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Un mal día (3 de 6)

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Parte I: "Un mal día (1 de 6)"

Parte II: "Un mal día (2 de 6)"

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Parte III

Con la ayuda del cierre a distancia, no me costó nada encontrar el vehículo en el estacionamiento. Era un Toyota Etios 5 puertas color blanco. Me acomodé en la butaca del conductor a las 8:27, según el reloj del tablero. Tiré mi bolso con ropa sucia en el asiento trasero. Mi corazón galopaba con fuerza. Estaba a punto de robar un auto. Nada más ni nada menos. Claro que iba a devolverlo cuando todo terminara, pero solo yo sabía eso. Con un poco de suerte, nadie se iba a enterar. El problema era justamente ese: la suerte, la puta suerte que parecía empeñada en querer joderme la vida desde temprano. ¿Y si Ulises se daba cuenta y hacía la denuncia a la policía? No, el pendejo le avisaría primero a los padres antes de llamar al 911. Aunque eso no cambiaba las cosas. Ellos llamarían inmediatamente a la policía. Y ese sí que sería un pésimo final. ¿Por qué iban a creerme cuando les dijera que solo lo había tomado prestado? ¿Se apiadarían de mí cuando les explicara que, en definitiva, se trataba de un acto de reparación porque el dueño del vehículo había violado mi intimidad? Mmmm… La ley no funcionaba de esa forma. Si te llevás un auto que no es tuyo, lo estás robando. Si robás son un delincuente. Y si sos un delincuente vas a la cárcel. Era así de sencillo.

La imagen de mí misma con las esposas puestas, en medio de un operativo policial, me inmovilizó. Por un momento caí en la cuenta de lo inevitable: que ya estaba todo perdido; que ni siquiera con el auto iba a lograr llegar a tiempo a la entrevista. Pero que aún no era tarde para evitar un mal mayor. Estuve a punto de salir del coche y abandonar toda aquella locura. Tenía la mano sobre el tirador de la puerta. Cerré los ojos y respiré profundo una, dos, tres veces…

El inútil de mi vecino nunca se daría cuenta. Entonces puse el auto en marcha y lo saqué del estacionamiento.

El tablero marcaba las 8:31. Afuera diluviaba. Activé el limpiaparabrisas a máxima potencia. No obstante, la visibilidad era bajísima. Conduje con precaución hasta la avenida y, desde allí, en dirección a Retiro. El tránsito era lento, más lento de lo habitual, pero no se detenía. Llegar antes de las 9 era una utopía. No poder avisar de la demora agravaba aún más el problema. Pero iba a llegar. Iba a encontrarme con Nelson Iriarte y le iba a dar todas las explicaciones del caso… Bueno, casi todas.

A los 15 minutos de viaje ya me había familiarizado tanto con el Etios de mi vecino que lo conducía como si fuese mío. No era tan confortable como el Peugeot 208 de Emiliano, pero me calzaba perfecto. Como conocía el camino de memoria, me relajé y me dejé llevar por mi auto robado. No es que estuviera orgullosa de ser una delincuente, ni mucho menos, pero el forro pervertido de Ulises se lo merecía. Más allá de que se trataba de su casa y de su baño… ¿cómo pudo violar así mi intimidad? ¿Cómo alguien puede ser tan perverso de colocar una cámara escondida dentro del inodoro? Además, el pendejo tenía las grabaciones de todo. Allí se veía mi cuerpo desnudo, pero también se veía perfectamente mi cara. Hoy, sin falta, iba a tener que hablar seriamente con él… Además, el muy imbécil me había dejado con lo puesto, fuera de mi casa, sin celular, ni auto, ni documentos; sin dinero, sin nada… Y en el día más importante de mi vida.

—Matarlo es poco. —Sentencié en voz alta mientras conducía. La frase sonó con extrema dureza y quedó flotando en el aire dentro del vehículo cerrado. Quedó resonando en mi cabeza como un eco… Hasta que empezó a sonarme extraña…

¿De verdad? ¿Podía culpar de toda lo que me estaba pasando aquella mañana a un pibe de 19 años? ¿A un vecino desconocido que me había ofrecido su casa y su baño en un momento de desesperación? Eso sí, con un precio: espiarme; hurgar en mi intimidad. Pero al que después yo decidí (¿como castigo? ¿como resarcimiento?) robarle el auto, así, sin más. ¿Quién había mandado a un desconocido, solo, a hurgar en mi casa? ¿A buscar, nada más ni nada menos, que mi ropa interior? ¿No había abusado yo también de su confianza? ¿Quién se había metido sin permiso a hurgar en su cuarto, en su computadora personal?

