríamos pronto a Madrid para volver a nuestras obligaciones laborales. Me pareció una gran idea poder remolonear un poco más en la cama sin tener que salir de allí precipitadamente. Además, me permitía disfrutar de ti durante horas.

Después de ponerme unos vaqueros y una camiseta, y feliz de la vida, bajamos las escaleras y nos dirigimos a la planta baja. Hacía un día precioso y me propusiste desayunar en el jardín de la casa, lo que me pareció perfecto. Me encanta aprovechar los rayos de sol de una mañana fresca, sobre todo si estoy contigo charlando. Preparamos café, tostadas, un par de aguacates con sal y aceite e incluso hiciste un par de zumos de naranja.

- “Toca reponer fuerzas, mi amor. Ayer fue un día bastante intenso y tenemos todo el domingo por delante”.

Tus bonitos ojos verdes iluminaban el jardín de la casa, y me dejaban a las claras que pensabas exprimir el domingo al máximo. Me encantan tus ganas de más. Tu intensidad y tu hambre de mí, pero estaba disfrutando del desayuno y de tu compañía y, a pesar de que me hubiera arrodillado ante ti si así lo hubieras ordenado, decidiste que teníamos tiempo para todo. A ti también te encanta pasar horas con un buen desayuno y una buena charla, así que nos quedamos en el jardín prácticamente hasta la hora de la comida, entre charlas, risas y besos.

Serían la una y media o las dos de la tarde cuando, con una mirada completamente distinta, me dijiste:

- “Vete dentro y trae tu collar, bonita. Vuelve al jardín desnuda y caminando a cuatro patas. No conozco muchas perras que lleven vaqueros y caminen erguidos como lo estás haciendo esta mañana”.

Con un hilo de voz grave que apenas me salía del cuerpo, contesté un breve “Sí, Ama”, y me metí en la casa para buscar el collar y la correa. Al buscarlo, me percaté de que habías recogido el salón, y también que habías dejado varios juguetes al lado de la maleta del terror. No pude hacer otra cosa que sonreír mientras me quitaba la ropa. Estaba feliz, y estaba excitado, y una potente erección asomaba debajo de los bóxer.

Entré en el jardín con el collar en la boca, desnudo y caminando a cuatro patas. Me acerqué a tu lado y acariciándome el pelo, me dijiste:

- “Buena perra. Bien hecho”.

Me colocaste el collar y te descalzaste. No hizo falta nada más para que agachara mi cabeza y comenzara a lamer tus pies. Con mucha calma y con mucho amor los recorrí con mi lengua. Dedo a dedo, los envolvía con ella mientras mi ansiedad y excitación iban en aumento. Poco a poco fui notando como te ibas excitando. Tu respiración agitada es el mejor termómetro para medir tu grado de excitación. Además, empujabas tus pies dentro de mi boca con ansia, y a mí (que me gustan los retos, y lo sabes) eso me parecía un reto para meterme el pie entero hasta la campanilla, aunque eso me provocara sonoras arcadas.

En un momento dado, me diste un tortazo y me dijiste “Te quiero”, a lo que yo contesté que yo también a ti. Pero en vez de sonreír, cambiaste el rictus y dijiste:

“Mira tú. Una perra que habla. Qué curioso. Vamos a ver si también entiendes lo que te digo. Vete al salón y saca tu bol de perra, las cuerdas, la mordaza, las pinzas, el film y el strap grande. Y como buena perra que eres, no se te ocurra volver a emitir un sonido que no sea propio de dicho animal, o te arrepentirás”.

Mirando al suelo ladré una vez. Ambos tenemos definidos los códigos de mis ladridos. Cuando ladro una vez, estoy afirmando. Cuando lo hago dos veces, estoy negando… cuando gruño es porque estoy enfadado y cuando respiro agitadamente como lo hace un chucho, es que estoy ansioso.

Así que después de ladrar, entré al salón y de uno en uno, fui metiendo todo lo que me ordenaste, transportándolo con la boca, claro… ya que los perros no tienen la capacidad de coger cosas con sus patas. Al verlo, te reíste y me dijiste:

“Buena perrita. Me has complacido. Acércame el bol con tu hocico, que te has ganado un premio”.

