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Placeres peligrosos (II)

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Es aconsejable leer primero "Placeres peligrosos".

El busca la arrancó de su pesadilla, aun así el brusco despertar le impidió por un instante reconocer donde se encontraba hasta que el golpe que se dio en la cabeza con la litera la devolvió a la realidad.

Desde la fatídica noche, las pesadillas eran constantes, incluso durante el breve sueño, cuando las guardias se lo permitían. Cristina se lavó la cara y los dientes, luego se peinó y acudió a la sala de urgencias. Deseó que no fuera nada grave y poder retomar el sueño que tanto se resistía en los últimos días a apaciguar su espíritu.

El hombre de la cara ensangrentada, al ver a la neurocirujana se quedó estupefacto y sin poder hablar.

—¿Qué le ocurre? —preguntó, pero el paciente parecía estar en shock y le costaba articular las palabras, por lo que la doctora pensó que se debía al traumatismo. A continuación, la neurocirujana se dirigió a la residente.

—¿Qué tenemos? —le preguntó.

—Varón, treinta y siete años. Accidente de coche. Ha sufrido un traumatismo en la cabeza y tiene una brecha. Está consciente y hasta hace un momento parecía encontrarse bien, —le informó la residente.

—Muy bien. ¡Límpiale primero la sangre de la cara, —le ordenó mientras ella le echaba un vistazo a la brecha de la cabeza. —No parece grave, de todos modos le haremos un escáner por si hubiese alguna lesión interna, —le informó.

La residente terminó de limpiarle la cara ensangrentada y le preguntó a su superiora si se lo llevaban a hacerle la prueba, pero vio que la doctora miraba fijamente al paciente con los ojos abiertos como platos, al mismo tiempo que el hombre observaba a la neurocirujana con mirada apocada.

—¡Cósele la herida y llévalo luego a hacerle el escáner. Cuando esté, me avisas!—le ordenó a la residente, y con una mirada capaz de fulminar, abandonó la sala sin decir ni una palabra, por lo que la doctora residente se quedó perpleja ante una antipatía que era anormal en su superiora.

Estaba segura de que conocía al paciente, y de ahí su actitud. Habría jurado también por su frialdad que aquel hombre no era santo de su devoción y algo había pasado entre ellos que desconocía, de manera que mientras le hacían la prueba concertada, la residente fue a hablar con su superiora por saber si la podía ayudar en algo.

—¿Conoce a ese paciente? —le preguntó.

—Sí.

—Por lo que he visto, parece que no le cae muy bien, —manifestó, pero la doctora hizo caso omiso a su comentario.

—¿Le ocurre algo? —le preguntó amablemente.

—Nada que te importe, —le respondió tajante, y su residente se quedó confusa y extrañada ante la conducta inusual de su superiora, y frente a sus escasas pretensiones de abrirse, abandonó la estancia.

Al cabo de treinta minutos bajó la doctora a hablar con el paciente que permanecía a la espera con los nervios a flor de piel.

—No tienes lesiones internas. No todos podemos decir lo mismo, —le dijo en un tono adusto y se dio la vuelta dando por zanjada su visita médica para atender la Tablet.

—Siento todo lo que pasó. Aquello fue un error, —se disculpó el paciente, pero antes de que pudiese continuar, Cristina le hizo callar con un convincente gesto que no daba lugar a réplica, se dio la vuelta y desapareció por la puerta.

Cristina terminó su guardia a las ocho de la mañana y salió por la puerta principal a las ocho y cuarto. Aunque la noche había sido tranquila, no había tenido un sueño lo suficientemente reparador. Quería llegar a casa y acostarse un rato aun a sabiendas que dormiría a intervalos. Al bajar las escaleras de la entrada Julián estaba esperándola.

—¡No te acerques a mí! —le advirtió ella.

—¡Espera! No temas. Sólo quiero disculparme por lo que hicimos. No estuvo bien y entiendo lo mal que lo tuviste que pasar. No puedo hablar por los dos. Sólo sé que desde aquel día me siento como una mierda. No merezco que me curases hoy, lo sé, pero lo agradezco porque así he tenido la oportunidad de pedirte perdón, aunque no lo merezca.

—Fuisteis unos hijos de puta.

—Lo sé. Nos dejamos llevar por la euforia y nunca debimos haberlo hecho. No hay un solo día que pase que no me arrepienta…

—Bueno. ¡Déjalo ya! ¿Vale? Yo estoy intentando olvidarlo desde que pasó.

—Sólo si me dejas reparar el daño que te hice.

—¿Cómo vas a hacer eso?

—No lo sé, y me gustaría que hubiese un modo.