—Mi futuro dependía de ello. —me justifiqué en voz alta, y agregué—: Y también todos los esfuerzos del pasado. Pero nada de todo eso lo justifica...

Me había espiado y me había grabado, y eso era horrible. Pero la pregunta de fondo seguía sin respuesta: Si lo de GlobaliaTech terminaba mal, ¿podía culpar de todo a mi vecino?

¿Qué hubiese pasado, por ejemplo, si me hubiese resistido a la conducta abusiva de Emiliano de aquella mañana? Si en lugar de haberle permitido cogerme mientras todavía estaba dormida, lo hubiese quitado de un empujón… Si en lugar de haber hecho la vista gorda, le hubiese hecho el desplante que se merecía… ¿Qué hubiese pasado aquella mañana? Podría haber saltado de la cama, furiosa, y haberme metido yo a la ducha antes que él. Temprano aun había agua. Pero en lugar de eso lo dejé continuar. Me cogió como a una muñeca de goma, me humilló vaciando su semilla sobre mí cuerpo y se fue sonriendo. Yo decidí seguir durmiendo, como si nada, sintiendo piedad de mí misma y justificando mi conveniente sumisión.

Aquella mañana también podría haber sido diferente si tan solo hubiese optado por imponer mis condiciones para el sexo. Incluso podría haber tenido mi propio orgasmo y, hasta quizás nos hubiésemos duchado juntos luego. Pero preferí someterme a su deseo. Jugar, como siempre, a ser su nena obediente. Opté por negar, una vez más, que Emiliano siempre me trató como a una pendejita inexperta. Una boluda que siempre está disponible para atender sus caprichos. Cuando alardeaba delante de sus amigos médicos que “se estaba garchando a una pibita que parecía una modelo”, “que había sido la reina de la vendimia”; y me lo contaba, y yo se lo festejaba y me reía con él. Cuando me pedía que me vistiera “medio putita, como a vos te gusta” para ir a alguna cena o evento social, obviamente lo hacía sin chistar. Y hasta con un poquito de morbo. Pero, sobre todo, porque sentía que se lo debía. Que de alguna forma era lo que correspondía por todo lo que hacía por mí.

La peor de todas fue la que me hizo en la fiesta de fin de año de la clínica, hacía exactamente un año, justo antes de que me mudara con él a su departamento. Estábamos en pareja hacía casi cuatro meses. En esa época yo seguía viviendo en la residencia estudiantil pero él me ayudaba mucho con mis gastos. Eso me permitió, por ejemplo, salir del cuarto compartido y empezar a pagar uno individual.

Me acuerdo que la fiesta era en un hotel top en Puerto Madero. Nunca me lo dijo en estos términos pero, en pocas palabras, quería presentarme en sociedad. Quería mostrar a su nueva novia de 24 años. Quería exhibirme como a un trofeo. Yo podía ser una pendeja al lado de un tipo de 45 años, pero no me chupaba el dedo. Sabía perfectamente cuáles eran las reglas del juego y las aceptaba. Fundamentalmente porque tenía claro cuáles eran mis propios objetivos. Pero había algo más: hacer el papel de nena sumisa se me daba bien…

Aquella noche tocaba hacer el papel. Me puse un vestido azul strapless muy ajustado, con la falda hasta las rodillas, pero con un tajo frontal muy sugerente que cruzaba todo el muslo izquierdo… desde bien arriba. Por lo demás. Me puse unas sandalias negras de fiesta preciosas; una gargantilla de cuero, en composé con el calzado, con un dije de plata muy fino en forma de media luna. El pelo siempre suelto.

Estábamos en la terraza, tomando champagne cerca de la barra. La estábamos pasando genial. En un momento se acerca una pareja de vejetes muy (chetos) elegantes. Ella iba del brazo del señor. Era más alta y bastante más joven qué él. El viejo iba impecable con su cabello blanco y su esmoquin; era un poco más bajo que yo y sostenía un vaso de Whisky en la mano. No tenía menos de setenta años pero estaba en forma. Inmediatamente Emiliano me los presentó como el Dr. Sánchez Alvarado y su esposa. No hizo falta que me aclare que se trataba del dueño de la clínica, il capo di tutti capi. Ya había escuchado hablar de él.