Lo hice, empujando el bol con la nariz y la boca, y al dejarlo cerca de tus pies, te quitaste los pantalones, te agachaste sobre el bol y measte dentro. Después me agarraste la cabeza y me la acercaste hasta rozar el pis con la nariz. Escupiste dos o tres veces y me dijiste:

“Aquí tienes tu premio, preciosa. No irás a rechazarlo, ¿verdad?”.

Ladré una vez y comencé a beber como lo hacen los perros, dándole lametazos al pis que llenaba mi bol, mientras te escuchaba reír y llamarme zorra. Te sentía feliz, y yo estaba feliz de estar a tus órdenes una vez más.

Al rato me dijiste que ya estaba bien… que me iba a empozar bebiendo tanto, y me pediste que colocara la cabeza sobre tus piernas. Con agua y jabón me limpiaste la boca con poca delicadeza y, al terminar, me dijiste que haciendo una excepción me pusiera erguido, sobre mis patas traseras.

Lo hice sonriendo, pero no te pareció una buena idea, porque me diste una sonora bofetada y me escupiste en los ojos.

“¿Qué te hace gracia, perra?”.

Bajé la cabeza y me dijiste que no me moviera. Comenzaste a envolverme en film con ese aparato industrial que nunca sé cómo se llama. Ibas rodeándome y ejerciendo presión sobre mí. Los brazos a ambos lados de mi cuerpo, bien pegados a mis caderas. Las piernas juntas, y la espalda erguida.

Después de un buen rato, estaba completamente inmóvil. No podía mover ni un músculo. No sabía si también ibas a envolver mi cabeza en film como haces frecuentemente. Y creo que fue algo que cruzó tu mente. Pero me dejaste allí y entraste al salón, para salir con la máscara de perro de color rosa que habíamos comprado y que -por supuesto- era lo apropiado para ese momento.

Antes de ponerme la máscara, me colocaste una mordaza roja de bola con agujeritos, cogiste mi teléfono móvil y sacaste del bolsillo de mis vaqueros los auriculares inalámbricos. Los colocaste en mis orejas y abriendo una canción cualquiera en Spotify te aseguraste de que estuvieran conectados. Yo contesté con un ladrido cuando preguntaste, y tú sonreíste con fuego en la mirada.

Con los auriculares en mis oídos, colocaste la máscara de perro, de la que previamente habías cerrado la cremallera de los ojos y de la boca, con lo que de pronto dejé de ver, y solo escuchaba una canción de Eric Clapton. Pero al rato escuché el tono de llamada de mi móvil y tu sensual voz en mis oídos diciéndome:

“Hola mi amor. Espero que estés cómoda con tu máscara de perra y enfundada en film para mí. Desde aquí fuera te ves muy guapa. Creo que sabes lo que toca ahora, ¿verdad? Ups… si no puedes contestar. Se me había olvidado que te había puesto la mordaza. Qué lástima… estarás tan guapa babeando para mí…”.

Yo estaba muy excitado y a tu completa disposición. Perder cualquier contacto con la realidad salvo el puente que tiende tu voz, es como cuando le pides a alguien tirarse sin mirar por una ventana. Exige una confianza ciega en la otra persona. Y eso es exactamente lo que yo siento cada día, pero especialmente cuando te encargas de que te entregue mi cuerpo y mi mente, para que hagas conmigo lo que quieras.

“Cariño, cuando te dé dos golpes en la espalda te vas a dejar caer hacia atrás poco a poco. Yo voy a sujetarte, pero no te preocupes porque por nada del mundo te voy a dejar caer, pero tienes que entender que así como estás, de pie, no me sirves de mucho. Afirma con la cabeza si lo has entendido, zorra”.

Afirmé moviendo la cabeza y, al sentir los dos golpecitos en la espalda, me fui dejando caer. Sentía cómo tus manos me agarraban (no sin esfuerzo), y en un momento dado me dejaste caer suavemente sobre algo blando. Imaginé que sería un colchón, pero quizás fuera la hierba del jardín. Tampoco sabía a qué distancia me habías dejado caer, pero estaba tumbado boca arriba y completamente inmóvil “gracias” al film que envolvía mi cuerpo.

