Te vi a los ojos mientras te acariciaba al cabello y sonreía en erótico enamoramiento. Tu cuerpo encima del mío, sofocándome. Desnudos los dos, solos, en secreto, en clandestino encuentro. Podía ver mis sensuales pies de princesa como tocando el cielo mientras mis torneadas, suaves y depiladas pantorrillas abrazaban tu espalda alta, a la vez que mis rodillas sentían el cosquilleo de los vellos de tus axilas.
Me mirabas con tus ojos seductores recorriendo todo mi rostro, saboreabas mis labios en la distancia provocando sádicamente que quisiera que me los mordieras de deseo. Disfrutabas el momento sabiendo que habías vencido todas mis excusas, todos mis temores y al fin era tuya. Habías logrado al fin que olvidara mi hombría y que decidiera entregarme a ti y te obsequiara la inocencia de mi esfínter anal para que lo conservaras como un trofeo; una muestra de tu triunfo como señor y soberano de mi cuerpo, tanto de fuera como dentro de él.
Mientras mis redondas y robustas nalgas sentían muy cerca el vapor caliente que emanaba de tu delicioso miembro, supe que apenas faltaban unos segundos para que rompieras el sello de castidad de mi ano.
En ese momento, vinieron a mí muy rápidamente los recuerdos: tú me escribiste por vez primera diciéndome que habías leído mis relatos y que te gustaban. Yo me había ruborizado pues me sentí tan bien que alguien me pusiera atención. Yo, una simple y tonta nena travesti de closet, quien debido a un mísero e insignificante micropene comencé muy temprano en mi juventud a fantasear con ser una princesa en vez de hombre; escondida tras la fachada de un individuo común, pero por dentro con la necesidad de ser protegida, feminizada, dominada y atender los deseos de alguien que me vistiera de mujer y me hiciera saber que debo ser de él.
Llevado únicamente por el apetito sexual que me provocas, te respondí pidiendo una foto. Me moría de ganas por ver un miembro. Y allí fue, en ese correo, mientras veía esa imagen de tu verga que sin duda habías masturbado hasta agotarla pues en su punta deliciosamente emanaba una prueba de semen, que supe que había llegado el momento de entregarme, transformarme en esclava y que únicamente podría sentirme realizada al ser penetrada y poseída por ti.
Nunca olvidaré la locura que me embargó al comprar esos zapatos color piel, destalonados y de pequeño tacón, que al amarrar su pequeña hebilla por mi talón me excitaron al sentir mis pies en ellos. O como ese vestido enfundó tan femeninamente en las curvas de mi cuerpo, resaltando mis caderas, cintura y posaderas, a la vez que llegaba muy arriba de las rodillas mostrando sensualmente mis piernas.
Recuerdo cómo concertamos por correo esa cita, cómo te confesé que quería vestirme cómo una nena y entregarme a ti sin refrenar en nada nuestra pasión y tú me lo exigiste y describiste cómo debería yo obedecerte y vestir para ti. También recuerdo cómo viajé hasta tu ciudad, el hospedarme en ese hotel, maquillarme, rizar mis pestañas, peinar esa peluca pelirroja hasta los hombros y verme al espejo tan elegante, tan mujer, tan femenina, tan deseosa de ti. Me sinceré conmigo misma ante esa imagen reflejada: “mereces que alguien te penetre rico y que te complazca hasta dejarte cansada” me dije.
Llamaste a la puerta de la habitación. “¿Genoveva?” preguntaste sorprendido de ver a la sensual doncella que te invitaba a pasar. Me tomas te de la mano. Nos vimos a los ojos “¿Mi Amo José Luis?” te respondí, y allí fue que besé a un hombre por primera vez. Me entregué con fogosidad a ese beso, era el primero. Mi lengua se entorchó a la tuya degustándola. Nos separamos, nos sentamos en el sillón y hablamos largamente como dos enamorados. Tomaste mi pierna, la acariciaste y desamarraste la cinta de mi zapatilla destalonada y me la quitaste. Me besaste enardecido, perdí la consciencia de mí y me abandoné a tu voluntad. Lentamente me desnudaste.
Al quedar vestida solo en lencería, toqué por vez primera tu enorme, gordo y delicioso miembro por debajo de tu pantalón, lo apreté con la mano y te rogué implorándote: “José Luis: Penétrame, hazme mujer, mi culo ya no desea esta virginidad que me estorba, estoy cansada de ella, soy tuya, te lo suplico, te lo pido por favor”.
