La mañana amaneció fría y lúgubre, con esa humedad que se te pega a la piel como un susurro incómodo. La casa estaba en silencio, tan quieta que podía escuchar el tictac del reloj en la cocina y la respiración tranquila de mis tres hijos, aún sumergidos en sueños. En la alcoba, Ángela dormitaba, ajena al fuego que empezaba a arder en mi entrepierna.
El timbre del celular me sacudió como una descarga. Alba. El nombre brilló en la pantalla y sentí un golpe bajo en el estómago. La esposa de José, nuestro amigo del piso 16. Cuatro pisos arriba, cuatro pisos más cerca del infierno que mi mente ya empezaba a imaginar.
—Hola, Alba… —respondí, bajando la voz hasta casi un susurro ronco—. ¿Cómo amanecen por allá arriba?
—Martín… —su voz era miel espesa derramándose en mis oídos, con esa cadencia que siempre le ponía los pelos de punta—. Todo bien por acá. ¿Y ustedes? ¿En qué andan?
—Aquí todos dormidos todavía —dije, mientras mi mano libre se deslizaba sin querer por el bulto que ya se insinuaba bajo el piyama—. Ángela sigue en la cama y yo… a punto de meterme a la ducha. —Una mentira piadosa. No había agua lo suficientemente fría para lo que necesitaba en ese momento.
El silencio que siguió no fue incómodo, sino electrizante. Como si ambos supiéramos que estábamos jugando con fuego, pero ninguno quisiera apagarlo.
—José salió temprano —dijo Alba finalmente, y pude imaginar su boca formando las palabras, esos labios que siempre pintaba de un rojo discreto pero provocador—. Los chicos también se fueron… así que estoy sola. Organizando el clóset. Necesito mover un mueble y… bueno, pensé en ti.
Sola. La palabra resonó en mi cabeza como un eco en una catedral vacía. Sola. Cuatro letras que me hicieron tragar saliva con fuerza.
—Claro, Alba —respondí, sintiendo cómo la sangre abandonaba mi cerebro para concentrarse en otro lugar—. Subo en veinte minutos. —O menos, pensé, mientras colgaba y miraba hacia la alcoba donde Ángela seguía durmiendo, ajena a la traición que ya empezaba a gestarse.
Mi esposa seguía sumida en ese sueño profundo de las mañanas lluviosas, su respiración calmada marcando el ritmo bajo las sábanas revueltas. Sabía que lo correcto era avisarle, así que entré en la alcoba con pasos silenciosos, sintiendo ya la humedad de la ducha anticipándose en mi piel. El agua cayó sobre mi cuerpo como una caricia tibia, pero ni el jabón ni el roce de la toalla lograron borrar las imágenes que ya bailaban en mi mente.
Me vestí con cuidado, eligiendo esos jeans oscuros que sabía me ajustaban justo donde debían – modo comando, mi pequeño secreto, esa costumbre de andar sin ropa interior que siempre añadía un peligro delicioso a cualquier situación. La camisa de manga larga la remangué sin ceremonia, dejando al descubierto mis antebrazos marcados. No era casualidad.
—¿A dónde vas…? —la voz de Ángela, cargada de sueño, surgió desde el montón de almohadas.
—Salgo un rato —le susurré mientras mis labios rozaban su frente en un beso automático. El aroma a crema nocturna de su piel me recordó por un instante lo que estaba a punto de arriesgar.— Voy al taller… ese camión de la empresa de valores está dando problemas. No tardo.
Mentira. Mentira gruesa y deliciosa. Dejé el cuarto sumido en esa penumbra azulada de la mañana invernal y me dirigí a la sala, donde el sofá recibió mi peso con un crujido discreto. Los diez minutos de espera se convirtieron en una agonía dulce.
Y entonces vinieron las imágenes, nítidas, implacables:
Alba. Siempre Alba. Su melena azabache que olía a coco y sal cuando el viento de la playa la envolvía, esos ojos oscuros que parecían saber exactamente el efecto que causaban en mí. Recordé con lujo de detalle aquella vez en la piscina del edificio, cuando salió del agua con ese bikini azul eléctrico que se le pegaba al cuerpo, revelando pezones erectos bajo la tela mojada. Dios, esos senos – firmes como pomelos maduros, que se mantenían altivos con cada paso, desafiando la gravedad y mi cordura.
Mi mente viajó más abajo, a su ombligo perfectamente cincelado, ese vientre plano que se arqueaba cuando se reía. Y sus caderas… ese balanceo hipnótico que hacía que hasta el más gay de los hombres volviera la cabeza. Las nalgas redondas que llenaban mis sueños húmedos, esas piernas largas y torneadas que parecían esculpidas para enredarse alrededor de mi cintura.
