Mi vida desde que volví de mi luna de miel es como la de un programa de televisión: una casa estupenda, un marido con un buen trabajo, y a mí se me fueron abriendo oportunidades en el mundo laboral. Mi padre me iba preparando para dirigir pronto la empresa de viajes de la familia… todo lo que una pueda desear.
En ese momento, junto a mi marido, decidimos dar algo de cambio a nuestras vidas y creamos una fundación benéfica. Yo he tenido una gran experiencia y, sobre todo, me encanta organizarlo todo. Pero más que nada, conocer gente nueva.
En uno de los eventos que hicimos, me topé con un excompañero de la secundaria al que yo odiaba. Durante una reunión con él, mi perspectiva cambió y me di cuenta de que es un tipo con ganas de ligar. Después de unas copas, ya no fui capaz de rechazar sus insinuaciones…
Esto ocurre después de cinco años casada con mi esposo. Tuvimos nuestro primer hijo, el cual ya tenía dos añitos. Después de esa luna de miel, mi relación fue en alza: el amor y el trabajo nunca faltaron en la familia, y poco a poco íbamos creciendo más juntos.
Un día, estando en familia con mi esposo y mis padres, surgió la idea de abrir una fundación benéfica aquí en mi ciudad, ya que teníamos un poco de tiempo extra y, además, veíamos la necesidad de ayudar a la gente. ¿Qué mejor forma que una fundación? Así todos podrían aportar su granito de arena.
Al principio nos costó trabajo, pero poco a poco más gente se fue sumando y todo comenzó a salir como lo planeamos. Para el evento de vacaciones —con shows musicales y juegos— la comunidad respondió mejor de lo esperado. Solo faltaba resolver un detalle: la música.
Fue entonces cuando mi marido soltó la bomba.
—Necesitamos ayuda con el sonido —dije, revisando la lista de pendientes—. Los vecinos colaboran con los juegos y la logística, pero no conozco a nadie que pueda encargarse de la música. ¿Tú tienes alguna idea?
Él se rascó la nuca, evitando mi mirada.
—Mmm… sí, pero no te va a gustar.
—¿Qué? ¿Por qué? —arqueé una ceja.
—Es… tu excompañero Lucas. El que mencionaste que te hacía la vida imposible en la escuela.
—¿¡Qué!? —casi grité, cruzando los brazos—. ¡No! Él era insoportable. Será un desastre trabajar con él.
Mi esposo me rodeó la cintura, dejando un beso suave en mi mejilla.
—Cariño, solo manejará la música. Quizá ni lo veamos en el evento. Además, es DJ profesional, tiene todo el equipo y conoce la música actual.
—Mmm… está bien —cedí, frunciendo los labios—. Pero que ni se le ocurra acercarse.
Él rio, jugueteando con un mechón de mi pelo.
—Deberían hablar. Se nota muy cambiado.
—Ya veremos —murmuré.
—¿Por qué no le escribes tú? Así coordinan los detalles.
—¿¡Yo!? Ni loca —bufé—. Hazlo tú.
—Amor, estoy hasta el cuello con la empresa —susurró cerca de mi oído—. Será buena oportunidad para hacer las paces.
—No sé… solo de recordar su cara me da repelús.
—No exageres —sonrió, pasándome un contacto en mi teléfono—. Aquí tienes su número. Luego me cuentas qué te dijo.
—Mmm… está bien —suspiré, resignada.
Lucas había sido el matón de la secundaria —el tipo que se burlaba de mi pelo rizado, que “accidentalmente” empujaba mis libros al suelo, y cuyo grupo de amigos me hacía sentir invisible. Para colmo, con ese acné marcado y sonrisa de superioridad, era fácil odiarlo. Mi enemigo número uno.
Pero ahora, diez años después, mi marido insistía en que “había cambiado”.
Esa noche, con fastidio, le escribí:
—Hola Lucas. Soy Alma Carrizo, de la secundaria. Mi marido dijo que podrías ayudarnos con la música del evento benéfico. ¿Te interesa?
No esperé respuesta. Apagué el teléfono y me enterré en las sábanas, como si eso borrara el pasado.
