Chongo arrogante: Mañanero

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T. Lectura: 3 min.

Era un jueves, cerca de las siete, y el frío de la mañana se colaba por las hendijas. El cielo estaba limpio, despejado.

Me desperté con el ruido de un auto que rompió el silencio desde la calle. No tenía que laburar ese día, pero igual me levanté temprano.

Ni bien agarré el celular, vi el mensaje de Simón. Dos y pico de la mañana.

“No puedo dormir. Pensaba en vos, Mey. Me la pasé imaginando cómo me la chupabas. Qué ganas de cogerte otra vez”.

Me calentó. Le respondí al toque, sin vueltas:

“Si te levantás con ganas, venite a casa. Estoy sola”.

No termine de soltar el teléfono en la mesa de luz cuando contestó:

“Ya salgo”.

Me reí. Qué tipo enfermo. Me calentaba que fuera así de decidido.

Tiré el celular en la cama, me saqué la tanga que tenía desde anoche —todavía medio húmeda— y me metí a la ducha.

Quería recibirlo limpia, pero no demasiado perfecta. Natural, fresca.

El agua caliente me recorría la espalda cuando escuché el timbre.

Mis hermanas ya se habían ido a laburar, así que salí húmeda y en toalla a abrirle. Cuando me vio, me miró como si me quisiera agarrar ahí nomás.

—Dame dos minutos —le dije, girando para volver al baño.

—Ni en pedo —me respondió con voz ronca.

Escuché que se sacaba la campera, las zapas, todo. Y al minuto, ya estaba ahí, en el baño, mirándome como si fuera su desayuno.

Se metió a la ducha conmigo sin decir nada. Agarró el jabón y empezó a pasarme las manos por el cuerpo.

Me enjabonó las tetas con movimientos lentos, me apretó los pezones duros, me lamió el cuello mientras me recorría la concha con los dedos.

—Estás más linda que nunca, boluda. No sabés las ganas que tenía de esto.

Incliné la cabeza hacia atrás, dejé escapar un gemido y apoyé el cuerpo entero contra el suyo, buscando más roce, más calor.

Me arrodillé despacio, sin sacarle los ojos de encima. Le agarré la pija, ya durísima, y me la metí entera.

Le chupé la punta con la lengua húmeda, babosa, rozando la lengua por el frenillo mientras mis dientes jugaban a pellizcarlo.

Sentí cómo se le tensaba todo el cuerpo, el jadeo apurado que se escapaba entre sus dientes. Metí más adentro la lengua, su sabor amargo y salado me invadió, mientras mis labios apretaban y chupaban sin piedad.

Lo escuché gemir bajito, poner una mano en mi cabeza y la otra contra la pared para apoyarse.

Se la chupé con hambre, con ganas de hacerlo acabar, pero también quería que me haga mierda. Lo escuché putear:

—La concha de tu madre… qué puta hermosa sos.

Me agarró del pelo y me levantó. Me di vuelta, puse las manos contra la pared y saqué el culo.

Me abrió con una mano mientras con la otra me tomaba del abdomen. Sentí la punta de la pija rozarme y después, despacito, me la metió.

Cerré los ojos y gemí bajito.

El agua nos caía encima, caliente, mientras él me cogía lento pero firme. Me agarraba de la cintura, con movimientos que me llenaban entera.

No había apuro, había disfrute. La espalda me ardía del agua y del roce, y el cuerpo me temblaba de ganas.

En un momento me dio vuelta. Me empujó contra la pared, me besó con fuerza, con saliva, con bronca.

Me mordía los labios mientras seguía cogiéndome, esta vez mirándome a los ojos. Estábamos mojados, resbalosos, pegados.

Sentía cada empuje en lo más profundo de la panza.

—Sos mi puta, ¿no?

No dije nada. Solo lo miré con cara satisfacción. Y eso bastó.

Se salió de mí de golpe, me agarró del pelo y me hizo bajar otra vez.

Me la metió en la boca con fuerza, sin piedad. Me ahogaba, pero no me importaba. Me sujetaba de la cabeza y gemía mientras me usaba.

—Aguantá, que me vengo —me dijo entre dientes.

Yo abrí más la boca, saqué la lengua, esperándolo. Sentí su mano pajeándose con furia, su cuerpo temblando.

Gritó y me bañó la cara. Leche caliente, espesa, cayéndome por la nariz, el mentón, la lengua.

Me tragué un poco, me la unté con los dedos, mientras él se metía otra vez bajo la ducha.

Me miraba desde ahí, todavía le latía la pija. Se pasó el jabón por el pecho y después por la entrepierna, como si necesitara limpiarse de lo que me acababa de hacer.

Yo me enjuagué la cara despacito, saboreando lo que quedaba en mis labios, con el agua cayendo sobre mis hombros y el corazón acelerado.

Simón salió primero. Se secó sin decir mucho, como si el cuerpo ya le estuviera pidiendo volver al mundo real.

Se puso el bóxer y el jean, todavía húmedo del cuello, y mientras buscaba la camisa me miró por última vez.

—Estuvo zarpado. Después te escribo —me dijo, ya medio vestido. Me dio un beso en la boca y salió.

Yo me quedé ahí, desnuda, con el pelo mojado y una sonrisa. Me quedé un rato más en la ducha, disfrutando de la mañana perfecta.

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