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Sábado de Gloria

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Cuando te conocí estabas preñada, esperando a tu segundo hijo, ahora han pasado varios años de eso y desde entonces te he dicho de muchas formas que me gustas. Son tres cosas las que más me atraen de ti: tus dos tetas cuyo volumen y consistencia me parecen irresistibles y tu boca de labios carnosos que deben dar unos besos deliciosos y unas chupadas adorables. “Mejor cambiamos de tema porque éste nos lleva a terrenos resbaladizos en los que podríamos caer...” dijiste una vez que te mencionaba estas tres cosas que más me gustan de ti.

Hoy hemos resbalado. Lo pensaste varias veces, aún a sabiendas de que tus hijos acompañarían a tu esposo en el viaje que haría en Semana Santa para ver a unos familiares en una lejana localidad y por razones de trabajo te quedarías en la ciudad. Dejaste descolgado el teléfono de la casa y tomaste tu celular por si te hablaban. Casi al ponerse el sol, saliste a la avenida principal y tomaste un taxi para ir al edificio de oficinas públicas que está en uno de los fraccionamientos alejados del centro y que, por ser sábado, está desierto. Yo veía cada auto de alquiler que pasaba hasta que llegó el que te traía. Bajaste, esperaste a que se retirara y caminaste hasta donde estaba mi carro. Te abrí la puerta para que subieras, quise darte un beso y lo impediste, “Espera a que estemos solos”, dijiste. No quise insistir, lo único que se veía eran pocos autos circulando ya con las luces encendidas.

—¿Quieres ir a algún lugar en especial?

—A donde tú hayas escogido para que nadie nos vea.

Enfilo hacia el otro extremo de la ciudad y llegamos al motel que había elegido.

—Se nota que conoces bien estos lugares... —me dices en tono de reclamo y burla, una vez que de la bocina escuchamos el número de la habitación que nos asignaron y dirijo el auto en la única senda posible.

Llegamos al estacionamiento de la habitación. Cierro la puerta y te ayudo a bajar. Miras recelosa hacia todas partes, temiendo que alguien pudriera descubrirnos y entras apresurada al interior de la habitación. Adentro inspeccionamos la habitación y el baño. Nos sentamos en la cama e iniciamos los arrumacos. Al besarte te obligo a que te acuestes. Pero al separar nuestras bocas me dices que espere y te levantas para ir al baño. Cuando regresas continuamos abrazándonos y besándonos de pie en tanto que empiezo a desnudarte.

—Tus ubres se ven hermosas, Vaquita… —digo al quitarte el brasier y me pongo a chuparlas.

Cuando te vuelvo a besar, tú me desabotonas la camisa y me la quitas; me quitas también la camiseta y me abrazas para que sienta la tibieza y suavidad de tu pecho. En el abrazo, quito el broche de tu falda y bajo la cremallera para que caiga al piso.

—¿Ah, sí? —dices y comienzas a quitarme el cinturón para bajarme los pantalones.

Cada quien se quita lo que falta y acomoda su ropa sobre los brazos y respaldo del sillón. Quedamos desnudos frente a frente, admirando nuestros cuerpos. Te abrazo por atrás y restriego mi pene en tus nalgas.

—Siéntate —me ordenas señalándome la cama con un movimiento de la cabeza.

Cuando estoy sentado en la orilla, te acercas, dejando mis piernas entre las tuyas, me ofreces tu pecho y lo beso en tanto tú te acomodas sentándote y dirigiendo mi pene a tu vagina, la cual está sumamente lubricada. Haces que levante la cara para besarte.

—¡Ah! —dices al momento en que sientes resbalar el pene en tu interior, después de haberte sentado completamente sobre de mí.

Vuelves a ofrecerme las tetas…

—Mámalas, y de la leche no te preocupes, que yo me encargo de la ordeña —precisas con una mirada llena de lascivia, meneándote suavemente antes de comenzar a moverte de arriba abajo.

Te aseguro con mis manos, tomándote de las nalgas y mamo tus flácidas, pero abundantes chiches con mucho deleite. Siento ya el fragor de tu trepidante movimiento, mi erección está al máximo y me contengo para que tú goces el tiempo que requieras.

—¡Éste sí está riquísimo! —gritas celebrando tu primer orgasmo.

Descansas un poco y te pones de pie. Empiezas a levantar la colcha y las sábanas para que nos acostemos. Al poco tiempo quito lo que nos cubre para verte y besar tu cuerpo a mi gusto.

Te mamé gozando con mi lengua, labios y manos de la suavidad de tu pecho, las aureolas oscuras se arriscaban y los pezones erguían pidiendo más caricias de mi lengua. Chupé tu raja deleitándome con el sabor de tu flujo. Gocé de los gemidos y gritos que dabas cuando mi boca jugó con tu clítoris. Volviste a descansar. Me acosté a tu lado, nariz con nariz, y respiré tu aliento en tanto que mis manos seguían recorriendo tus curvas, jalando tus vellos y remojando mis dedos en tus jugos. Me diste un beso sonoro y te acomodaste boca arriba.

Abriste las piernas y para mí se abrió la Gloria... Te penetré despacio sintiendo el calor de tu rivera húmeda que ansiosa me esperaba. Me moví con gran velocidad hasta hacerte gritar de placer. Dejé que te repusieras.

Al poco rato te puse en cuatro extremidades sobre la cama, en el espejo veía cómo colgaban tu pecho y tu vientre.

—Estás lista para la ordeña, vaquita —dije, pero tal como me lo habías advertido, a quien le sacarían toda la leche sería a mí. Me entregué al frenesí y mi movimiento hacía que tus tetas bailotearan con delicia, hasta que me vine y, entre los resoplidos que daba para jalar aire, me dejé caer sobre tu espalda.

Seguías apoyada en rodillas y manos, te viste en el espejo con mi cuerpo yerto sobre ti, me sonreíste.

—Aguantas mucho… —me dijiste y en tu cara apareció la luna de perlas que tanto me gusta ver... —También me gustó como acariciaste con deseo y disfrutaste con mis chiches —remataste, inclinando tu espalda para que yo cayera en el colchón.

Al rato me pediste que abriera la botella de vino que había llevado para festejar el día tu santo. Lo hice y serví en unas copas que también previsoramente había puesto en el auto.

—¡Con copas! —dijiste sorprendida.

—Sí, aunque al rato tomaré el vino mojando las tuyas, ¿copa “D”?

—Sí —contestaste—, ¿pero yo cómo me lo tomo al rato? preguntaste con tono afligido.

—Aquí hay un caramelo para que lo remojes en el vino —te contesté, moviendo en círculos el tronco de mi pene que volvió a erguirse.

—Pues eso será después de ésta, ¡salud! —dijiste, chocando tu copa con la mía y apuramos de un solo trago el vino.

Después Tomamos el resto de la botella remojando tus tetas y mi falo con él. Luego nos acomodamos para que escurriera desde tus vellos y mi boca lo recibiera al chorrear de tus labios. Para no quedarte atrás, nos volvimos a acomodar para que ahora el vino resbalara en mi vello, o del pene, y goteara de mis huevos a tu boca. Nunca pudimos hacerlo que goteara por mi pene, seguía parado con las caricias de tu boca.

Con otro par de orgasmos terminamos de festejar tu onomástico, dormimos agotados. Yo te abracé y me dormí mamándote las tetas en tanto tú me acariciabas amorosamente los cabellos. Desperté y sentí el calor de tu cuerpo, tu olor hizo que mi pene creciera. Sí, era domingo de resurrección...

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