—No lo hay ¡Déjalo! Agradezco tus intenciones. No creo que seas un mal tío, aunque no puedo decir lo mismo de tu amigo, —aseveró.

—Gracias por pensarlo. ¡Déjame invitarte!

—No es una buena idea.

—Insisto.

—Lo siento. Estoy agotada. Necesito dormir.

—¿Otro día, quizás?

—Estoy casada, aunque eso creo que ya lo sabes.

—Sí, lo sé, yo también lo estoy, pero ambos sabemos que eso no es un inconveniente.

—No me interesa follar, ¿lo entiendes?

—Totalmente. ¿Un café te parece bien?

—No me gusta confraternizar con los tíos con los que me acuesto, y mucho menos con los que me violan.

—Entonces, ¿sólo puedo aspirar a follar?

—Eso se acabó.

—¡Déjame invitarte! Sólo un café. No volveré a molestarte.

—Está bien. A la noche sobre las diez.

—Hecho. ¿Aquí mismo?

—Sí.

Por primera vez en tres semanas logró dormir más de cuatro horas seguidas después de reclamar las atenciones de su esposo. Unas atenciones que su cuerpo no le había exigido porque había estado odiándose a sí misma, pero sobre todo, a aquellos dos cafres.

En un primer momento no contemplaba el perdón para ninguno de ellos, pero percibía que Julián no era mala persona después de todo, de lo contrario, no se hubiese disculpado, ni hubiese insistido en desear su perdón. Se hubiese largado y punto, y quedaba claro que para él era importante recibir su absolución.

De camino a casa volvió a rememorar la primera parte de aquella aciaga noche y tuvo que reconocer que fue el mejor sexo de su vida, hasta que la noche se torció y pasó a ser una pesadilla. Ahora, aplacada su ira y apaciguado su espíritu, eran los momentos gratos los que empezaban a tomar forma y no al revés, de ahí que su esposo se beneficiara de aquel polvo matutino. En cualquier caso, todavía permanecía una espina clavada en su psique.

Aquietada su alma, la bestia volvía a agitarse en su interior y entre varias de las opciones más factibles evaluó llevarse de nuevo a la cama a Julián, después de todo tuvo que reconocer que fue un potro salvaje.

A las diez menos diez de la noche estaba Julián en la puerta del hospital esperando que Cristina no hubiese cambiado de opinión. Ella le gustó desde el primer momento que la vio y daría lo que fuera por borrar aquella parte desafortunada donde él y su amigo se dejaron llevar por la lujuria del momento sin contemplar sus necesidades.

Cuando la vio salir por la puerta volvió a deleitarse de su prestancia y finura. Iba con unos jeans, un suéter de cuello alto, y por encima un abrigo. Sus tacones no eran excesivamente altos. No le hacía falta montarse sobre tacones de aguja para estilizar su figura, y si en un primer momento ya le pareció una mujer increíble, el hecho de saber que era neurocirujana determinó que a aquella mujer no se le podía pedir más, con el valor añadido de que le encantaba el sexo. Pero Julián no la había citado con intenciones sexuales. En realidad no sabía cuál era el propósito. Quizás para reconciliarse con él mismo y redimirse de la canallada que le hicieron su amigo y él. Quizás también para disfrutar, aunque sólo fuera unos instantes de su presencia, aun sabiendo que ambos estaban casados. No sabía a ciencia cierta qué estaba haciendo, ni cuales eran sus pretensiones, ya que para él, Cristina era una mujer inalcanzable, sin embargo tuvo la suerte de compartir cama, y también la desgracia de quebrantar su confianza y la naturalidad que ella mostraba con el sexo. Ahora solamente aspiraba a gozar de su presencia y embriagarse de su perfume.

Ambos se saludaron con un discreto “hola” y Cristina le sugirió una cafetería a dos manzanas. Cristina se adelantó y eligió la mesa, a continuación pidió un café con leche y Julián la imitó.

—Gracias por aceptar la invitación, —le agradeció él con una animosa sonrisa, y ella asintió con un mesurado gesto.

—El café aquí es bueno, —dijo para romper el hielo.

—Sí que lo es, —ratificó al tomar un sorbo.

—¿Qué tal la noche? ¿Ha sido dura?

—No. Ha sido bastante tranquila. Sólo un accidente de moto, sin consecuencias. He podido dormir un rato.

—Siento robarte tu tiempo. Quiero agradecerte que hayas venido.

—No te preocupes, trabajo aquí, —manifestó con una sonrisa que lo cautivó.

—No quiero generarte complicaciones con tu marido.

—No me las generas. Sólo tomamos café.

—Es cierto.

