Sexo en la ciudad de la furia

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T. Lectura: 4 min.

Fresco sábado a la mañana de abril en Buenos Aires. Me desperté caliente.

Me bañé rápido, me puse una tanga roja finita y el corpiño negro de encaje que me hacía ver las tetas más arriba de lo normal.

Además de eso, me puse un jean ajustado, una remera blanca y el pelo húmedo me lo dejé suelto.

Tenía que estar en Puerto Madero antes de las nueve ya que tenía un gran evento. Era la segunda vez que me tocaba algo así de grande, y estaba pila.

Caminé apurada. El aire estaba fresco, con ese olorcito a río. Cuando llegué al muelle, ya había movimiento. Y ahí lo vi.

Estaba apoyado contra una baranda, con un mate en la mano y el sol pegándole en la cara. Alto, flaco, con barba descuidada. Un buzo verde suelto y las mangas arremangadas le dejaban ver los brazos.

Me miró justo cuando yo lo miraba. Me sostuvo los ojos. No sonrió. Yo tampoco. Me relamí el labio. Él bajó la mirada, tomó un sorbo de mate y se fue para adentro.

—¿Quién es ese? —pregunté en voz baja a uno de los chicos.

—Le dicen Tito. Es de Rosario. Un colgado, pero un capo con lo técnico.

Y eso me dejó con intriga.

El día fue largo. Recorridas, gente sacando fotos, chicos tocando todo, señoras preguntando boludeces. Yo lo cruzaba cada tanto. Me hablaba poco, con voz ronca y seca.

—¿Me alcanzás ese cable, porfa?

—¿Siempre son así de mandón?

Y me sonreía.

Había algo en su forma de estar, de moverse… como si no tuviera apuro.

Y yo, que estaba acelerada, me quería tirar encima suyo cada vez que me pasaba cerca. Sobre todo cuando lo vi agachado arreglando una instalación, con el pantalón medio bajo y la remera levantada. Me ardió la concha.

Terminamos el día cerca de las siete. Me dolían las piernas, tenía el pelo desordenado y las manos sucias de andar armando y sosteniendo cosas. Pero estaba de buen humor.

Algunos de los chicos querían ir a tomar algo en algún bar, así que me sumé. Tito también.

Nos fuimos en grupito, riéndonos de un par de cosas del día, caminando entre los adoquines.

Yo iba al lado de él. No hablábamos mucho, pero me tiraba miradas. De esas que te miran la boca. O el culo. Él caminaba con calma. Me gustaba eso. Me daban ganas de agarrarlo.

Nos sentamos todos en unas mesas afuera, en un bar de cerveza artesanal. Yo pedí una roja. Él, también.

—¿Tanta casualidad o me estás copiando? —le dije, apoyando los codos en la mesa.

—Capaz quiero saber si tenés buen gusto —me contestó con su voz ronca.

Hablamos poco, pero cada vez más cerca. Me apoyó la rodilla contra la mía. Yo lo dejé.

Después se estiró para hablarle a otro, y me rozó el brazo. No se disculpó, es más, me encantó.

Cuando la noche se empezó a enfriar y la mitad del grupo ya se había ido, Tito me miró y dijo:

—¿Querés ir a tomar una birra tranqui en mi hostal? Está a tres cuadras, por Corrientes.

Lo miré fijo, sin decir nada. Tomé el último trago de mi vaso, y le dije:

—Dale. Pero que sea tranqui en serio, ¿eh?

Nos reímos los dos.

Llegamos, y apenas se cerró la puerta del cuarto, me vinieron encima las ganas.

Él dejó la llave en la mesa sin mirar, y ya me tenía contra la pared. Me agarró de la cintura y me besó. Le respondí con el mismo hambre.

Me apretó contra su cuerpo y me pasó una mano por debajo de la remera sin pedir permiso. Me agarró una teta. Le solté un quejido provocador.

—Sos hermosa —murmuró contra mi cuello, metiéndome los dedos bajo el corpiño.

—Haceme mierda —le dije mientras me sacaba la remera de un tirón.

Bajó un poco y me chupó las tetas por encima del encaje.

Yo le desabroché el botón del pantalón con las uñas y se lo bajé.

