El felino y la curiosidad

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T. Lectura: 3 min.

Tenía veinte y seis años, una figura que coleccionaba miradas y halagos, un marido celoso y un sexo deplorable, que hasta ahí desconocía.

Cesar “el gato” Mansilla era el almacenero qué atendía la despensa mal surtida del barrio Amanecer de la ciudad de Cardona. La vida cotidiana y monótona se acentuó más con la huelga de la construcción, rubro en que se desenvolvía Rubén (mi esposo) el solo verlo todo el día mirando tv y quejándose por todo era insufrible y lo único que lo amenizaba era Maritza, la esposa del Tiño el gran amigo de mi marido.

La nevera se fue vaciando, y las facturas de deudas engrosando, a veces mamá me ayudaba con algo pero apenas sosteníamos los servicios elementales y Rubén no quería que trabajará bajo ningún concepto. La sola idea le provocaba ira, como si fuese algo maldito, prohibido. Yo lo acate por supuesto, como siempre, aunque estaba pasando una etapa donde la desilusión era mayúscula.

A la libreta del fiado no le cabían más números después de un mes de huelga, el resoplido del gato detrás del mostrador era audible aun antes de entrar y la vergüenza me inundaba cada vez que tenía que comprar a cuenta.

Los días continuaban sucediendo uno tras otro como la película sin novedad en el frente, Rubén y el Tiño se iban a jugar al fútbol por las tardes como dos adolescentes y nosotras ahí hastiadas, masticando bronca quejándonos de ellos.

Una de esas tantas tardes calurosas de Marzo, Maritza me preguntó:

–¿Qué onda, con el gato? Mientras tragaba el último sorbo de mate.

–¿El almacenero, decís?…. Asintió con la cabeza. –Nada, le debemos la vida… pero nada. ¿Por?

-Ayer, me hizo un comentario y… como que me dio a entender que le gustabas. Dijo dándome el mate.

–No, serán cosas tuyas. Argumente. La charla siguió en ese tenor, ella punzando y yo restando importancia. La verdad es que hacía un tiempo había notado cierto interés de él, era demasiado atento siempre sonriente, sacando charla, en fin había un feeling difícil de explicar, un tanto particular que yo trataba de disimular pero que al mismo tiempo me agradaba.

El hombre traspasaba los cuarenta y era alto, debía medir más de uno ochenta, de cabello rapado y bigote espeso encima de su boca grande. Ojos azules y profundos qué parecían desnudarme cada vez que iba, desde el otro lado del mostrador. Voz gruesa que se ataviaba conmigo, y un dócil trato que no tardó en convertirse en indirecta.

–Bienvenida a la madriguera del felino. Aviso, mostrando los dientes.

–Ni, que fuera un roedor. Contesté casi sin pensar.

–No. ¡¿Pero sabes cómo te como?!

Amenazó, creo que también sin pensar. La luz del mediodía pegaba de frente, no tanto como su mirada y tiño de magia ese momento. Un calor diferente escaló por las piernas escurriéndose por la abertura de la pollera e instalándose en mi intimidad. Como no supe que decir, no dije nada. Compré lo que iba a llevar y me fui.

Regrese 1 hora y 20 minutos después, con más calor y decisión.

–¿Que olvidaste? Preguntó el gato leyendo un listado.

–Mi marido se fue a jugar un partido… capaz usted quiera jugar otro. Sugerí bajando la mirada.

Faltaban unos minutos para las dos de la tarde cuando Cesar volcó a prisa el cartel de cerrado, una cortina azul que sellaba un pasadizo lateral se abrió y engullo su humanidad y la mía tras él. Un catre rudimentario nos esperaba en la penumbra y crujió cuando me tumbe, su sonrisa ensancho el bigote. La cama sonó nuevamente y una mano desconocida y áspera hurgo por debajo de la blusa, crema. Nos besamos desesperadamente, como dos insanos qué acaban de perder la cordura y recorrimos nuestras pieles sudadas de antojo.

Sentí los mordiscos medidos en los pezones erizándome las nalgas y las bragas desprendiéndose de mi como la cáscara de una fruta. Sentada en aquellas piernas vigorosas hundí mi mano por su cremallera y noté el pene durísimo luchando por emerger. Hubo un según de sosiego, lo suficiente para escuchar la respiraciones y despojarse de los harapos. Mi entrepierna hervía empapada cuando me senté en la punta nueva de aquél mástil poderoso y controle la caída lenta de la pelvis contra la masa musculosa. Fue incontrolable, el gato comenzó a envestir desde abajo con firmeza y me vine enseguida, y otra vez.

Recordé a mi esposo y me vine una vez más gritando el nombre de Cesar, el crujir del catre se confundió con los gemidos de la mujer casada y las órdenes del felino qué me montaba como quería. Exhausta dormite en su pecho sintiéndome mujer más que nunca y desperté para seguir con aquel calvario divino. El tipo me hizo de todo, lo que pedí y lo que no. Fue glorioso.

Tres meses y algo fue en lo que tardo Rubén en darse cuenta que el gato me estaba arañando y fue a reclamarle. Cesar le dijo que no me hizo nada que yo no quisiera, y era verdad. Regrese a vivir con mamá un tiempo, casi cometo el error de regresar con mi ex, estuvimos ahí en la vuelta pero él no podía olvidar y yo tampoco. Finalmente, el gato también se comió a Maritza y a otra docena de mujeres y yo me fui a la capital desde donde escribo esta anécdota.

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