—¡Oye! Quiero pedirte disculpas de nuevo…

—¡Déjalo ya! ¡Olvídalo! Yo también lo haré.

—De acuerdo,—admitió.

—¿Sueles salir sola por las noches?

—No. Aquello fue inusual, aunque no te diré que fue la primera vez.

—¿Estás bien con tu esposo?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque no es normal ver a una mujer casada a esas horas de la noche tomando una copa a solas.

—¿Has venido a juzgarme?

—No. Lo siento. No pretendía ofenderte.

—Había salido a echar un polvo, pero eso ya lo sabes. Estoy bien con mi marido, pero ese día necesitaba evadirme. ¿Qué tiene de malo?

—Nada. Te admiro por ello.

—¿Y qué me dices de ti?

—No es mi caso. Se presentó la oportunidad y la aproveché porque nadie en su sano juicio habría desperdiciado la ocasión de estar con una mujer como tú.

—Tienes un amigo muy cabrón.

—Lo sé. Desde aquella noche no hemos hablado mucho. No comparto sus métodos y me molestó enormemente que te tratara de aquel modo.

—¿Y por qué no impediste que terminara de aquel modo? Para mí fue algo extraordinario, y podría haber formado parte de uno de los momentos más sobresalientes de mi vida, pero la noche dio un giro muy brusco pasando del placer y de la tolerancia a la humillación. Podríamos haber disfrutado los tres respetándonos, de eso se trataba, al menos eso creía, pero al parecer, tu amigo no compartía el mismo criterio. Él necesitaba humillarme para sentirse más hombre. Convertisteis lo que podría haber sido un día especial e inolvidable en algo horrible y detestable.

—Y lo lamentaré el resto de mis días, ¡créeme! Eres una mujer maravillosa. Debería haberle partido la cara…

—Sin embargo, fuiste tú quien lo empezó. No quisiste parar cuando te lo dije. No podía más y te lo advertí muchas veces, pero nadie me escuchó, ¿recuerdas?

—No me hagas sentir mal.

—¿Y tú me lo dices?

—Creo que no ha sido una buena idea esto, —dijo levantándose.

—¡Espera! —le espetó.

—Merezco el derecho a exteriorizar lo que sentí. No he podido hacerlo con nadie hasta ahora, y ¿quién mejor que tú para hacerlo?

—Está bien. Tienes razón. Merezco que descargues tu ira en mí. Es lo menos que puedo hacer por ti, —respondió mientras volvía a sentarse.

—¿Quieres follar? —le preguntó a bocajarro mientras su mano se posaba en la entrepierna por debajo de la mesa.

—Pensaba que…

—¿Quieres follar o no?

—Sí, —balbuceó mientras ella le miraba fijamente presionando el montículo que crecía en su mano, alcanzando en segundos la dureza de una piedra.

Cristina presionaba su hinchazón como si quisiera masturbarle a través del pantalón, entretanto Julián se dejaba hacer ante la iniciativa inesperada de la doctora que tan apenada parecía hacía unos instantes.

—Tienes una gran polla, ¿te lo ha dicho tu mujer alguna vez?

—Sí, —respondió con un sonido apenas audible.

—No me extraña. Menudo pedazo de rabo tienes, —aseguró deslizando la lengua por su labio superior.

Estaban en una mesa apartada y eso les proporcionaba cierta intimidad y una mayor discreción. Unas mesas más allá había otros clientes desayunando, pero no se percataban de lo que ocurría debajo de la mesa. Dos camareros transitaban por la sala sirviendo a los clientes, ajenos también a la pareja del fondo.

Cristina desabrochó el pantalón y extrajo la verga mientras miraba a Julián y se mordía el labio inferior. Se daba cuenta de sus actos y del riesgo que comportaba, pero quería hacerlo. De todos modos, había hecho tantas insensateces en los últimos meses que aquello le pareció un juego de niños.

Julián no sabía dónde mirar, ni qué hacer, ni qué cara poner. Quería disimular, no deseaba que nadie se diera cuenta de lo que ocurría. Ella incrementó el ritmo de su mano y en pocos segundos se llenó del líquido viscoso que continuaba manando y golpeando la parte interior de la mesa, para luego desparramarse en el suelo.

—¿Aún te apetece follar? —le preguntó al mismo tiempo que sacaba los clínex del bolso para limpiarse la mano y los restos desparramados en el suelo.

—Por supuesto, —respondió.

—¿Nos vamos? —le preguntó a Julián, quien no salía de su estado de shock.

—Sí, —respondió.

Al salir de la cafetería, se estiró el suéter intentando disimular las manchas del pantalón. Cristina pagó la cuenta y salieron del local.

