25 de diciembre 25 del 2021 a las 04:38 de la mañana. No podía dormir.
Una de mis hermanas se había adueñado del living con sus amigos, y la otra se había ido de joda con sus amigas de siempre.
Yo me quedé en la cama, sola, con ese vacío raro que aparece en esas fechas. Extrañaba a mi vieja. La puta madre, cómo se siente su ausencia cuando todos brindan.
Estaba en tanga, mirando el techo, cuando sonó el mensaje.
—¿Estás? —Era Nahuel.
No sé si fue la hora, el calor de diciembre, la tristeza o las ganas de que alguien me haga sentir algo que no sea nostalgia. Le contesté sin pensarlo.
—Sí. ¿Qué paso?
—Estoy volviendo a casa. ¿Te venís?
No tardé ni dos minutos en decirle que sí. Me levanté y me vestí como le calienta.
Jean ajustado, la musculosa negra que me deja media espalda al aire y me marca las tetas, sandalias marrones, los aros de perlas que le gustaban, y el collarcito de plata que ama sacarme con los dientes.
Cuando llegué, ni me saludó. Me agarró de la cintura, me estampó contra su cuerpo, y empezó a besarme como si el tiempo apremiara.
Olía a cigarro, a fiesta y a sudor masculino. Eso me encantaba.
Su boca bajó por mi cuello, me mordió la oreja y me empujó contra la pared mientras frotaba ese bulto enorme entre mis piernas.
Me subió la musculosa, sacó una teta y la lamió con esa lengua que me vuelve loca. Mis pezones se endurecieron enseguida.
—Estás hermosa, Mey… puta hermosa —me dijo mientras me bajaba el jean y la tanga.
Nos desnudamos ahí nomás, con apuro, sin suavidades.
Yo me arrodillé frente a él y le saqué la verga. La tenía tan dura que latía. Se la chupé con ganas, mirándolo desde abajo.
Mientras, él me acariciaba el pelo y me decía cosas sucias, me puteaba. Me calienta cuando pierde el control y se pone agresivo.
Después, me levantó de golpe, me llevó al cuarto, me puso en cuatro sobre la cama y empezó a jugar.
Me rozaba con la punta de la verga en mis labios vaginales, amagaba con metérmela. Así pasó un buen rato hasta que de una embestida me la metió toda, haciéndome gemir fuerte.
—La concha de tu madre, qué rica que sos —me decía.
A los minutos cambiamos de pose. Se levantó, me apoyó contra la pared y me empezó a coger desde atrás. Al principio lento, y después más fuerte.
Me nalgueó, y eso me sacó un grito de dolor. Me enloquecía su manera de tomar el control y que me trate como una zorra.
Después se acostó y me subí encima. Cabalgué con todo, sintiéndolo en cada centímetro. Le puse las manos en el pecho, cerré los ojos y me dejé llevar.
Eso me hizo ganar sensibilidad en la zona y se me escapó un chorro caliente, involuntario, que le mojó los huevos.
Grité, se me debilitaron las piernas, sentí cómo mi cuerpo se perdía fuerza mientras él me miraba con rabia.
En un movimiento rápido, se paró, me arrodillé, me agarró la cara con una mano y me acercó su verga a la cara.
—Abrí la boca, negra —me dijo con voz temblorosa.
Obedecí y la metió hasta el fondo. Y apenas empecé a chuparla, lo sentí: su semen espeso llenándome la boca. Me sostenía la cabeza con firmeza mientras yo, entre arcadas, tragaba cada gota.
Quedamos tirados, transpirados, con la respiración entrecortada. Me abrazó por la cintura y me atrajo contra su pecho.
En ese momento, tan simple y tan difícil después de todo, me sentí… bien.
No hablábamos mucho, no nos debíamos nada, pero en ese abrazo había un poco de ternura sincera.
Me dormí así, con su mano en mi espalda y sintiendo su respiración agotada en mi oreja.
A la mañana desayunamos lo que quedaba en su heladera, y después volví a casa con el cuerpo cansado, el alma un poco menos rota, y con ganas de volver a cogerlo, por supuesto.
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