Al despertar, un mensaje brillaba en la pantalla:
—¡Hola Alma! ¿Cómo olvidarte? ¡Obvio que los ayudo! Es una causa re linda, y si puedo aportar, mejor. ¿Qué necesitan?
Su tono desenfadado me irritó. Respondí lo mínimo:
—Ok.
Quería cortar cualquier conversación. Pero él insistió:
—¿Cuándo nos juntamos para coordinar? Podría sumar más ideas…
—No hace falta —tecleé rápido—. Te mando la info por acá.
—Ah… bueno. Pensé que podríamos vernos con tu marido —respondió, y casi imaginé su decepción.
—Si surge algo, te aviso —cerré el tema.
—Dale, Alma. Cualquier cosa, escribime —finalizó él.
Había sido grosera. Pero ¿qué esperaba? ¿Que olvidara cómo me trató?
Esa noche, mientras veíamos TV, le mostré los mensajes.
—Amor… ¿no crees que fuiste un poco dura? —dijo, levantando una ceja.
—¡No! Es Lucas. El mismo que me hizo la vida imposible —crucé los brazos.
—Era un pibe de quince años —suspiró él—. La gente cambia. Además, ni le dijiste gracias.
—¿En serio estás de su lado? —bufé.
Mi marido me rodeó la cintura, jugueteando con mi pelo:
—Solo digo que podrías darle una chance. ¿Qué tal si lo llamás a tu oficina? Ambiente neutral… y si se porta mal, grito y aparezco.
—No lo sé… —murmuré, pero su sonrisa me ablandó.
—Mandale mensaje. Yo acuesto al nene —dijo, besándome la frente.
—Está bien… Te amo.
—Yo más —respondió, alejándose con ese andar tranquilo que siempre me calmaba.
Mis dedos titubearon sobre la pantalla del celular antes de enviar el mensaje. No estaba completamente segura, pero decidí darle esa oportunidad:
—Hola Lucas, ¿qué tal estás? —escribí, mordiendo ligeramente mi labio inferior—. Me olvidé de agradecerte por la ayuda con el evento. ¿Qué te parece si pasás por las oficinas de la empresa para coordinar?
La respuesta llegó casi instantáneamente:
—Hola Alma —pude casi escuchar esa voz que recordaba demasiado bien—. No hacía falta agradecer, pero dale. Mañana por la tarde paso por ahí, ¿te parece?
Sentí un pequeño escalofrío al leer su mensaje. Respondí:
—Dale, buenísimo —mis uñas rozaron la pantalla al escribir—. Cuando vengas, entrá al último piso. Mi oficina está al lado del ascensor.
—Dale Alma, nos vemos —contestó él, con una simpleza que me sorprendió.
—Chau, y de nuevo… muchas gracias —añadí, sintiendo que la formalidad era quizá excesiva.
Su última respuesta me hizo esbozar una sonrisa involuntaria:
—No hace falta jajaja. Que descanses.
—Baaay —terminé la conversación, dejando el teléfono sobre el escritorio con un suave golpe.
La verdad es que no había dicho nada fuera de lo normal, lo cual era extraño viniendo de él. Por mensaje al menos, parecía haberse comportado. Mañana vería si realmente había cambiado o si solo era una fachada.
Al día siguiente
Justo cuando cruzaba el umbral de mi oficina, el teléfono vibró en mi bolso. El mensaje de Lucas decía que llegaría 15 minutos tarde. Respondí con un simple “No hay problema”, aunque en realidad me molestó bastante. La impuntualidad era algo que nunca toleraba bien, pero bueno… ¿qué más podía esperar de él?
Veinte minutos después de la hora acordada, el intercomunicador de mi oficina zumbó:
—Señora Carrizo, su visita está aquí —anunció la recepcionista con voz profesional.
—Que pase, por favor —respondí, notando cómo mis palmas comenzaban a sudar ligeramente.
Mi corazón aceleró su ritmo de forma casi dolorosa. Y entonces lo escuché: tres golpes suaves pero firmes en la puerta, seguidos de esa voz que ya no era la del adolescente que recordaba:
—Alma… ¿puedo pasar? —dijo, al mismo tiempo que la manija giraba y la puerta comenzaba a abrirse.