—¿Has venido con coche?

—Sí, lo tengo aparcado ahí delante.

—Vamos, conozco un lugar con vistas. Te gustará.

No era la primera vez que visitaba el lugar en las mismas condiciones. A falta de sitio, era un excelente emplazamiento para echar un polvo bajo las estrellas. Las vistas eran estupendas y desde su ubicación, en lo alto de la montaña, en aquella especie de mirador, se podía contemplar la ciudad a lo lejos. Cristina le sugirió arrimar el vehículo hacia el borde. Eso teñía de cierto encanto el momento y le daba un toque idílico.

—¿Has venido muchas veces aquí? —quiso saber.

—Sí.

—Supongo que no vendrías con tu marido.

—Veo que las pillas al vuelo. Aquí sólo traigo a los amantes que me dejaron huella. Es un sitio especial —le dijo mientras se apoderaba de su boca, impidiéndole responder, y él le correspondió con pasión desmedida buscando ambos cada rincón escondido de sus cuerpos. Se desnudaron atropelladamente dentro del coche. Julián volvió a tener el cuerpo que tanto había deseado a su merced, llenándose la vista de él. Reclinó los asientos y se puso encima besándole los pechos para bajar despacio por su barriga, deteniéndose en el ombligo y trazando círculos sobre él. Después descendió por el poquito vello de su sexo oliéndolo y embriagándose de su aroma de mujer. Su lengua abrió los pliegues de aquella raja encharcada y la recorrió de arriba a abajo, alternando el trayecto con ligeras penetraciones de su lengua en la gruta, para después buscar el nódulo totalmente expuesto. Cristina contorneó su cuerpo moviendo su pelvis en busca de aquella lengua que la estaba encumbrando a la cima de un inminente clímax, pero Julián detuvo aquella práctica y se incorporó para colocarse encima de ella y penetrarla tal y como había soñado cada día desde aquel primer encuentro. Cristina suspiró de gozo sintiendo como su polla se adentraba hasta el fondo. Sus manos recorrieron su torso, para después bajar por su cintura hasta su culo. Julián quería proporcionarle a Cristina todo el placer del mundo, pero la deseaba tanto que no fue capaz de mantener el control y se corrió en pocos minutos.

—Lo siento, no he podido contenerme, —se disculpó por haber terminado tan pronto sin lograr proporcionarle el punto culminante a ella.

—No te preocupes, —le dijo tratando de consolarlo como a un niño, y sabiendo que aún tenían tiempo para disfrutar.

El miembro de Julián perdió su rigidez, pero Cristina se incorporó y le besó para que no se sintiera mal, al mismo tiempo su mano bajó por su torso hasta llegar a la flácida polla. Continuó con el beso hasta que despegó los labios y descendió por su pecho y abdomen, deteniéndose en su verga para cogerla con la boca, lamerla, mimarla y posteriormente engullirla. Podía saborear sus propios jugos a través del miembro que hacía unos minutos había estado dentro de ella. La polla curva y nervuda empezó a crecer en su boca hasta que de nuevo adquirió la dureza deseada, después se incorporó y lo miró de forma lujuriosa, acoplándose encima y cabalgó sobre él con movimientos pélvicos descontrolados.

— Cristina, eres una diosa, —dijo mientras se aferraba a sus nalgas.

Su lengua recorrió sus pechos, deteniéndose para succionar los pezones. Cristina estaba preparada para el clímax, lo deseaba mucho, y el orgasmo acudió con una andanada liberadora por la falta de un buen sexo. Cuando remitió, lo besó, retorció su lengua y la enroscó con la de él. Julián estaba ahora tremendamente excitado. Cristina se sacó la polla de su interior y se sentó a su lado para jugar con ella. Deslizó su mano por el falo, masturbándolo despacio y palpando cada centímetro de aquel peculiar pollón. Poco a poco fue acelerando el movimiento de su mano. Julián respiraba de forma entrecortada por el placer que la delgada y femenina mano le estaba provocando al subir y bajar, al tiempo que Cristina lo miraba con una sensualidad que le enamoró.

—Menuda tranca tienes, —le dijo exteriorizando sus pensamientos.

—¡Cómetela toda! —pidió presa del delirio.

Cristina aumento un poco más el ritmo de su mano y Julián levantó el culo del asiento, entonces ella supo que llegaba el orgasmo y aceleró todavía más el movimiento, hasta que los primeros latigazos salieron a presión y la leche se desparramó en su abdomen y en su pecho. Cuando finalizó, le lamió el torso y limpió la sustancia con su lengua. Finalmente, cuando sólo quedaba su saliva, se incorporó para darle un apasionado beso con el sabor de su esencia, pero a él no le importó.