Al dejar la llamada conectada pude escuchar tu respiración y tus gestos de esfuerzo al dejarme caer, y no pude sino sonreír imaginando tu cuerpecito tratando de sostener el mío… pero mi sonrisa se evaporó cuando sentí que estabas haciendo algo con el film a la altura de mis genitales.

Sentí cierta liberación en la zona, y supe instantáneamente que habías usado unas tijeras para liberar mi pollita y mis huevos. Sentí peso sobre mi cara y te imaginé sentada sobre mí. Y efectivamente debía ser así, porque empezaste a masajear mi polla hasta conseguir una erección casi inmediata. Estaba muy excitado por no poder tener ningún tipo de control de lo que estaba sucediendo o de lo que iba a suceder… y tan solo me concentraba en lo que me hacías sentir, ya que no podía ver nada.

Por los auriculares iba escuchando tus palabras. Tu voz rasgada, señal inequívoca de que estás excitada… y un segundo después pude escuchar y sentir como tu lengua y tu boca se dedicaban a mis huevos y mi polla, mientras me recordabas lo pequeña que era mi polla, y lo mucho que te hacía disfrutar con ella.

Imagino que en un momento dado, te sentiste bien con la dureza alcanzada, porque sentí que cambiabas de posición, e inmediatamente un calor reconocible inundó todos mis sentidos. Estaba dentro de ti y te sentía apretar los músculos de tu coño sobre mi pollita para recordarme que si quisieras, podrías hacer que me corriera sin moverte… como habías hecho tantas otras veces.

Cuando dejaste de apretar y mientras me decías por teléfono lo puta que soy, las ganas que tenías de follarme y lo buena perra que había sido la noche anterior ofreciéndole mi culo a Rubén en vez de los latigazos, subías y bajabas. Me cabalgabas y escuchaba tus gemidos. Esos gemidos que son como cantos de sirena para mis oídos, y que tantas veces me habían hecho naufragar en tu orilla. Lo habíamos hablado muchas veces, y me permitiste comprobarlo otras tantas. Eras capaz de hacer que me corriera sin mover un centímetro tu cuerpo y simplemente gimiendo de placer… pero me dijiste que hoy querías disfrutarme como es debido, y que me había merecido disfrutar de ti.

Sentir tus gemidos es como estar en el cielo… pero notar la presión de tu coño en mi polla es como la muerte en vida, y sin poder pedir permiso ni nada por el estilo, me corrí dentro de ti. Fue una corrida increíble. Mi cuerpo decidió hacer la guerra por su cuenta, y comenzó a temblar, fruto de la intensidad del orgasmo… y entonces, sentí y escuché que te corrías conmigo, con esos gemidos que solo unos pocos elegidos han podido escuchar, y que ahora me pertenecen a mí.

Después de correrte, y sin moverte, me decías que estabas muy orgullosa de mí, que te hacía muy feliz y que te encantaría que nos fuéramos a pasear por la montaña… pero que por alguna razón, estabas muy excitada y te morías de ganas de follarme el culo, así que te levantaste, me diste la vuelta como si se tratara de una alfombra enrollada y sentí que estabas enredando en la parte de atrás. Obviamente estabas repitiendo la operación.

Notaba que el film dejaba un agujero en mi culo y cómo colocabas unos almohadones en mi cadera, para que pudiera elevar mi culo de zorra y ofrecértelo. La gran diferencia es que esta vez no podía colocar mis manos a ambos lados y abrirlo para ti, ofreciéndotelo… pero me dijiste que no me preocupara por tu despiste, que podías arreglártelas tú solita.

Y así fue. Cuando sentí que mis caderas se elevaban reposando sobre algo, noté algo líquido recorrer mi culo y después una presión en el mismo… abriéndose paso dentro de mí. Al hacerlo me dijiste que era una maravilla ver cómo era tan puta, cómo tenía un culito tan tragón, y cómo mi propio semen había servido de lubricante para follarme y deslizar tu strap dentro de mí hasta el último centímetro.

Empiezo a sentir que tu ritmo aumenta, que mi cuerpo pierde control, y que soy una especie de marioneta que apenas puedo mantenerme quieto. Estás detrás de mí, apoyada sobre mi cuerpo y sodomizándome con el arnés grande… y en un momento dado, siento que ya no quedan más centímetros… puedo notar tu cuerpo pegado al mío y te escucho decirme:

“Pedro, eres una puta increíble. Agárrate fuerte, porque te voy a follar como nadie lo ha hecho jamás”.