Nos saludamos muy cordialmente. Hablamos de lo hermosa que estaba la noche. La señora elogió mi vestido y mi juventud. El viejo me hizo un chiste sobre el cuidado que debía tener con los anestesistas y su afición a experimentar con sus “pócimas”. No entendí muy bien dónde estaba la gracia, pero me sumé a las risas de los tres. Después el viejo le hizo un gesto a Emiliano y ambos se fueron en dirección a otro grupo de personas pidiendo las disculpas del caso. Me quedé a solas con la señora en una situación un tanto incómoda que desactivé pronto con la excusa más obvia y efectiva del mundo: necesitaba ir al baño.

Era una noche soñada. Calurosa, pero con una brisa suave que traía el río. Cuando volví a la terraza había perdido de vista a Emiliano. De modo que me dediqué a beber y a observar a toda esa gente rica que le fascinaba mostrarse. Algunas personas estaban bailando; otras se habían acomodado en las pequeñas mesas perimetrales a conversar.

Cuando Emi me aferró desde atrás por la cintura, me sobresaltó de tal modo que estuve a punto de tirar la copa por el aire.

—¡Ay! ¿Qué hacés, tonto? Casi hago un desastre.

—Jajaja… Perdón. No me pude contener al llamado de esas caderas.

Entonces me giró y me dio un beso en los labios.

—¿Dónde estabas? —pregunté, cuando pude retomar el control de mi boca.

—Hablando con el viejo. Le conté que no podía irme tarde porque tenía que llevar a una colegiala a la residencia estudiantil antes de las 12 de la noche para que la reina no se convierta en calabaza.

—Dale, boludo… En serio... ¿Te comentó algo del cargo ese que me dijiste?

—Algo me dijo, sí… Hay un tema con eso, Vero… —De repente abandonó el tomo jocoso y se puso solemne. —Y necesito tu ayuda.

—¿Qué pasó?

—Resulta que a mitad de año, en una reunión con el equipo de cirugía, yo le había asegurado al viejo que la clínica iba a facturar más de un millón en el segundo semestre solo por el uso del quirófano…

—¿Y?

—Y ayer mostraron el balance del año: No llegamos al millón por muuuy poco.

—¿Y cuál es el problema con eso? ¿Qué tenés que ver vos?

—Nada. Pero hicimos una apuesta y la perdí.

—¿Qué apostaron? ¿Plata?

—¿Plata? ¿Te parece que Sánchez Alvarado puede hacer una apuesta por plata conmigo?

—Qué se yo, Emi… ¿Qué apostaron, entonces?

—Bueno, ahí viene la cosa… Medio en joda, medio en serio, me dijo que si yo ganaba la apuesta, el cargo de Jefe de Anestesiología era mío. ¡Menos de diez mil dólares faltaron! ¿Podés creer?

—Ah… ¿Y si perdías?

—Bueno… De eso estábamos hablando recién… El viejo cabrón me encaró, muy a su estilo, me ofreció un Cohíba y me preguntó si había visto el balance. Le dije que sí y que estaba dispuesto a poner yo mismo la diferencia para llegar al millón. Ya sabía por dónde venían los tiros… Me quería joder…

—¿Y qué te dijo?

—Se rio y me dijo que lo sentía mucho, pero que él había ganado una apuesta y quería cobrarla. Medio en joda, medio en serio, le dije que tenía razón, que me pidiera lo que quisiera.

—Mmmm… ¿Y qué te pidió?

—“La bombacha de tu novia”, me dijo. “La que tiene puesta ahora”.

—¡¿Qué!? Jajaja… —Fue una risa que se volvió incómoda enseguida cuando él no la correspondió. Como si no fuera un chiste—. Te estaba jodiendo, Emi. ¿Cómo va a ser tan zarpado el tipo? ¡Es el jefe!

—Puede ser. O no… No sé. El viejo es un cínico hijo de puta. Pienso que ahora que perdí, sería una buena carta ir a fondo y pagarle la apuesta. Lo sorprendería. Me dejaría en carrera para el cargo.

