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Su profesor particular (capítulo V): La llegada

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Por fin llegó el viernes, el gran día en el que Tomás iba a comenzar una nueva vida. Una vida en la que llevar a cabo las fantasías que había tenido desde niño. Estaba nervioso por el cambio que iba a suponer en todos los aspectos. Una cosa es fantasear con ser dominado por una bella mujer y otra muy distinta vivir esa experiencia veinticuatro horas al día. Con el nerviosismo y la excitación, apenas había podido dormir en toda la noche.

Se levantó, se arregló y fue a la Facultad. Cuando tuvo clase con el grupo de Elena, estuvo nervioso, apenas se atrevía a mirarla a los ojos. Se cruzó varias veces con su mirada. Ella sonría con superioridad.

Cuando terminaron las clases, Elena fue a su residencia y empezó a recoger sus cosas, esperando la llegada de la empresa de mudanzas para trasladarse a la que iba a ser su lujosa casa para el resto del curso. Una vivienda con un servicio muy personal incluido.

Por su parte, Tomás volvió a su casa en cuanto pudo. Se ocupó en tenerlo todo listo. Ya había sacado sus cosas de su habitación, para cedérsela a Elena, tal y como le había ordenado. También había hecho limpiar a conciencia la casa, para que estuviese al gusto de Elena cuando llegara. Había contratado, también siguiendo las órdenes de Elena, una nueva asistenta (ni joven ni atractiva, siguiendo sus instrucciones) cuyas habilidades en la cocina ya había podido comprobar. No quería que Elena tuviese ni el más mínimo reproche que hacerle. Quería, de verdad, con todo su corazón, servirla hasta en el más mínimo detalle. Asumía su compromiso y quería satisfacerla y hacerle su estancia en su casa lo más confortable posible.

Después de revisar la casa y encontrarlo todo listo y en orden para la llegada de su ama, salió a comprar algunas cosas para la cena y la comida del fin de semana, pues el fin de semana, tal y como ordenó Elena, no habría servicio doméstico y sería él el encargado de cocinar. Esa noche quería sorprenderla con una cena especial.

Eran poco después de las cinco de la tarde y acababa de terminar su compra, cuando recibió un mensaje de Elena: “Ya están aquí los de la mudanza. Cojo un taxi y voy hacia tu casa para esperarlos allí. Tus fantasías están a punto de hacerse realidad, querido profesor.”

Tomás no pudo evitar sentir un estremecimiento. Estaba tan nervioso por poder hacer realidad su sueño… Fue corriendo a por su coche para llegar antes que Elena y no hacerla esperar. Aunque ella ya tenía llave de la casa, no quería que llegase antes que él y no estar allí para recibirla a su llegada el primer día.

Subió las compras a la casa. Las dejó en la entrada y bajó corriendo para esperar a Elena en la puerta de la urbanización. Enseguida vio pararse un taxi. De él salió Elena, que se acercó a la puerta de entrada. “Está usted preciosa, señora”, acertó a titubear Tomás, a pesar de que ella no iba arreglada. Llevaba una camiseta azul de tirantes, unos vaqueros y unas zapatillas de deportes. Su precioso pelo estaba recogido en una cola. Sin embargo, Tomás la encontró bellísima y con un halo de superioridad que hacía que estuviese deseoso de cumplir cada orden suya sin rechistar, de agradarla en todo lo posible y, por supuesto, deseando adorar todo su cuerpo; especialmente, sus pies, que imaginó sudorosos con esas zapatillas de deporte y el calor que hacía. ¡Como deseaba aliviar el cansancio y sudor de esos pies con un buen masaje dado con sus manos… y con su lengua!

Elena interrumpió sus pensamientos “No te quedes ahí como un pasmarote y ve a pagarle al taxista”.

“Sí, señora”. “Perdóneme, señora”.

Tomás pagó al taxista y volvió con Elena. Le abrió la puerta de entrada a la urbanización y se dirigieron al piso de Tomás. Cuando llegaron, él abrió la puerta e invitó a Elena a pasar. Elena no entró: “Creo recordar que te di instrucciones precisas sobre mi entrada en la casa, ¿no?”

