Seducida por el verdulero (3)

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T. Lectura: 6 min.

Esa noche no pasó mucho más, Alma ayudó a Angela y la llevó a su casa y a sus amigas igual…

La mañana siguiente amaneció gris y cargada de nubes. Alma se levantó con resaca moral y física. Se dio una ducha fría, intentando enfriar la memoria del roce de José contra su cuerpo, de cómo casi se lo había comido vivo en aquel rincón.

Cuando llegó el momento de partir, la tormenta cayó como un diluvio. El viento azotaba los árboles del pueblo y la ruta quedó cortada. No había forma de volver a casa.

—Amor, no voy a poder volver —dijo Alma por teléfono a su marido—. Es un temporal de mierda, mañana salgo temprano.

—Bueno, quedate tranquila —respondió él con voz adormilada—. Descansá.

Hablaron un rato más, casi con rutina, y al cortar, Alma sintió un cosquilleo incómodo de libertad mezclado con culpa. Como si el destino le hubiese puesto una excusa perfecta para quedarse… y para ceder.

Cuando cayó la noche, Ángela apareció en la habitación con el teléfono en la mano y una sonrisa cómplice.

—¿Te animás a que pasemos la noche con compañía? —preguntó, haciéndose la inocente.

—¿Compañía? ¿De quién hablás?

—De mi amante… y de José —respondió Ángela—. Ya fue, Alma. Si te vas a quedar, divertite.

Alma se mordió el labio. Una parte de ella quería decir que no, que era demasiado, que todo había ido muy lejos. Pero otra parte—la que despertaba cada vez que veía a José—tenía otras ideas.

—Bueno… —cedió al final—. Pero solo para tomar algo.

Cuando los dos hombres llegaron, la tormenta seguía cayendo a baldazos afuera. Traían botellas de vino y cerveza, y un aire de ansiedad contenida. Saludaron con normalidad, como si la noche anterior nunca hubiese existido. Al principio charlaron de cualquier cosa: de la lluvia, de anécdotas de juventud. Pero bajo la conversación trivial se sentía la tensión, creciendo como una corriente eléctrica.

Después de un rato, Ángela puso música y encendió unas velas sobre la mesa. La luz cálida y el alcohol empezaron a ablandar todas las resistencias. Fue entonces cuando Ángela propuso el juego.

—Podemos hacer algo… para no aburrirnos —dijo, con mirada pícara—. Giramos una botella. Si te toca, tirás una moneda. Cara, tomás un shot. Cruz… te sacás algo.

—Estás loca —rio Alma, sintiendo un cosquilleo en la nuca.

—Vamos, che… ¿Qué somos, quinceañeros asustados? —la pinchó Ángela.

Los hombres se miraron entre sí y soltaron una carcajada nerviosa. Al final, uno a uno, aceptaron.

Alma se sentó en la sala, con sus botas altas, su pantalón vaquero azul marino y la camisa blanca bajo la chaqueta marrón. Debajo llevaba un body de encaje rojo que no pensaba mostrar tan fácilmente… o eso creía.

La botella giró. Al principio, la suerte estuvo de su lado: le tocó beber un shot tras otro. Reían cada vez que alguno tenía que quitarse algo—primero los zapatos, después la chaqueta, luego la camisa. A cada ronda, la atmósfera se cargaba más y más.

Alma se fue quitando las botas. Luego el cinturón. Después la chaqueta. El vino le calentaba la sangre, el juego le encendía algo que no sabía que tenía latente. Cada vez que tiraba la moneda, su corazón latía con un ritmo enfermo de expectación.

Cuando por fin le salió cruz, todos se quedaron en silencio. Alma respiró hondo y, con manos algo temblorosas, empezó a desabotonar la camisa blanca. La deslizó por los brazos y la dejó caer al piso. El body rojo de encaje marcaba cada curva perfecta de su busto generoso y la cintura estrecha que parecía hecha para tentar.

Notó cómo José se mordía el labio inferior, los ojos oscuros fijos en sus pechos y su vientre. El amigo de Ángela también la devoraba con la mirada.

—¿Contentos? —dijo ella, intentando sonar sarcástica.

—Mucho —contestó José, con voz ronca.

El juego siguió, y pronto todos quedaron en ropa interior. El ambiente era un caldo espeso de deseo y nervios. Nadie hablaba demasiado. Se escuchaba solo la lluvia contra los ventanales y la música baja en la bocina.

Ángela fue la primera en romper la barrera final. Se subió a su amante, sentada en su regazo, y empezó a besarlo con hambre. Sus cuerpos se pegaron en un movimiento que Alma sintió como un disparo de adrenalina.

José la miró, expectante. Alma ya estaba demasiado mareada por el vino y por el fuego en la sangre. No necesitó que él se acercara. Se acomodó a horcajadas sobre sus piernas, mirándolo a los ojos.

—¿Estás segura? —preguntó él, la voz cargada de tensión.

Ella contestó besándolo. Un beso profundo, húmedo, donde todas las dudas se fueron al carajo. Las manos grandes de José se cerraron sobre su culo y lo apretaron con una necesidad casi violenta. Alma gimió bajito, sin importarle que Ángela estuviera haciendo lo mismo a medio metro.

Mientras José le recorría la espalda y las caderas, Alma sintió otra mano que se posaba en una de sus nalgas, acariciándola con descaro. Abrió los ojos y vio que era el amigo de Ángela, que también estaba excitado.

Por un instante, pensó en dejarlo. Pero Ángela se levantó, tomó de la mano a su amante y se lo llevó hacia una habitación.

Alma y José quedaron solos. Se miraron, respirando fuerte, y no hicieron falta más palabras.

—Venite —dijo ella, con la voz ronca—. Ahora..