La puerta se abrió completamente y contuve la respiración cuando Lucas entró en mi oficina. No podía creer la transformación. Aquel muchacho problemático de complexión delgada y rostro marcado por el acné ahora era…
—Hola Alma, ¿cómo estás? —su voz grave resonó en la habitación mientras se acercaba—. Perdón por la tardanza, tenía que dejar unas cosas en el gimnasio al otro lado de la ciudad.
Su aroma -una mezcla de colonia amaderada y sudor fresco- me envolvió cuando inclinó su cabeza para dejarme un beso en la mejilla. Sus labios rozaron peligrosamente cerca de mi boca, más de lo que el protocolo social permitía.
—Hola, no pasa nada —respondí, sintiendo cómo mi voz sonaba un poco más aguda de lo normal—. Lo importante es que ya estás aquí.
Mis ojos recorrieron su figura sin poder evitarlo. La camisa azul ceñida revelaba unos hombros anchos y brazos musculosos. El pantalón de vestir ajustado dejaba poco a la imaginación. ¿Cuándo se había convertido en este… hombre?
—¿Y qué me cuentas? —preguntó él, acomodándose en la silla frente a mi escritorio—. Hace años que no nos vemos. Sigues estando muy lenta.
Noté cómo su mirada descendió lentamente por mi cuello, se detuvo en mi escote, y luego volvió a encontrarse con mis ojos. Una sonrisa cómplice se dibujó en sus labios.
—Ay, Lucas, muchas gracias —reí nerviosamente, sintiendo cómo el calor subía a mis mejillas—. Vos también estás… muy cambiado.
—Sí —asintió, pasando una mano por su pecho—. Después de la secundaria decidí hacer un cambio rotundo. Me comporté muy mal en ese tiempo —su expresión se volvió seria—. Era un niño que no medía sus acciones. Por eso quería hablar contigo, para pedirte disculpas.
—La verdad es que sí —respondí, jugando con mi lapicera para disimular los nervios—. Te comportabas horrible. Te llegué a odiar mucho, sabes.
—Espero poder cambiar esa impresión —dijo con una media sonrisa que hizo que mi estómago diera un vuelco.
—Mi marido me dijo que te diera una oportunidad —comenté, sintiendo la necesidad de mencionarlo—. Dice que todos merecen una segunda chance.
—Tu marido es muy amable —respondió Lucas, aunque su mirada no dejaba mi cuerpo—. Agradécele de mi parte.
—Espero no arrepentirme —dije en un tono que pretendía ser juguetón pero que sonó más como un susurro.
—Créeme que no te vas a arrepentir —aseguró, y esta vez no hizo ningún esfuerzo por disimular que estaba mirando mis pechos.
Nos sumergimos en la planificación del evento para la fundación, aunque mi concentración flaqueaba cada vez que se ajustaba el cuello de su camisa o se inclinaba hacia adelante, haciendo que la tela se estirara sobre sus músculos.
—Bueno, quedamos así —dije finalmente, intentando recuperar la compostura profesional—. Nos ayudas con la música y el sistema de sonido.
—Sí, no te preocupes —respondió, levantándose de la silla—. Déjamelo a mí.
Cuando llegó el momento de despedirnos, extendí mi mano para un apretón formal, pero él la ignoró por completo.
—Dale, cualquier cosa me avisas —dijo mientras se inclinaba para darme otro beso en la mejilla.
Esta vez, sus labios rozaron claramente la comisura de mi boca. Su mano derecha se posó con firmeza en mi cadera, tirando de mí hacia él con más fuerza de la necesaria. Pude sentir cada uno de sus dedos a través de la tela de mi vestido.
—Chau —logré decir, aunque mi voz casi se quebró.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, me dejé caer en mi silla, las piernas temblorosas. La impresión de sus dedos todavía ardía en mi cadera. Estaba completamente sorprendida… y excitada. Este hombre no tenía nada que ver con el Lucas que recordaba. Y ese último apretón, ese beso casi-beso, había revolucionado todo mi cuerpo de una manera que no experimentaba desde… no, mejor no pensarlo.
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Hola, Carlos gracias jajjaj. Saludos
Me encanta con la facilidad que te calentas cdo te gusta alguien, voy a continuar con la 2da parte!
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Bss en esa colita traviesa.