Y entonces siento un auténtico terremoto entrar y salir de mí. Con fuerza, con violencia, con intensidad y a una velocidad endiablada, siento que me estás follando con el alma, y me entrego a ti. Me entrego desde una sumisión absoluta, y desde un amor infinito. Ninguno de los dos sabemos hacer las cosas a medias, así que me concentro en disfrutar de esa maravillosa mezcla de dolor y placer, y pienso en todos los meses que tuvimos que esperar para disfrutar de nosotros, y las ganas imperiosas que tenemos los dos de recuperar el tiempo perdido.

Y entonces, te escucho correrte. Mientras me follas como si quisieras abrirme en dos… y poco a poco vas decelerando y recuperando tu respiración, aún agitada. Por algún motivo, me relajo pensando que saldrás de mí, pero no. Vuelves a cabalgarme con fuerza y escucho en mis auriculares tu voz diciéndome:

“Te recuerdo que, cuando quieres que pare, has de cruzar los dedos de tu mano. Pero no te recomiendo que me hagas parar, preciosa… estoy muy cachonda y muy a gusto follándote ese culo de zorra viciosa que tienes”.

Ni que decir tiene que ni me moví. Me siento violado. Sin poder moverme, con la respiración comprometida, las babas empapando la máscara de perro que llevo puesta, sin poder ver y tan solo escuchando tus gemidos y tu respiración. Noto que mi cuerpo se separa de mí, y te lo entrego. En mi mente solo están las ganas de complacerte, y aunque noto que mi culo está ardiendo por la forma en que me estás follando con tu strap más grande, no quiero parar.

Y entonces me doy cuenta de que tú tampoco vas a hacerlo. Pasan los minutos y sigues follándome. A ratos bajas la intensidad, pero enseguida te recuperas y siento que mi cuerpo se está arrastrando en la hierba del jardín, al resbalar el film fruto de tus embestidas. Por momentos siento que vas a romperme en dos, pero mi orgullo está luchando con la humillación y el dolor que siento por momentos. No voy a rendirme.

Te das cuenta de que hace tiempo que debo estar superado y me hablas con tu voz ronca, y tratando de mantener un punto de calma dentro de lo excitada que estás.

“Cariño, me conoces bien. No voy a parar, aunque tenga que estar dos horas follándote el culo. Así que guárdate ese orgullito y esa actitud de chulito, porque te la voy a quitar a pollazos”.

Y al terminar la frase, siento que tu strap sale de mí, para volver a entrar rápida y profundamente, desde el primero hasta el último de los 25 cm de largo. Repites la operación una y otra vez. A veces me dejas uno o dos segundos tranquilo, y otras tus embestidas se repiten con una intensidad demoníaca durante dos o tres segundos. Y vuelves a parar… y me das unos segundos… pero otra vez vuelves a follarme.

Siento que no puedo más, pero no quiero rendirme, aunque hace tiempo que siento que mi cuerpo ya no me pertenece… que soy una especie de muñeco de trapo. Y entonces vuelvo a escucharte entre gemidos:

“Eres un kamikaze cariño. Voy a parar porque tú no sabes hacerlo, y yo estoy aquí para cuidar de ti, y para cuidarte de ti mismo. Zorra, que eres una zorra. Pero esto no termina aquí. Que lo sepas”.

Siento alivio y sonrió. Creo que he ganado la batalla, y no puedo estar más equivocado. Me das la vuelta como un fardo. Primero retiras la máscara y luego desatas la mordaza. Tengo la barbilla, la nariz y los ojos llenos de mis propias babas y la respiración agitada. Aspiro aire como si fuera a salir volando. El poco aire por la máscara y la mordaza me han mareado, y aprovecho ese momento para recuperarme físicamente.

Pero cuando pienso que vas a quitarme el film, te acercas a mí, completamente inmovilizado y te sientas encima de mi cara. Aprietas las piernas muy fuerte y aprovecho para comerte el coño mientras soy consciente de que no podré aguantar mucho más sin oxígeno.