A sus 43 años, Alba era un monumento a la sensualidad femenina, una combinación explosiva de experiencia y vitalidad que me tenía atrapado en sus redes desde hacía años. Y ahora, por primera vez, había una posibilidad real de que dejáramos de ser solo fantasías el uno para el otro.
El reloj marcó que era hora. Me levanté del sofá, ajusté mi erección incómoda dentro de los jeans demasiado ajustados, y respiré hondo antes de salir. El ascensor me esperaba, y cuatro pisos más arriban, mi destino – o mi perdición – también.
En mi divagación pasaron quince minutos. Le marqué.
—Hola, Martín —respondió enseguida—. ¿Ya subes?
—Sí —dije, con un leve titubeo en la voz—. Ya pido el ascensor… voy.
Mientras esperaba el ascensor, cada segundo se hacía eterno. Mis dedos tamborileaban contra el muslo con nerviosismo, mientras la entrepierna de mis jeans -ya demasiado ajustados- se volvía insoportablemente tensa. La ansiedad y la excitación se mezclaban en un cóctel peligroso, haciendo que cada latido resonara en mis oídos. ¿Era impaciencia por la demora del maldito ascensor, o por lo que podría ocurrir en ese apartamento cuatro pisos más arriba? Mi mente no dejaba de proyectar imágenes prohibidas: Alba inclinándose frente a mí, ese escote generoso, sus labios entreabiertos…
Cuando por fin llegó, vacío y silencioso como complaciendo mis intenciones, presioné el botón del piso 16 con un dedo que casi temblaba. El ascenso fue una tortura deliciosa -cada piso que pasaba me acercaba más a ella, a ese momento que llevaba años imaginando. Podía sentir cómo mi erección palpitaba contra la tela áspera del denim, recordándome lo precario de mi situación.
Al salir, giré automáticamente a la derecha -conocía ese pasillo demasiado bien. El timbre sonó como un disparo en el silencio del edificio. Un minuto de agonía… hasta que escuché pasos. ¿Voces? Mi corazón se hundió por un instante – ¿no estaría sola después de todo? La decepción me golpeó como un puño, hasta que…
La puerta se abrió, revelando no a Alba, sino a Miranda. Dios santo. Su melena rubia brillaba como oro bajo la luz del pasillo, esos ojos azules heredados brillaban con la energía despreocupada de sus 19 años. La camisola anudada sobre el ombligo dejaba ver un lunar que nunca antes había notado, y esos shorts blancos… cristo, tan cortos que con cada movimiento casi podía vislumbrar el comienzo de sus nalgas perfectas. La tela se estiraba de manera obscena sobre sus curvas, dejando poco a la imaginación.
—¡Holaaa, Martín! —su voz sonó como un canto, demasiado inocente para la imagen que presentaba. Me abrazó con esa familiaridad de siempre, pero esta vez su cuerpo se presionó contra el mío con una cercanía que me hizo contener la respiración. Sus pechos jóvenes y firmes, apenas contenidos por el top, se aplastaron contra mi pecho. El beso en mi mejilla dejó el aroma dulzón de su gloss.
Antes de que pudiera articular palabra, ya se alejaba corriendo hacia el ascensor, dándome una vista trasera que me dejó seco. Los shorts se le metían entre las nalgas con cada paso, revelando su forma perfecta, redonda como melocotones maduros. La tela blanca se volvía casi transparente bajo las luces, insinuando las curvas que escondía.
—¡Qué pena! Voy volando —gritó mientras el ascensor se cerraba—. Pablo me espera abajo… ¡a la playa! ¡Chao!
El ascensor se tragó su risa juvenil, dejándome solo en el pasillo, con la puerta entreabierta y una erección que amenazaba con reventar la costura de mis jeans. Miranda se había ido, llevándose consigo esa energía fresca… pero dejándome con la certeza de que Alba estaba sola. Completamente sola.
El aire pareció espesarse mientras cruzaba el umbral, cada paso acercándome más al peligro, más a la posibilidad de hacer realidad años de fantasías reprimidas. La puerta se cerró tras de mí con un click sordo, como sellando mi destino.
—¿Alba…? —llamé, sintiendo cómo mi voz sonaba más ronca de lo habitual. El nudo en mi garganta se tensaba con cada latido acelerado de mi corazón.
Desde las profundidades del apartamento, su voz me envolvió como terciopelo caliente:
—¡Adelante, Martín! —ese tono suyo, meloso y juguetón, hizo que el denim de mis jeans se volviera aún más ajustado—. Ya escuché a Miranda salir. Siempre hace tanto escándalo…
Cada paso hacia su habitación era una tortura deliciosa. El apartamento olía a ella – a ese perfume caro con notas de vainilla y jazmín que siempre me volvía loco. Pasé junto al sofá donde tantas veces nos habíamos sentado “como amigos”, junto a la cocina donde sus risas inocentes escondían miradas cargadas. El pasillo parecía extenderse eternamente, cada centímetro alimentando mi anticipación.