—¿En serio me decís? ¿Esa es la ayuda que necesitabas de mí? ¿Qué te dé mi bombacha? — No pude evitar sonreír por lo absurdo de la propuesta—. Está con la mujer, Emi. Y vos sos su empleado, no te puede boludear de esa manera.

—Estos tipos son así, Vero. Vos no entendés. No es como en la facultad. Estos tipos se creen los dueños del mundo… Tienen mucho poder… Se encaprichan con algo y van para adelante.

—Claro, yo soy una pendeja inocente que le falta calle, ¿no? —Me estaba empezando a sulfurar—. ¿Y vos, que te las sabés todas…? ¿Qué querés que haga? A ver… Decime.

—Que te saques la bombacha y que me la des. — dijo, sin más preámbulos.

—Estás loco de remate.

Entonces Emi se acercó y me habló muy cerca del oído:

—Además me calentaría mucho saber que vas a estar toda la noche, paseándote entre toda esta gente sin tu tanguita.

Yo sentí que se me erizaba la piel de la nuca y de detrás de la oreja. Me conocía. Sabía por dónde. Me estaba arrinconando... Quería que me volviera su nena sumisa. El viejo lo había desafiado y él quería responderle. No era el capricho del viejo, era el capricho de mi novio. Era a él a quien debía consentir. Entonces traté de refugiarme en esa chispa de morbo que me provocaba la situación. Estábamos hablando muy cerca y muy despacio. Nuestras mejillas se rozaban.

—¿Ahora? —pregunté sumisa, insegura.

—Ya mismo.

—Ok. Voy al baño. Pero no tengo bolsillos y dejé la cartera en el auto. Vení conmigo y te la paso cuando salgo.

—Andá. Ahí te alcanzo. Ya me la pusiste dura. —Susurró.

—Vas a tener que aguantar. —Y me alejé moviendo el culo con elegancia.

Entré al baño. No había nadie. No hacía falta meterme en un privado. Me miré al espejo mientras metía los dedos de mi mano derecha por el tajo frontal de la falda. Enganché el pulgar y el índice en el elástico de la tanga y tiré con cuidado hacia abajo. Era una pieza chiquita que salió sin dificultad. Deslicé la prenda hasta las rodillas. Luego levanté un pie y después el otro. Ya tenía el premio conmigo. Antes de abandonar el baño tuve que acomodarme el vestido que se me había levantado por la maniobra. Podía ver por el espejo que en el nacimiento del tajo de la falda asomaba mi otro tajo natural. Iba a tener que andar con cuidado si no quería pasar un mal momento.

—Malditos médicos perversos. —pensé con una media sonrisa. Y salí al encuentro de mi novio con la tanga apretada en un puño.

Pero Emiliano no estaba allí. Quien sí aguardaba a mi encuentro era el mismísimo Dr. Sánchez Alvarado en persona. Me quedé dura. Estábamos solos en el pasillo estrecho. Me miró de arriba abajo mientras bebía su Whisky.

—Me dijo tu novio que tenías algo para mí. —Y me tendió su mano abierta.

Traté de sobreponerme a lo intimidante de aquella situación. Miré a mí alrededor para estar segura de que nadie nos veía. Luego deposité mi prenda sobre la mano del viejo sin decir una sola palabra. Este la examinó por un momento y después la hizo desaparecer en el bolsillo interior del esmoquin con la gracia de un mago.

—Buena chica. —dijo, y siguió camino.

Salí de allí muy acalorada. Podía sentir el ardor en las mejillas.

Cuando regresé a la terraza, Emiliano estaba en la barra disfrutando de otra copa de champagne.

—Habíamos quedado en otra cosa, ¿no? —Lo increpé.

—Eeeeh… Tranquila. —Me acarició la mejilla con el dorso de la mano—. El viejo quiso ir en persona. ¿Qué le iba a decir…? ¿Cómo te fue? ¿Te dijo algo?

—Me dijo que era una buena chica. —respondí, con cara de ofendida.

—¡Y tiene razón! Sos la mejor, Vero. ¡Mi reina de la uva! —Me rodeó la cintura con un brazo y me besó con ternura.

