El tímido del colegio me acabó en la cara

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Mayo me trajo una sorpresita.

Había tenido una semana larga, y esas reuniones de ex compañeros siempre me parecieron una mezcla rara de nostalgia forzada y competencia pasiva.

Una de las chicas insistió, me tiró el “vamos un rato y si pinta, nos vamos”… y bueno, fui. No tenía grandes expectativas. Y ahí estaba.

En una esquina del bar, con esa misma cara de serio de siempre, pero más hombre. Germán.

El Germán callado del colegio. El que no hablaba con nadie. El tímido.

Alto, con esa barba que le marca más la mandíbula, remera negra que le ajustaba en los brazos y su perfume amaderado.

Lo vi riéndose con los chicos, hablando relajado. ¿Desde cuándo este se volvió tan canchero?, pensé.

Me acerqué con una sonrisa, metiéndome en el grupo. Comenté algo boludo del pasado, me reí fuerte, y le toqué un brazo. El roce de su piel me dejó tibia.

En un momento, quedamos mano a mano. El resto se había dispersado. Él me miró con esa media sonrisa y me dijo:

—En el cole… yo te tenía terribles ganas. Pero no me animaba ni a saludarte.

Me reí, genuina.

—¿Y por qué no me dijiste, boludo?

—Porque no me dabas ni cinco.

Nos miramos. Hubo un silencio que me calentó más que cualquier piropo.

—¿Nos vamos?

No hizo falta repetirlo.

Salimos del bar como ladrones, casi sin despedirnos de nadie. En la esquina, tenía su auto, un Fiat Siena negro y en cuanto cerramos las puertas, me le tiré encima.

Lo besé con hambre, con lengua. Él me agarró la cara, el cuello, me metía la mano en el pelo y me apretaba los muslos con fuerza.

—Estás más buena que nunca —me dijo con voz ronca.

Arrancó el auto y en el camino fuimos poniéndonos al día entre risas y alguna mano descarada que tocaba de más.

Cuando llegamos, me ofreció otra birra. La acepté.

Me senté en la mesada de la cocina. Fría, dura, perfecta. Él se paró entre mis piernas, me agarró de la cintura y me besó de nuevo. Esta vez más lento, más hondo.

Me mordió el labio, me chupó la lengua. Me sacó la campera, después la remera. Me miró el collar y se quedó ahí, clavado.

Me lamió el dije. Después subió por el cuello y me mordió la oreja, lento, jadeando. Me derretía.

Me bajó de la mesada como si no pesara nada, me llevó hasta el sillón, sin dejar de besarme.

Me tiró ahí y empezó a sacarme la ropa con desesperación contenida.

Él se sentó, abrió el cierre de su pantalón, y me miró.

—¿Querés?

Me arrodillé frente a él, lo miré a los ojos mientras le bajaba el jean.

La pija estaba dura, gruesa, curvada para arriba. Me la metí en la boca sin decir nada. Él gimió, me agarró del pelo y me dejó hacer.

La chupé con hambre. Lo lamía, lo mamaba como si tuviera sed. Sentía sus gemidos bajitos, graves, como si no pudiera contenerse.

—La puta madre…

Me subí encima suyo, le pasé la concha mojada por la punta de la pija sin meterla, solo frotando. Él me miraba, jadeando. Lo volví loco.

Después me la metí despacio. Sentí cómo me abría, cómo me llenaba. Lo cabalgué con fuerza, con ritmo, con todo el cuerpo.

Él me agarraba las tetas, me las apretaba fuerte. Me pellizcó los pezones, me mordió uno. Me hizo gritar.

—Puta linda… —me dijo entre dientes.

Después me puse en cuatro, me escupió la concha y me la metió de nuevo, con ganas, con violencia.

Me sonaban sus huevos contra el clítoris y me daban espasmos de placer. Me pegó una nalgada tan fuerte que me hizo gritar y me dejó marcada.

—Eso… gritá —me provocó.

Terminamos acostados de cucharita. Me la metió desde atrás, una mano en el cuello, la otra en las tetas.

Yo jadeaba, me agarraba de su brazo como si me fuera a desarmar.

Cuando se sintió por acabar, me empujó al piso. Me arrodillé y abrí la boca. Lo miré. Él se pajeaba rápido, jadeando.

—Sos una puta hermosa —me dijo.

Me pegó con la pija en la cara, dos, tres veces. Me tiró del pelo hacia atrás. Y acabó. Me llenó la cara. El pelo. Un chorro cayó justo sobre uno de mis aros.

Se quedó un rato mirándome, con la respiración pesada. Me alcanzó un pañuelito.

—Tené —me dijo, y me acomodó el collar con los dedos llenos de semen seco. Me besó el cuello.

Me empecé a vestir en silencio. Él me miraba, como sabiendo que no me iba a quedar. Cuando agarré la campera, me preguntó:

—¿Te puedo volver a ver?

—Veremos —le dije, con media sonrisa.

Intercambiamos teléfonos. Me mandó un emoji ahí mismo. Un fueguito. Le respondí con una berenjena.

Antes de salir, me besó una vez más. Lento. Rico.

—Bueno, hablame cuando te den ganas de repetir —me dijo al oído.

Me subí al Uber. Tenía las piernas temblando. En la cara, su perfume. En la bombacha, su recuerdo. Y en mi teléfono, su número.

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