—¡Eres increíble! —tuvo que admitir, mientras se encendía un cigarro con el permiso de Cristina. Apenas se dijeron nada. Ambos estaban restableciendo fuerzas, después de la contienda.

Cuando terminó su cigarro, Cristina le invitó a salir del vehículo y disfrutar de las vistas.

—Hace frío aquí afuera, —se quejó.

—Lo sé, pero me apetece que me folles aquí.

Ambos salieron del vehículo desnudos y Cristina le mordisqueó el labio inferior sin llegar a darle un beso, pero con una mirada lasciva y de deseo que provocó que a Julián se le levantara la polla sin ningún contacto. Seguidamente se arrodilló de forma provocativa, bajó su boca a la altura del cipote, mientras sus manos recorrían su envergadura. Julián no salía de su asombro ante aquella mujer tan promiscua y ardiente.

Cristina se ensalivó la mano, cogió el pollón y recorrió toda su extensión, aferrándolo y deslizando la mano por el garrote, hasta que su lengua se unió a las caricias. Julián miraba como aquella diosa le hacía la mejor mamada de su vida, viendo desde arriba el movimiento oscilante de su cabeza, mientras engullía su verga e intentaba alojarla toda en su garganta.

Mientras devoraba aquella vara doblada, su mano se deslizó hasta su entrepierna para darse ella misma placer hasta que sintió la necesidad de volver a sentirlo dentro. Se apoyó en el capó del coche levantando su trasero y Julián, ante la visión de aquella joya, permaneció con la boca abierta un instante totalmente obnubilado hasta que Cristina lo sacó de su embelesamiento.

— ¡Te deseo! ¿A qué esperas para metérmela? —le preguntó.

Julián se acercó y hundió su lengua en aquel divino culo repasando toda la zona, desde el ano hasta el clítoris, llevando a Cristina a un nivel superior de excitación, en el que el cerebro dejaba de funcionar y sus más depravados instintos volvían a tomar forma. Su lengua recorrió cada pliegue, saboreando la pócima mágica de la mujer que lo había conquistado.

— ¡Métemela ya cabrón! Me estás matando, ¡Fóllame! —le exigió.

Julián abandonó el suculento manjar, se levantó, se cogió la verga y la aproximó a la entrada de su gruta, y ella alargó la mano por debajo para cogerla y ayudar a encontrar el agujero en aquella primera penetración, como si él necesitase de su ayuda. La verga se deslizó en su interior y Cristina suspiró de gozo. Julián inició el movimiento de pistón mientras su cara se desencajaba por el placer. Por su parte, Cristina volvía a notar, igual que la última vez como aquella polla llegaba a lugares inexplorados por otras, y tras un cuarto de hora embistiendo en su coño, tuvo un orgasmo en el que tuvo que sacarse aquella salchicha para soltar una meada que indicaba la intensidad del clímax. Cuando la explosión de pis remitió, Julián volvió a insertar su banana para seguir fornicándola, y Cristina retomó el orgasmo, prolongándose durante más de treinta segundos entre suspiros y gemidos. Después sus piernas flaquearon y se quedó tendida en el capó sin que él dejara de embestir. Se agarró fuertemente a su culo y después de unos cuantos golpes de riñón Julián estuvo a punto y eyaculó en su interior mientras jadeaba y gritaba su nombre. Cuando remitió el fuerte clímax se quedó postrado encima de ella, los dos totalmente inertes sobre el capó del coche hasta que ella se quejó por el peso de él presionando sobre su espalda.

—Ha sido un polvo divino, —manifestó.

—Sí. Ya podemos entrar, que hace frio, —dijo ella, y era cierto. La noche era extremadamente fresca, y después de que bajara la calentura, el frío empezaba a enfriar sus carnes.

Cristina se puso los pantalones con celeridad, a continuación los zapatos y seguidamente su blusa interior y el suéter, mientras Julián todavía estaba intentando ponerse los pantalones. Cuando lo consiguió, siguió con el suéter, y mientras trataba de meter la cabeza, Cristina cogió todas sus cosas, abrió la puerta, soltó el freno de mano, salió del coche y lo empujó ligeramente, de manera que, cuando Julián se percató de la situación y reaccionó, puso el freno de mano, pero ya era tarde, las ruedas delanteras estaban en el aire y Cristina contempló impasible al hombre que la violó, mientras este hacía aspavientos con las manos y el coche desaparecía, precipitándose al vacío.

—Ahora ya entiendes la fina línea que separa el deleite del infortunio.

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