Empiezo a mover todo el cuerpo, tratando de hacerte señales de que estoy al límite de mis fuerzas, pero en vez de separarte para permitir el paso del aire, te frotas con fuerza sobre mi nariz y mi boca, y siento tus gemidos aumentar mientras tu ritmo no hace sino intensificarse hasta pensar que vas a romperme la nariz. No puedo más y comienzo a moverme como una angula, de lado a lado, mientras intento mover la cara para buscar un ápice de aire.

Entonces te separas unos centímetros y aspiro todo el aire que puedo. Después de dos o tres bocanadas, vuelves a sentarte sobre mi cara y a frotarte contra ella. No pasa ni un minuto y siento que te estás corriendo sobre mí… pero no paras. Sigues frotándote fuerte e impidiéndome respirar. Vuelvo a tener problemas y siento que me estoy mareando. Me muevo todo lo que puedo, pero no haces caso a mis señales y sigues apretando fuerte tus piernas, presionando mis orejas tanto que, siento que van a romperse.

Y entonces, vuelves a separarte unos centímetros, mientras puedo ver y saborear tu humedad. Y vuelves a repetir la operación una y otra vez. Pierdo la noción del tiempo y del número de veces que he sentido tus orgasmos… pero minutos después, siento que te separas y te sientas en mi pecho. Te doy las gracias. Estás sudando y agotada.

Te acercas a mí y cuando pienso que vas a besarme, me escupes a la cara y comienzas a darme bofetadas con una mano y con la contraria, durante un buen rato. Quizás me des veinte con cada mano. Quizás más. Siento el fuego en tu mirada y efectivamente me doy cuenta que estás muy cachonda cuando noto que dejas de pegarme y te masturbas a escasos centímetros de mí, dedicándome un squirt antológico que me esfuerzo por tragar, aunque la posición no es la mejor.

Vuelvo a darte las gracias, pero ya no sé si soy una persona o un animal. Estoy desposeído de cualquier atisbo de voluntad. Me siento un objeto en tus manos. Tu puta, tu zorra, tu consolador…

Me dejas en el jardín y te metes en casa. No sé el tiempo que paso así. Envuelto en film y con el culo ardiendo, la cara llena de todo tipo de fluidos y un cansancio que me supera y hace que me quede dormido.

No sé el tiempo que ha pasado, pero de pronto siento que me estás liberando del film. Estoy sucio, pero me siento feliz. Noto el orgullo en tu mirada y vuelves a insistir.

“Cariño, un día vamos a tener un disgusto como sigas siendo así de kamikaze. Menos mal que estoy yo para cuidarte… pero tienes que entender que a veces el placer y el deseo me superan… así que tienes que cuidarte un poco más, ¿vale?”.

Te contesto que sí y comienzo a desentumecer mis músculos cuando siento que has retirado todo el film. Pero apenas puedo moverme. Me incorporo y noto sangre en mi entrepierna. Era evidente que estaría pasando algo así, pero no era capaz de parar… Aunque arrastraré las consecuencias algunos días más, estoy feliz de ello.

Finalmente me levanto y cuando voy a besarte, me dices que ni se me ocurra besarte así ahora que estás recién duchada. Que vaya a la ducha y que me vista con los vaqueros y la camiseta que has dejado encima de la cama, y baje de nuevo al jardín.

Y eso hago… subo las escaleras pausadamente. Cada paso es un esfuerzo, pero el agua de la ducha me calma por dentro, y me siento renacer para ti. Intento recordar cada minuto de lo que acaba de ocurrir, pero me doy cuenta de que he perdido la noción del tiempo y del espacio… que mi nivel de entrega ha sido tan grande que no me he dado cuenta de nada. Y soy feliz.

Me visto, bajo al salón y te encuentro tomándote una cerveza en el jardín. Te levantas y vienes hacia mí. Te subes de un salto y me besas. Es un beso tierno. Un beso de amor. Un beso infinito y curativo que me hace sentirme el hombre más especial del planeta. Te doy las gracias, te digo que te quiero… y nos abrazamos como dos personas que se necesitan.

Entonces me dices:

“¿Cocinamos algo, mi amor? Un poco de música, unas cervecitas, una comida y una siesta. Creo que nos lo hemos ganado, ¿no?”

(9,50)