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Princesas

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Elisa volvió a casa por Navidad. Tocó el timbre y le abrí la puerta. "¡Hola, feliz Navidad!", me dijo plantándome un beso en los labios. La hice pasar.

Elisa es mi amiga. Vivía conmigo. En fin, lo diré, follábamos de vez en cuando. Pero no era, digamos, lo que se dice "una chica alegre": Elisa sólo follaba conmigo: porque me tenía más a mano, ya que compartíamos piso. Elisa era una mujer muy estudiosa que siempre andaba en la academia, en la biblioteca, en casa o... viajando. Su modo de vestir era austero; es decir, calzaba zapatillas deportivas y vestía falda larga y un jersey sobre la camisa. Poco se podía adivinar de su anatomía, más allá de su delgadez y su angelical rostro. A mí sólo me había sido dado el placer de acariciar su blanca piel y disfrutar de sus femeninos pliegues. Sólo a mí, Elisa me lo permitía, a fin de aliviar sus tensiones para poder rendir más en sus estudios. Ciertamente, la gente suponía que éramos marido y mujer, pero con eso ya contábamos: nadie conocía nuestra historia de amistad desde la más tierna infancia debida a la afinidad en el ámbito laboral, su madre y la mía eran compañeras, de nuestras respectivas familias, nadie suponía nuestra orfandad en aquel accidente aéreo ni nuestra suerte al encontrar a aquella pareja de jubilados que nos adoptó, haciéndonos entrega de este piso en cuanto cumplimos la mayoría de edad.

"Elisa, oh, Elisa, te he echado de menos", dije; "Ya sabes, Alejandro, debo viajar"; "Elisa, pero..., sí, es verdad, debes viajar, sin embargo tu lugar está aquí, junto a mí"; "No, Alejandro, sabes que debo reintegrarme a la vida social que mantenían mis progenitores, ellos esperaban mucho de mí y, aunque hayan muerto, no los defraudaré".

Pertenecer a la nobleza era eso, viajar y relacionarse; pertenecer a la servidumbre era esto: permanecer recluido esperando que algunas migajas cayeran sobre mí.

"Oh, Elisa, oh". Esa noche, Elisa precisaba de mis servicios. La encontré en la cama, tapada por el embozo hasta la barbilla. Me desnudé a los pies de la cama y me metí en esta, tapándome a mi vez. Introduje mi cabeza entre las tetas de Elisa y chupé largamente su carne, entreteniéndome con los pezones. Elisa suspiraba. Alargué mi mano hasta el coño y acaricié sus labios y metí dos dedos. Elisa gimió. Sentí la humedad en la yema de los dedos y me subí en Elisa. Penetré en ella. "Oh, Elisa, oh", jadeé. "Ah, Alejandro, ah, ah, ah, aahh". Pregunté: "¿Princesa, has llegado?"; "No me llames princesa"; "Pero lo eres"; "Ahora soy una ramera, dame, ¡dame más, Alejandro, aahh!". Indudablemente se corrió antes de que yo lo hiciera, pues cerró los ojos y se dejó ir emitiendo lastimeros grititos hasta que yo terminé.

Evidentemente, Elisa no era princesa, ni siquiera marquesa ni nada que se le pareciese. Todo esto era un cuento, una historia que nos habíamos inventado sobre nosotros mismos a raíz del accidente que nos dejó huérfanos: Elisa era una futura reina; yo, su fiel lacayo.

Desayunamos zumo, tostadas con mantequilla y café y encendimos dos cigarrillos. "Elisa, de verdad, no te entiendo"; "Alejandro, viajo para conocer mundo"; "Elisa, todos los mundos están en ti"; "Eso son sólo palabras".

Tuvimos una hija y un hijo, que por supuesto eran bastardos, ya que la reina acostumbraba a estar de picos pardos con su lacayo.

Ya madura, Elisa se me figuraba realmente una reina, no lo puedo negar, bella y resplandeciente. Su figura, menos angulosa que cuando joven, invitaba a largas tardes follando en nuestros dormitorio con las persianas bajadas, con la media luz que entraba por las diminutas rendijas, mientras nuestra descendía disfrutaba de la compañía de sus amistades en el cine..., o en cualquier otro lugar destinado a entretener a los jóvenes.

"Uff, Elisa, oh, oh". Elisa me chupaba la polla. "Uff, Elisa". Sus labios apretaban el tronco, su lengua lamia el glande. "Oh, Elisa, me co-rro, oohh". Elisa recibía mi semen. Luego lo escupía en una toallita, y volvía a lamer mi polla para dejarla reluciente. "Que te la chupe una reina, debe ser..., lo más", rio Elisa; "Tanto como que te la meta un rudo lacayo"; "Ja, ja, ja"; "Elisa, Elisa...", susurré.

Nunca viajamos. Elisa se dio cuenta a tiempo. Yo, por mi parte, ya lo supe desde que tuve conciencia de la muerte de mi familia.

Esta noche, que es Nochebuena, he sorprendido a mi hija poniéndose una diadema en la cabeza frente al espejo. Ella me ha mirado a través del cristal; le ha ordenado a mi reflejo: "Papá, tráeme mañana la Navidad".

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