Regresé a la realidad. Tu y yo desnudos, ardientes sobre la cama, tu sobre mí. Noté como tu cadera se empinó para tomar impulso y tu colosal pene comenzó a abrirse camino separando mis nalgas, llegando a mi agujero que estaba empapado y forzándolo empezaste a entrar en mí. Cerré los ojos, gemí y sentí un dolor incalculable.
Como una punta de flecha, tu órgano, duro como una barra de acero hirviente, rasgó las fibras de mi ano, separándolas dolorosamente. Sentí como la cabeza de tu verga desgarraba mi virginidad anal. Mi recto envolvió el glande de tu miembro que pulsaba estando ya dentro de mí. Lágrimas de dolor y placer salieron de mis ojos. Sonreíste, me las secaste con las manos y me besaste. “Tu virginidad es del pasado” me dijiste. “Prepárate, voy a entrar más”.
Gemí, sujeté las sábanas con las manos, grité y lloré al sentir el cuello de tu falo atravesando inmisericorde desde la puerta de mi ano hasta el fondo de mi recto. Fue un tiempo eterno, tanto porque lo hiciste muy lentamente, como porque su delicioso tamaño prolongó el deleite de sentirte al fin dentro de mí.
De pronto, sentí los vellos de tus testículos en mis nalgas. Habías entrado todo. Sudábamos. Tus gotas caían en mi cara y yo sentía esa lluvia con gozo. Era un manjar completo. Al fin me sentía mujer por dentro y por fuera. No pude entender en ese momento por qué había tardado tanto en permitirme sentir esa delicia. Sonreíste con malicia. Ambos sabíamos que a partir de ese instante yo nunca dejaría de ser tu esclava sexual y mis deseos estarían siempre sometidos a los tuyos.
Tomaste ritmo, entrando y saliendo de mi culo deliciosamente. Perdí la noción del tiempo, estaba enloquecida. Cuando me di cuenta ya no entraba luz por las ventanas, había entrado la noche y tu continuabas penetrándome, eras un semental. Súbitamente tus metidas de verga erecta se hicieron más potentes. Los dos gritábamos, sollozábamos, gemíamos. Tú me decías “Qué rico tu culo Genoveva”. Yo respondía “¡Qué deliciosa tu verga dentro de mi José Luis, soy una travesti, soy una princesa, soy una nena, soy al fin una mujer!”.
Tus chorros de leche fueron inagotables. El primero me quemó todo el intestino, el segundo fue más espeso, el tercero fue muy abundante. Después, olvidé la cuenta, fueron demasiados e intensos, tantos que hicieron que mi micropene rebalsara de semen y en mi ano sintiera un cosquilleo que me provocó un delicioso orgasmo anal con el que mojé de sudor toda la cama. Mi corazón explotaba sintiendo haber corrido kilómetros en solo segundos. Fue la desvirgada de culo más deliciosa que pudo existir en el mundo para una nena travesti de closet como yo. Gracias por hacerme mujer.
Me estoy recuperando frente al teclado. Mi mano, las teclas y el ratón están inundadas de semen. Estoy sudando y jadeando de placer. Mis sandalias doradas planas con que me veo como una princesa casi revientan sus cintas de lo entumecido que estaban mis pies mientras llegaba al orgasmo. Mi ropa de princesa que tenía puesta voló por toda la habitación mientras me regocijaba caliente. Este relato que viene de mi fantasía me excitó demasiado, tanto como imaginar que lo lees y lo disfrutas. Adoro escribir para quienes me escriben y masturbarme para ti.
Escríbeme y, mientras, te mando un beso para que lo coloques donde más te guste.
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Gracias, este ha sido mi sueño, no lo he podido hacer realidad
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me gusto muchisimo tu relato…
hay Geno, tu relato quiero que sea mi realidad, poseida por el pene grueso de un hombre, llena de semen, arrodillarme a sus pies para que su pene llene mi boca de carne y leche, enloquezco y me masturbo de imaginarlo
Que hermoso relato, poesia que levanta mi temperatura. Y no escribo mas porque ya lo vuelvo a releer y a masturbarme pensando que yo soy quien te come esa virginidad anal
Preciosa Geno !!! Me encantó tu relato. Lo disfruté sintiéndome en tu lugar. Continúa deleitándonos con tus publicaciones