Cuando llegué a su dormitorio, el walking closet estaba entreabierto como una invitación. Toqué la puerta con nudillos que temblaban levemente.
—Pasa, Martín —su voz salió desde dentro, y al empujar la puerta, el espectáculo que se presentó ante mí casi me hace perder el aliento.
Alba, diosa de carne y hueso, estaba subida en una pequeña escalera, alcanzando unas cajas en el estante superior. Esa falda corta se había deslizado peligrosamente hacia arriba, revelando muslos de porcelana y el borde de unas bragas de encaje negro que apenas contenían sus curvas. El top sin mangas se le había levantado, mostrando un trozo de espalda suave y ese lunar cerca de la cintura que tantas veces había imaginado besar.
—Hola… —logré articular, sintiendo cómo la sangre abandonaba mi cerebro para concentrarse muy al sur.
Al girarse, el escote de su top reveló más de lo que ocultaba. Sus pechos, redondos y firmes, se movían con una gracia hipnótica bajo la tela fina.
—Martín, gracias por venir —su sonrisa era un pecado—. Ese mueble es el problema —señaló con un dedo perfectamente manicura do hacia el pesado armario.
Mientras bajaba de la escalera, no pude evitar notar cómo sus pezones se endurecían bajo la tela, marcándose con una claridad obscena. El beso de saludo en mi mejilla duró un segundo demasiado largo, sus labios suaves rozando mi piel, su aliento caliente en mi oído.
—Quiero moverlo allá —explicó, señalando con un movimiento de cadera que hizo que mis dientes se apretaran—. Para poner la zapatera.
Al abrir el mueble, el descubrimiento fue eléctrico: lencería negra de encaje, corsés rojos con ligueros, tangas diminutas que no cubrirían nada. El aire se espesó instantáneamente.
—¡Dios mío, qué vergüenza! —Alba se sonrojó, pero sus ojos brillaban con algo más que vergüenza.
—No te disculpes —respondí, pasando un dedo sin querer sobre un sostén de seda negra—. José es un hombre afortunado.
El silencio que siguió fue tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mis palabras siguientes salieron solas, crudas, imposibles de retener:
—Me vuelve loco imaginarte con esto puesto.
Su respiración se aceleró visiblemente. Sin decir nada, comenzó a sacar las prendas con manos que temblaban levemente. Cada prenda era una revelación: medias que se deslizaban como serpientes sobre mi piel, sostenes que prometían maravillas, cinturones de ligueros que imaginé abriendo con los dientes.
Cuando nuestras manos se encontraron entre la seda, la chispa fue palpable. Alba no retiró la suya de inmediato, dejando que el contacto se prolongara, que el mensaje se transmitiera sin palabras.
El mueble vacío fue fácil de mover, pero la tensión entre nosotros pesaba más que toda la madera del mundo. Cuando terminamos, su ofrecimiento de algo de tomar sonó como lo que realmente era: una invitación a quedarme, a ir más allá, a convertir años de fantasías en realidad.
—¿Quieres algo de tomar? —preguntó, mordiendo su labio inferior mientras sus ojos recorrían mi cuerpo con una intensidad que nunca antes se había permitido mostrar.
La pregunta no era sobre bebidas. Y ambos lo sabíamos.
Fuimos a la sala, y me acomodé en el sofá. Le acepté un jugo de arándanos, que trajo poco después. Al entregármelo, su mano rozó la mía. Fue apenas un instante, pero ese contacto pareció detener el tiempo.
—Perdón —dijo suavemente—. Ya regreso.
Alba se dirigió hacia el área familiar con ese balanceo de caderas que siempre me había vuelto loco. Cada movimiento era una provocación calculada – la forma en que su falda rozaba sus muslos, cómo su espalda desnuda se tensaba con cada paso. Me quedé paralizado, el vaso de jugo olvidado en mi mano, mientras mis ojos devoraban ese espectáculo de feminidad en movimiento.
Cerré los ojos y dejé que la fantasía tomara control: la imaginé descalza, con sólo ese conjunto de encaje negro que habíamos descubierto, sus pezones rozando la seda transparente, sus caderas moviéndose al ritmo de una música imaginaria. La humedad entre sus piernas, el aroma de su excitación, el sonido de su respiración entrecortada – mi mente pintaba cada detalle con obscena precisión.
El suave crujido de pasos me arrancó del ensueño. Cuando abrí los ojos, la realidad superó toda fantasía.
