Antes de narrar lo que me sucedió hace algunos años, pondré la situación en contexto.
No soy un tipo guapo. Digamos que tampoco feo. Pero, en mi país, debo estar en el 5% de piel más clara. No soy blanco, sino simplemente un mestizo claro. En las ciudades eso es irrelevante, pero en el campo, en las zonas rurales si marca la diferencia. Además, soy ingeniero, y en muchos contextos, el serlo es un plus importante. Si eso es bueno o es malo, no lo voy discutir. Son disquisiciones que no vienen al caso, simplemente es la realidad.
Hace unos 8 años, poco antes de llegar a los 40 años, me tocó supervisar un proyecto en la provincia de Acobamba, en Huancavelica. Una de las más pobres del país. La capital (del mismo nombre) es un pequeño pueblo muy pobre, pero de gente muy amable. Siendo el “ingeniero supervisor” del proyecto, la verticalidad fue instantánea, a pesar de mi trato horizontal con todos, de pedir reiteradas veces que me llamen por mi nombre, nunca dejé de ser “el ingeniero”.
El trabajo de supervisión implicaba 5 visitas de una semana en un período de 5 meses. Iba a Acobamba y me quedaba una semana al mes revisando las cuentas, entrevistando a los beneficiarios, coordinando con los técnicos, etc., etc. Desde mi primera visita, el coordinador local del proyecto me asignó una asistente administrativa para que me apoye en todas las coordinaciones.
La chica, que tenía 25 años, era muy morena, pequeña, de contextura media, pero no gorda. Se vestía muy conservadoramente (de hecho, el frío obligaba a hacerlo). Para mi gusto, completamente anodina. Era de poco hablar y durante mi primera visita se mantuvo muy distante. Hacia el final de mi primera semana trabajando con ellos, alcanzamos una cierta familiaridad. Durante ese tiempo me enteré que era casada y que su esposo era uno de los técnicos del proyecto. Para ser sincero, no le presté atención al hecho en ese momento.
Durante mi segunda visita la relación de trabajo ya era más fluida y próxima. Las barreras de la primera semana habían sido superadas y comenzamos a coordinar con prontitud los temas que debía ver. Incluso nos permitimos algunas bromas cuando estábamos solos, pero nada que pudiera entenderse como subido de tono o fuera de lugar.
La tercera y cuarta visita transcurrieron en el mismo tenor. Una relación de trabajo fluida y amable. Ya sabía cuál de los técnicos era su esposo, un muchacho joven y realmente muy responsable. Al finalizar la cuarta visita, sentí que se despidió de mi con tristeza y me quedé con sus últimas palabras en la mente “la próxima vez que venga, será la última vez que lo veré”. En ese momento me llamó la atención lo que me dijo, pero pensé era una cortesía por el trabajo que hacíamos juntos y que realmente lo realizábamos bastante bien.
Cuando llegué para la quinta y última visita la encontré algo cambiada. Se había hecho un corte de cabello. Con el nuevo look la encontré algo atractiva. Su vestir seguía siendo el mismo, pero el corte de cabello le había dado un cierto encanto. En algún momento de ese primer día le dije “te queda muy bien tu nuevo corte”. Ella se sonrió y hasta se ruborizó y me dijo “pensé que no se había dado cuenta”. Sentí que su ánimo cambio y el resto del día la percibí muy contenta.
Al día siguiente, luego de algunas reuniones de coordinación, nos quedamos solos para trabajar unos reportes juntos. Ni bien nos quedamos solos, ella me encaró y me dijo “ingeniero tengo algo que pedirle”. Con ingenuidad pensé que me pediría una recomendación o una buena valoración de su trabajo (que de hecho era lo que tenía en mente). Cuando le dije que estaba atento para escucharla, me dijo sin tapujos “préñeme ingeniero”.
Me quedé unos segundos estupefacto. Sin saber que decir ni cómo reaccionar. Quizás al minuto le respondí.
– ¿Te he entendido bien?
– Si ingeniero, quiero que me preñe.
– ¿Estas segura de lo que me dices?
– Si ingeniero, quiero un hijo suyo.
– Pero eres casada, tu esposo trabaja acá, ¿estás segura realmente?
– Si ingeniero, quiero un hijo de un ingeniero de Lima.
En ese momento la libido ya jugó su papel. Era el ingeniero “que llegaba de Lima”. Pero no soy limeño, soy provinciano. No se lo dije en ese momento ni nunca. Con su nuevo corte, que le había cambiado totalmente la presencia, me resultaba una mujer algo atractiva. Y, bueno, para ser sincero, poseerla era un premio justo para los largos viajes de ida y de vuelta.
Le respondí (mentirilla de por medio)
– “sabes que me atraes, pero no creo que sea fácil”.
– Lo se ingeniero. Sé que no podemos ir a su hotel. Pero creo que podemos hacerlo acá en la oficina.
– ¿Estas segura?
– Si lo estoy
En la oficina por muchas horas cada día, cuando los técnicos iban al campo, nos quedábamos solos. Era el local propicio. En ese momento estábamos solos.
Fui hacia la puerta. La cerré con llave. Si alguien llegaba y la encontraba con llave seguro sospecharía. Pero no sucedió y no lo pensé así. Sólo la cerré con llave.
Me acerqué a ella y la besé. Sentí sus nervios. Yo también lo estaba. Pero el beso intenso nos soltó a ambos. Comencé a manosearla sobre la ropa y ella empezó a gemir. Mientras seguía besándola, me desabroché el pantalón y dejé mi verga al aire. Ella la cogió y la acariciaba.
Le dije “chupala” y ella me respondió “no se hacer eso”. Eso me excitó salvajemente. No se la chupaba al marido y la haría chupármela. Le dije “arrodíllate y métela a la boca, chúpala como un chupete”. No fue la mejor mamada de mi vida, pero seguro de las más excitantes. Sentir sus labios primerizos aprendiendo a mamar en mi verga fue algo realmente delicioso.
Luego de unos minutos, que la excitaron pues a pesar de su inexperiencia fue obvio que la calentó hacerlo, le pedí que se levante. La puse de espaldas sobre la mesa de la oficina. Le levanté la falda y encontré debajo de ella un calzón de esos que pensaba ya no existían. De la época de mi abuela. Pero estaba tan caliente que no me importó. Se lo bajé y se lo saqué. La falda sólo la dejé sobre su espalda.
Con ella inclinada hacia adelante me arrodillé detrás de ella. Me preguntó “¿qué va a hacer ingeniero?” y le dije “te voy a lamer la concha”. Me respondió entre excitada e intrigada “eso no me lo ha hecho mi esposo nunca”. No le pregunté si había estado con otro hombre que no haya sido su esposo, pero quizás haya sido lo más probable.
Me arrodillé detrás de ella. Separe sus piernas con mis manos. Y sin mucho más, le metí la lengua a la concha. Húmeda y salada. Ni bien le introduje la lengua ella comenzó a gemir con frenesí. Unos dos o tres minutos y empezó a decirme “ingeniero ya préñeme, ingeniero ya préñeme”. Antes de levantarme roce su culo con mi lengua y ella vibró. Pero ya quería penetrarla.
Me acomodé detrás de ella y comencé a cogerla. Ella gemía y gemía y tuvo un orgasmo muy rápido mientras sólo repetía “ingeniero, préñeme”. Estuvimos sólo en esa posición. Tuvo un segundo orgasmo luego del cual ya sólo decía “préñeme, préñeme”. No sé si la preñé ese día o al siguiente o cualquier otro día antes de partir por última vez. Pero sí sé que la preñé.