“¿Perdone?”. Dijo Tomás un poco confuso.

“No soporto tanta torpeza”, le espetó Elena, con una mirada impaciente. “¿Dónde quieres que limpie las suelas de mis zapatos antes de entrar? No veo ninguna alfombrilla”. Es verdad que Elena le había dado órdenes precisas sobre como recibirla siempre que él estuviera en casa pero, con los nervios y la emoción del momento, no había caído.

“Perdóneme, señora. Estoy un poco nervioso”. Tomás entró y se tumbó justo detrás de la puerta, para que Elena pudiera usarlo de felpudo.

Entonces Elena entró, subiéndose a la espalda de Tomás, que iba vestido con unos pantalones y una camisa elegantes; eran de marca y le habían costado bastante caros. Era el día que tenía que dar la bienvenida a Elena a su nuevo hogar y la ocasión merecía ir elegantemente vestido. Sin embargo, a Elena no pareció importarle. Agarrándose, para no perder el equilibrio, a un perchero que se había colocado en la entrada, usó a Tomás de alfombrilla, limpiándose las suelas de sus zapatos en la camisa de Tomás.

Elena quiso sentarse en la silla que Tomás, siguiendo sus instrucciones, había comprado y colocado en la entrada, pero se encontró que Tomás había dejado sobre ella las bolsas de la compra.

Todavía de pie sobre la espalda de Tomás, Elena dijo: “Creo que las instrucciones que te di sobre el procedimiento de recibirme cuando llegara a casa eran bastante claras: que me recibieras de rodillas, te tumbaras para ser usado de alfombrilla, lo cual no has hecho y tras eso, yo me sentaría en esa silla, para que tú me descalzaras, lo cual tampoco puedo hacer porque, con tu torpeza y falta de atención, has colocado esas bolsas en la silla y no me puedo sentar”.

“Perdón, señora. Si me permite…”

Elena bajó de la espalda de Tomás y este retiró rápidamente las bolsas de la silla para que ella se pudiera sentar. Elena se sentó y cruzó sus piernas, comenzando a balancear un pie, en lo que parecía una invitación a Tomás para retirar su calzado.

Tomás se aprestó a descalzar a Elena con avidez. Pensó que por fin había llegado el tan deseado momento de disfrutar de sus pies, pues todavía no le había permitido hacerlo y no podía resistir más tenerlos tan cerca y no lanzarse a adorarlos como él deseaba y ella se merecía.

Cuando Elena vio a Tomás dirigirse a sus pies le dijo: “¡No, no seas tonto! No me descalces ahora. Los de la mudanza no tardarán mucho. Ya habrá tiempo después para que me demuestres cuanto te gustan mis pies y para que me hagas sentirme como la diosa que soy. He tenido el detalle de salir a correr estos días y he estado usando los mismos calcetines. Me los he dejado hoy para ti, así que podrás apreciar mi aroma en toda su plenitud, jejeje. Sin embargo, me temo que, de momento, vas a tener que esperar. Eso sí, tengo que castigarte por tu mal recibimiento. ¿Compraste la fusta que te dije?”

“Sí, señora”, dijo Tomás, notando un cosquilleo en la barriga ante el pensamiento de ser castigado por esa preciosa mujer. “Pedí por internet los artículos que me indicó. La fusta llegó ayer precisamente”.

“Bien. Ve a por ella”. “¡No! ¡Andando no! Ve a por ella a cuatro patas y me la traes en la boca, como un buen perrito”.

Andando a cuatro patas, como un perro, Tomás fue a por la fusta. En seguida llegó con ella en la boca y se acercó hasta la silla donde estaba sentada Elena, que golpeaba el suelo con uno de sus pies con impaciencia.

Elena cogió la fusta de la boca de Tomás. “Muy bien, profesor. Bájate los pantalones y los calzoncillos, y ponte cara a la pared”.

“Señora, le ruego que me perdone. No volverá a pasar. Comprenda que su llegada a mi casa es un gran acontecimiento para mí y estoy nervioso. Me he esforzado para que todo esté a su gusto…”

“Basta de escusas y obedece”. “No me gusta el castigo físico, como ya te dije, pero en los primeros tiempos de una relación una debe marcar su territorio y dejar clara su posición, así que no tengo más remedio que enseñarte”.