No quería mirar el tablero del Etios para no ver la hora. No quería ponerme más nerviosa de lo que ya estaba. El tránsito sobre la avenida se empezaba a cargar conforme me acercaba a la zona de Retiro. En un memento se detuvo y aproveche para girar sobre el asiento trasero y rebuscar en el bolso la bolsita plástica donde había guardado el labial y el rimmel. Tenía que aprovechar las pausas. No había forma ni de detener el tiempo, ni de teletransportarme a la compañía. La suerte estaba echada. El tránsito volvió a avanzar y mi mente volvió a aquella terraza de Puerto Madero en la que Emiliano y yo jugábamos, cada uno, su propio juego.

La noche, como el malbec, fue mejorando con el paso del tiempo. Bailamos, nos reímos y bebimos bastante. De vez en cuando, Emiliano me calentaba el oído con algún comentario zarpado. Yo feliz con el cachondeo. Compartir ese espacio tan exclusivo, despojada de mi ropa interior, con toda esa gente que olía a perfume francés y habano caribeño, me daba un morbo que me tenía bastante arriba. Al principio estaba muy pendiente del vestido, pero después me fui relajando. Los médicos se daban la buena vida y yo la estaba pasando muy bien.

Estábamos bailando con una copa en la mano. Emi me aferraba por detrás. Nos movíamos rítmicamente y yo le frotaba la entrepierna con el culo, con sutileza para no levantar sospechas. Él me decía que se la estaba poniendo dura. Entonces yo me alejaba, pero él me tomaba de la cintura y me acercaba de nuevo. Y otra vez le frotaba mis nalgas por el rabo. Ese era el jueguito hasta que en un momento me dijo que volvía enseguida y desapareció de mi vista. Me quedé bailando y bebiendo sola por un rato. Después me acerqué a la barra por una botella de agua mineral. Necesitaba hidratarme. Estaba acalorada y sedienta. Cuando vi a Emiliano acercarse, sabía exactamente de dónde venía. No era la primera vez que lo veía fruncir la nariz y morderse lo labios de esa manera.

—¿Fuiste a tomar?

—La dosis justa. —Como le gustaba decir a él—. ¿Querés? Hay. Y está muuuy bien.

—Sabés que no me gusta.

—Tendrías que aprovechar que tenés un novio anestesista. Soy como tu chamán. Puedo guiarte en tu viaje interior.

—Sos un boludo.

—Jajaja. Me invitó el viejo. No le pude decir que no. ¡Escuchá esto! Me dijo que necesitaba a un futuro jefe de anestesiología para catar algo especial que le habían traído de Colombia.

—Bueeeno. Parece que funcionó mi regalito… Me parece que ahora la deuda la tenés conmigo. —Me mordí el labio inferior— Voy a pensar en algo…

—Ah… El viejo también me hizo un comentario sobre eso…

—¿Sobre qué?

—Sobre tu “regalito”. Me dijo que si la querías recuperar, que pasaras a buscarla por la suite 302.

—Me estás boludeando… —Y bebí un sorbo de agua de mi botella

—Te juro, Vero. Me lo dijo.

Entonces lo miré a los ojos y le pregunté:

—¿Y para qué me lo contás? ¿Me dejarías ir? ¿Meterías a tu novia, medio tocada, así vestida, en una habitación de hotel con tu jefe? ¿No le dijiste que era un desubicado?

—¿Cómo le voy a decir eso? Además… El viejo es un provocador. Le gusta jugar con la gente, llevarla al límite. Nunca te haría nada que vos no quieras.

—Y vos serías capaz de meterme en esa habitación con tal de no contradecirlo, ¿no? —Entre la bebida y el mal humor que estaba empezando a sentir, empecé a levantar la voz—: ¿Cuál es tu límite, Emiliano? ¿Qué te pensás que soy, eh? ¿Tu putita que la podés manejar a tu antojo?

—Shhh… Pará un poco… No es para hacer un escándalo tampoco. Solo vas, te devuelve “eso” y ves qué onda, nada más.

Esa última frase me hizo estallar.

—¿Lo que le regalé? ¿Lo que YO le ragalé? —Mi indignación iba en aumento—: ¿Querés que vaya a SU habitación "a ver qué onda”?

—Beeeno, Cheee… No te lo tomes así; no seas infantil…

—Basta. Vamos. Me quiero ir. Quiero que me lleves a la residencia ahora. —Agarré el celular y agregué—: Te espero en el Lobby

Me volví con calma y me fui caminando despacio. Tampoco quería hacerle un desplante delante de su círculo social.