Me mordía los pezones a propósito. Me sacó el corpiño con una mano como si supiera hacerlo con los ojos cerrados.

—La concha de tu madre, qué tetas —dijo, antes de enterrarse entre ellas.

Me apoyó en la cama, se arrodilló y me bajó el jean de un tirón junto con la tanga roja que quedó atrapada en mis tobillos.

Me abrí de piernas. Él me miró desde abajo y se metió entre mis labios. Me lamía con hambre, con decisión.

Su lengua me recorría el clítoris. Me temblaban los muslos. Le metió un dedo. Después dos. Después tres. Me sacaba gemidos sucios, calientes, mojados.

—Así, más —le dije apretándole la cabeza contra mi concha.

Me obedeció. La lengua me dibujaba círculos en el clítoris mientras sus dedos estaban adentro. Me arqueé y me reí, medio ebria, medio exaltada.

Después se acostó, le bajé el bóxer y saqué su pija dura, gruesa y venosa.

Me la metí en la boca sin preámbulo. Despacio al principio y después, cada vez más adentro. Me la tragaba entera mientras lo miraba a los ojos. Él jadeaba y me acariciaba el pelo.

—Así, puta linda, tragala toda —me decía con voz rota.

Yo la chupaba como si quisiera comérmela. Lo hice gemir.

Luego se acomodó al borde de la cama, jadeando, y se puso un forro mientras yo me ponía en cuatro.

Me agarró el culo con las dos manos y me lo abrió. Me dio una nalgada que sonó fuerte. Yo gemí.

—Estás re mojada, pendeja.

—Metémela —le rogué por encima del hombro.

Y me la metió. Toda. De una. Fuerte. Me hizo gritar. La pija se me enterró con violencia, y me sacudió el cuerpo entero.

La cama crujía, pegaba contra la pared. Él me agarraba del pelo y me tiraba hacia atrás mientras me rompía con cada embestida.

—Sos una puta hermosa, pendeja de mierda —me decía entre jadeos.

—Más, más, sí —le suplicaba con voz ronca.

Cambiamos de pose. Me subí encima y lo cabalgué con ritmo, sintiendo cómo su verga me llenaba la concha.

Él me agarraba las tetas con bronca, me las apretaba y pellizcaba los pezones.

—Mirá cómo te moves, puta rica —me decía mientras me tomaba de la cintura.

—Que rico, hermoso, soy toda tuya —le dije, jadeando, mientras lo montaba más fuerte.

Después, me acosté boca arriba y él se puso encima otra vez.

Me la metió de un solo empujón. Me taladraba. Le pasé las piernas por encima, lo clavé adentro. Él me cogía como si no existiera un mañana.

—Desde que te vi tenerte cogerte —me dijo con la boca en mi cuello, besándome y mordiéndome.

—Ay, ay, que rico —le gritaba arañándole la espalda.

—Te voy a llenar toda, putita…

Él se tensó, gimió más fuerte que antes, la pija latiendo adentro mío mientras acababa. Yo lo miré a los ojos mientras sentía como desbordaba de placer.

Se quedó adentro. Jadeando. Besándome el cuello, la oreja. Me acariciaba la cara. Yo le pasaba los dedos por la espalda, rozándole el culo.

Se tiró en la cama y me apoyé en su pecho, todavía con la respiración agitada.

No dijimos mucho. Solo nos abrazamos. Yo con la pierna cruzada sobre él. Él con la mano en mi espalda baja, acariciándome el culo.

Nos quedamos dormidos así.

Ya en la mañana, la resolana se filtraba por las cortinas finitas. Me desperté primero, con la boca seca y las piernas todavía pesadas.

Tito dormía boca arriba, con un brazo colgando fuera del colchón y la sábana hasta la cintura. Tenía el pelo revuelto y la respiración calma.

Me levanté despacio, sin hacer ruido. Junté mi corpiño del piso, la tanga roja que había quedado tirada en una esquina, y me vestí en silencio.

Busqué mis cosas sin mirar demasiado. Me acerqué a la cama. Lo miré un segundo. No lo besé. No dije nada, y salí del cuarto.

Debía volver a lo mío.

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