Tomás obedeció y se puso cara a la pared, con su culo expuesto. Entonces Elena se levantó y se acercó a él, que temblaba con una mezcla de miedo y excitación.

“Te has ganado cinco golpes por hacerme pedirte que pagaras al taxista y no acercarte tú por propia iniciativa”.

“Zas, zas, zas, zas, zas”. Cinco golpes suaves cayeron sobre el culo de Tomás.

“Otros cinco por no arrodillarte ante mí a mi llegada ni tumbarte para que te pudiera usar de alfombrilla”. Cayeron otros cinco golpes con más fuerza que antes. Los primeros habían sido suaves, pero, Elena iba perdiendo el miedo a hacer daño a Tomás y se iba excitando con el castigo, empleando más fuerza cada vez. Tomás dejó escapar un grito de dolor con cada uno de los últimos golpes.

“Otros cinco por no tener la silla despejada para que me pudiera sentar al entrar”. Cinco nuevos golpes, dados con fuerza, cayeron sobre Tomás, que no pudo evitar volver a quejarse de dolor.

“Cinco golpes más por poner excusas y protestar ante el castigo. Y como vuelvas a quejarte de dolor, te daré cinco más de propina. Quiero que comprendas que cuando te castigue es porque, como tu ama que soy, considero que has hecho algo mal y necesitas el castigo para aprender. Así que no seas nenaza y aguanta. Ten en cuenta que eres como un cachorrito al que hay que educar y es mi responsabilidad que estés bien educado”.

Cayeron cinco golpes más. Elena, realmente excitada, acabó empleando toda su fuerza y Tomás tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no quejarse de dolor, aunque consiguió satisfacer a su ama. Elena propinó dos golpes extras más.

“Bien hecho. Has aguantado dos golpes extras y no te has quejado. Parece que vas comprendiendo que el castigo es por tu bien”. “A ver ese culito, profesor” “¡Vaya! Lo tienes totalmente rojo. Jajaja. Bueno, la letra con sangre entra, ¿no se solía decir eso?”

Elena se sentó en la silla. Estaba sudando un poco del esfuerzo hecho con los golpes que había dado a Tomás.

“Ven aquí. Arrodíllate ante mí y besa mis pies en agradecimiento al castigo que te he dado para enseñarte. Bueno, mejor besa mi mano, que ha sido la parte de mi cuerpo que he usado para castigarte. Además, conociéndote, si te dejo besar mis pies sería un premio para ti, ¿verdad? Jajaja”. “Cada vez que tenga que golpearte, cuando termine, te arrodillarás ante mí, me darás las gracias y besarás mi mano”.

“Sí, señora”. Tomás se subió los pantalones, se arrodilló ante Elena y, dándole las gracias, besó su mano.

“Muy bien. Cuando quieres sabes comportarte. Toma, coge la fusta con la boca y ponte a cuatro patas, que vas a llevarme a mi habitación”.

Elena se sentó sobre la espalda de su profesor. El castigo y la sensación de dominio absoluto sobre el respetado profesor al que admiraba tanto intelectualmente, había hecho que se mojara. Deseó que los de la empresa de mudanzas no estuviesen a punto de llegar para poder usar a Tomás para satisfacerla y aliviar su excitación. Sin embargo, no dijo nada a Tomás, ni perdió su compostura. Ya habría tiempo luego para eso. Quedaba un largo curso por delante y una situación privilegiada de la que poder sacar partido en todos los sentidos.

Por su parte, Tomás, se excitó al sentir el peso de Elena sobre él. Al mismo tiempo, lo llenaba un sentimiento de satisfacción por poder servir a su dueña. Estaba deseando que se marcharan los de la empresa de mudanzas y por fin poder recrearse en la adoración de sus pies y de todo su cuerpo. Esas fantasías tantas veces recreadas en su cabeza, en las que servía a hermosas mujeres, como sin duda era Elena, por fin se estaba haciendo realidad; y quedaba todo el curso por delante para vivir esa experiencia…

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