—Ahora te alcanzó. —Escuché que me decía mientras me alejaba.

No respondí. Si se tardaba mucho me iba a tomar un taxi. No estaba de humor para esperar.

El ascensor comenzó a descender los seis pisos que me separaban de la planta baja. Me arreglé el vestido frente al espejo y me acomodé el peinado con la mano.

La puerta se abrió. Había mucho movimiento en el lobby. Me quedé inmóvil dentro del habitáculo. La gente pasaba delante del ascensor pero nadie ingresaba. ¿En serio estaba considerando volver a subir?

¿Por qué no?

Ubicarme en el lugar de nena sumisa había sido siempre su juego. Y yo lo sabía, y no solo se lo consentía, también lo jugaba porque me convenía. También tenía mis propios objetivos en ese juego. ¿Entonces?

Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a elevarse con un sutil impulso. Solo que esta vez mi destino se encontraba a mitad de camino entre el lobby y la terraza.

Salí finalmente del cubículo en la tercera planta. La señalética del pasillo indicaba que las habitaciones 300 a 306, se encontraban hacia la izquierda.

El cuarto 302 era el más alejado. Daba hacia el frente, de cara al Río de la Plata. Llamé a la puerta. Al cabo de unos pocos segundos Sánchez Alvarado abrió y me invitó a pasar. Seguía todavía ataviado con su esmoquin negro.

La habitación era grande. Una cama cuadrada gigante, una mesa junto a la ventana con dos sillas y un amplio escritorio de madera sobre el que se encontraba una notebook encendida, era todo el mobiliario. Más allá se encontraba el baño y lo que parecía un vestidor.

—No hay tiempo para el descanso, parece… —dije, señalando la computadora, con la intención de quebrar el incómodo silencio.

—Me aburren rápido las fiestas. —respondió cortante—: ¿Qué te trae por acá? ¿Estás perdida?

—Me dijo mi novio que tenía algo para mí. —respondí usando casi las mismas palabras que había usado él en la puerta del baño. Pero me corregí: —En realidad, me dijo que tenía algo mío.

Entonces el viejo se acercó y se paró frente a mí. El aroma intenso de su perfume invadió mis fosas nasales. Era como un imán. No pude retroceder. Era apenas más bajo que yo, pero yo me sentía muy pequeña.

—Nena, si querés recuperar lo que es tuyo, vas a tener que tomarlo con tus propias manos.

Emiliano tenía razón. El viejo era un provocador. Yo conocía perfectamente cuáles eran mis límites, de modo que no tenía nada que temer. Di un paso más hacia él y le abrí la solapa izquierda del esmoquin. Ese era el juego.

—Resultaste ser una chica muy atrevida... ¿Cómo era tu nombre?

—Verónica. —respondí, mientras con una mano sostenía la solapa y con la otra hurgaba en su bolsillo interno.

Yo sabía que allí había guardado mi tanga, estaba segura, pero de allí solo saqué un billete que resultó ser de cien dólares. Lo miré con cara de que estaba jugando sucio, que me había engañado.

—Pueden ser tuyos si te los ganás, o los podés volver a dejar donde estaban. Vos elegís.

Inmediatamente y con delicadeza devolví el billete a su lugar. Luego repetí la misma resquisa pero esta vez del lado derecho. Cuando mis dedos índice y mayor se deslizaron dentro del bolsillo y entraron en contacto con el inconfundible encaje de mi tanga. El viejo, en un arrebato completamente impredecible, me pasó un brazo por detrás de la cintura aferrándome contra sí. Inmediatamente después de inmovilizarme metió su mano libre a través del tajo frontal de mi vestido para aferrarse a mi sexo desnudo. En menos de un segundo ya podía sentir uno de sus dedos hundirse dentro de mí.

—¿Ya encontraste lo que habías perdido? —preguntó, mientras metía el segundo dedo.

Pegué un respingo porque me sentía invadida, pero no sentí dolor. El baile, el calor y el cachondeo habían cumplido su labor lubricante.

—No vine por mi tanga. Vine porque él me lo pidió. —dije, queriendo simular una fortaleza que no tenía.