Alba estaba allí, convertida en la encarnación misma del deseo. El brassier negro apenas contenía sus senos – pude ver el rosa oscuro de sus pezones endurecidos a través del encaje. La camisola corta dejaba al descubierto ese vientre plano que tantas veces había admirado en la playa. Pero eran los pantis transparentes lo que me dejó sin aliento – podía ver cada detalle de su sexo depilado, los labios ligeramente hinchados, el brillo de su humedad en el vello perfectamente recortado.
—Calla… —susurró, llevando un dedo a esos labios que pronto conocería en toda su plenitud.
Se acercó con la gracia de una pantera, sus medias negras susurrando contra sus muslos con cada paso. Cuando giró, el hilo dental desapareció entre unas nalgas que parecían esculpidas por los dioses – redondas, firmes, con ese balanceo hipnótico que me hizo morder mi propio labio.
El primer contacto fue eléctrico. Sus manos, experimentadas y seguras, subieron por mis muslos como llamas, deteniéndose justo donde mi erección deformaba el denim. El beso fue una revelación – sus labios sabían a fruta prohibida y menta, su lengua explorando la mía con una urgencia que delataba años de deseo reprimido.
No pude resistirme a tocar. Mis manos recorrieron ese cuerpo que conocía sólo de miradas furtivas – la curva de su espalda, el hueco perfecto de su cintura, el volumen generoso de sus nalgas que llenaban mis palmas.
Cuando sus dedos desabrocharon mis jeans, sentí el aire frío contra mi piel ardiente. Su boca fue un paraíso – cálida, húmeda, experta. Cada succión era una promesa, cada movimiento de su lengua sobre el frenillo me hacía ver estrellas. Mirarme en sus ojos mientras me devoraba fue casi demasiado intenso – esa mirada de puro deseo femenino, de poder y entrega simultáneas.
El viaje a la habitación de visitas fue un borrón. Sólo recuerdo la presión de su mano en la mía, la promesa tácita en su sonrisa. Cuando la puerta se cerró, el mundo exterior dejó de existir.
La habitación era un santuario – la luz dorada bañando su piel, las paredes púrpuras reflejando nuestra pasión, la cama enorme que pronto conocería el peso de nuestros cuerpos entrelazados.
En ese momento lo supimos ambos – esto no era un simple encuentro furtivo. Era el principio de algo mucho más peligroso… y mucho más delicioso.
La voz suave de Alba rompió el silencio cargado de deseo:
—Alexa, play something sexy…
La habitación se inundó de un ritmo lento y sensual, guiándonos como cómplices en este juego prohibido. Alba se acercó, deslizándose contra mí como si su cuerpo ya conociera cada uno de mis contornos. Mis brazos la rodearon, las palmas de mis manos aferrándose a esa cintura estrecha, sintiendo el calor de su piel a través del encaje negro que apenas la cubría.
Ella llevaba sólo la lencería, sus pezones duros rozando mi torso desnudo cada vez que respiraba. Yo, con la camisa abierta y los jeans abandonados en el suelo, ya no podía ocultar nada. Bailamos sin prisa, sus caderas moviéndose contra mi erección, cada roce más intencional que el anterior.
No pude resistirlo. Arranqué la camisa de un tirón, y con dedos que temblaban de ansia, deslicé las tiras del sostén de sus hombros. Sus senos cayeron libres, firmes, con pezones oscuros y erectos, tan perfectos como los había imaginado. Me incliné, capturando uno entre mis labios, saboreando su peso, el latido acelerado bajo mi lengua.
Alba arqueó la espalda, un gemido ahogado escapando de sus labios, mientras sus manos se enredaban en mi pelo, urgiéndome a tomar más, a morder suavemente. La llevé hacia la cama, su cuerpo cayendo sobre las sábanas como una ofrenda, la luz dorada del atardecer pintando su piel de ámbar.
Me arrodillé entre sus piernas, deslizando los dedos por los bordes de sus pantis de encaje, siguiendo el camino de su humedad hasta encontrar el calor húmedo que ya empapaba la tela.
—Déjame ver todo… —murmuré, deslizando la lencería por sus caderas con una lentitud tortuosa.
Cuando por fin quedó expuesta, su sexo estaba hinchado, brillante, perfecto. Mis labios descendieron, besando primero el interior de sus muslos, luego ese pequeño clítoris palpitante, antes de hundir la lengua en su profundidad.
Alba gritó, sus piernas temblorosas cerrando mi cabeza entre ellas, sus manos aferrándose a las sábanas. Sabía a sal y miel, a pecado y promesas rotas. Cada gemido, cada sacudida de sus caderas, me decían que esto ya no tenía vuelta atrás.
Y no quería que la hubiera.
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esta muy largo, vulevo a usar un vobulario mas soez?
Hola me gustaria saber del relato con sus comentarios. gracias