—¿Quién? Ah, si… El anestesista. —Y movió sus dedos dentro de mí. —¿No vas a hacer nada para ganarte ese billete? Te imaginaba una chica con más iniciativa.

—No soy una puta.

—Claro que no.

Estaba a punto de quitarle de un tirón su mano invasora cuando él mismo la retiró y liberó mi cuerpo. Yo di tres pasos hacia atrás. Él alzó su brazo y me mostró los dedos humedecidos por mis propios jugos y mi transpiración. Con la otra mano sacó su billete de cien dólares del esmoquin y también lo colocó frente a mis ojos. Luego acercó los dedos jabonosos hacia mi boca y empezó a deslizarlos sobre mis labios… ¿Cuánto más me iba a dejar humillar por ese viejo? ¿Por qué no me había largado inmediatamente de allí? El viejo me pasaba lentamente la yema de sus dedos por la cara interna de mis labios. Sentía mi propio sabor mezclarse con mi saliva. En lugar de irme comencé a lamerlos con la punta de la lengua. Tenían un sabor suave y levemente salino. Engullí ambos dedos en mi boca y comencé a succionar sin dejar de lamer… Despacio… Una, dos, tres veces. Lo miré a los ojos y vi su expresión de lujuria… Quería que el viejo se enterara de lo bien que sabía chuparla. Pero eso era todo. Después di un paso atrás y saqué mi tanga del lado derecho de su esmoquin. La mano con el billete seguía a la altura de mi vista. Entonces se lo arrebaté y salí de la habitación sin despedirme.

Cuando el ascensor llegó al lobby, vi el Peugeot de Emiliano estacionado en la puerta. Me estaba esperando.

Subí al auto sin mirarlo. Estaba furiosa.

—¿Fuiste? —me preguntó.

Como única respuesta la arrojé la tanga sobre la cara. Él la cogió con calma, se la llevó a la boca y pasó la lengua por la parte más delgada de la tela, la que desaparece entre las nalgas.

Yo no quería mirar. No quería hablar. No quería estar allí. Solo mantenía mi puño apretado sobre el billete de cien. Me lo había ganado.

Fuimos hasta la residencia sin hablarnos. Allí me bajé sin despedirlo. Nunca me preguntó qué había pasado en la habitación del viejo, y nunca se lo conté.

Estuve una semana sin responder sus llamados. Realmente no sabía si quería volver con él. Me daba miedo estar con un tipo así. No estaba dispuesta a jugar tan al límite. Pero también me preocupaba encarar el último año de carrera sin contar con su apoyo. Además, él nunca me había exigido nada hachándome en cara toda la ayuda que me brindaba. Él nunca jugó esa carta para pedirme favores ni someterme a sus caprichos. En ese sentido, siempre había sido muy generoso conmigo.

La cuestión finalmente se resolvió unos días después, cuando me vino a buscar a la facultad, a la salida de un examen. Me invitó a almorzar y allí me propuso que me mudara con él a su departamento y que dejara de trabajar para poder dedicarme full time a terminar la universidad. Nunca mencionó ni preguntó nada de lo que había pasado en la fiesta. Esa misma semana dejé la residencia y empezamos a convivir. A él lo nombraron jefe del servicio de anestesiología esa misma semana. Nunca volvimos a tocar el tema.

Finalmente llegué al estacionamiento subterráneo de GlobaliaTech. Estacioné el Etios de mi vecino en el primer lugar libre que encontré. Me miré al espejo del parasol: todo impecable. Había tenido tiempo de pasarme el brillo labial y el rímel durante el camino. Antes de apagar el motor quise ver lo que venía evitando durante el viaje: el reloj del tablero. Marcaba las 9:22am. El panorama no era bueno, estaba llegando casi media hora tarde a una entrevista clave con el CEO de una multinacional. Ah, y sin previo aviso.

El estómago vacío me hizo ruido. Pero no me iba a poner nerviosa justo ahora. Tenía que confiar en mí. Bajé del auto. Presioné el botón de la llave. Las luces parpadearon y el Etios cinco puertas se cerró automáticamente. Crucé el estacionamiento en busca del ascensor.

Absolutamente todo, durante aquella mañana, había conspirado contra la posibilidad de llegar a GlobaliaTech. Ahora que ya estaba allí, ¿qué más podría salir mal?

(Sin valorar)