Lo tomé de la mano y lo arrastré por el pasillo, mi corazón golpeando como si quisiera escapar de mi pecho. Cada paso me hacía sentir más viva, más hambrienta. Cuando llegamos a la habitación, cerré la puerta de un golpe, el chasquido seco resonando como una promesa. Esta vez, no había manera de que me detuviera.

Giré la llave en la cerradura y me apoyé contra la puerta, mirándolo. José estaba ahí, parado, con los ojos clavados en mí, como si no pudiera creer que yo, Alma, estuviera frente a él, lista para devorarlo. Una sonrisa pícara se me escapó mientras me acercaba, mis caderas moviéndose con cada paso.

—Sentate en la cama, nene —ordené, mi voz ronca, cargada de deseo.

Él obedeció sin dudar, sentándose en el borde, sus ojos devorándome. Me subí encima de él, abriendo las piernas para acomodarme sobre sus muslos. El encaje rojo de mi body se pegaba a mi piel, dejando poco a la imaginación. Mis pechos subían y bajaban con cada respiración acelerada, y podía sentir su mirada quemándome.

—Mirá bien, José —susurré, inclinándome hasta que mis labios rozaron los suyos—. Esto es todo tuyo… pero solo si sabés cómo manejarlo.

Lo besé con hambre, mi lengua enredándose con la suya, mientras sus manos subían por mi cintura y se clavaban en mi culo. Me apretó con tanta fuerza que un gemido se me escapó, vibrando contra su boca.

—Mmm, Alma… tenés el culo más perfecto que vi en mi vida —jadeó, su voz temblando de puro deseo.

Reí bajito, mi aliento cálido contra su oído. —¿Y qué vas a hacer con él, eh? ¿O solo vas a quedarte mirando como un idiota?

Deslicé mis caderas hacia adelante y atrás, rozándome contra su erección, que ya se marcaba dura bajo el bóxer. Él gruñó, sus labios bajando por mi cuello, mordiendo y lamiendo hasta llegar al borde del encaje. Tiró del tejido con los dientes, rozando mi pezón, y un gemido más fuerte se me escapó.

—Alma, dejame sacarte esta mierda… quiero verte toda —suplicó, sus dedos tirando del body con desesperación.

—Todavía no, nene —respondí, rozando mis labios contra los suyos, mi voz baja y provocadora—. Primero vas a usar esa boca donde yo quiero.

Lo empujé hacia atrás, dejándolo acostado en la cama, y bajé por su pecho, lamiendo su piel salada, dejando un rastro húmedo de besos. Sus gemidos eran música, cada vez más fuertes, mientras mis dedos jugaban con la cintura de su bóxer. Lo bajé despacio, torturándolo, hasta que su pene quedó libre, duro y palpitante. Lo miré a los ojos, mordiéndome el labio.

—Esto es mío ahora, ¿entendiste? —dije, mi voz cargada de autoridad.

Mis manos lo acariciaron, primero suave, explorando cada centímetro, luego más firme, apretándolo justo como sabía que lo volvería loco. Él me agarró el culo con las dos manos, masajeándolo con una urgencia que me hacía arder. Luego, su boca encontró el encaje entre mis piernas, lamiendo con fuerza, la tela húmeda presionando contra mi clítoris. La fricción era una tortura deliciosa, y mis caderas se movían solas, buscando más.

—¡Aaah ah ah, José… ahí, no pares, Siii! —grité, mis manos enredadas en su pelo, tirando con fuerza.

Él me miraba desde abajo, sus ojos encendidos de deseo, mientras su lengua trabajaba con una precisión que me hacía temblar. No era el más dotado, pero, dios, sabía cómo usar la boca. Lamía, succionaba, mordía justo donde me enloquecía, y no tardé en estallar, mi cuerpo convulsionando sobre su rostro mientras lo sujetaba contra mí, gimiendo su nombre.

Me tiré a su lado, jadeando, riendo entre respiraciones entrecortadas. —Vas a matarme, nene.

—Quiero matarte, Alma… pero de puro placer —respondió, su voz ronca mientras se inclinaba para besarme.

Nuestras lenguas se enredaron, y el fuego volvió a encenderse. La segunda vez fue puro salvajismo. Lo giré, poniéndome de rodillas, y levanté el body para dejar mi culo al aire. Él me agarró las caderas, sus dedos clavándose en mi piel, y me penetró con fuerza, cada embestida haciendo que mi cuerpo rebotara contra él. Me sostenía de los barrotes de la cama, gimiendo con cada golpe, mi piel ardiendo.

—¡Más fuerte, José, no te guardes nada! —grité, mi voz quebrándose de placer.

—Por favooor, Alma… sos una diosa —gruñó, sus manos apretando mi culo mientras me follaba con todo lo que tenía.

La tercera vez fue más lenta, más profunda. Me giró para mirarme a los ojos, su pene entrando despacio, llenándome mientras sus manos acariciaban mi rostro. Cada movimiento era una caricia, sus labios besándome suave, como si quisiera grabarme en su alma. Nos movimos juntos, lentos, hasta que el placer nos consumió en un clímax silencioso, nuestros cuerpos temblando enredados.

Nos quedamos abrazados, sudorosos, exhaustos. José me acariciaba el pelo, susurrándome cosas dulces mientras yo sonreía contra su pecho.

Desperté con el sol filtrándose por la ventana y lo encontré mirándome, sus dedos trazando mi hombro.

—¿Te vas hoy? —preguntó, su voz suave pero triste.

—Sip… pero todavía tenemos un ratito —respondí, mi sonrisa traviesa volviendo.

Nos metimos a la ducha, el agua caliente cayendo sobre nosotros, el vapor envolviéndonos. Allí, todo empezó de nuevo. Me apoyé contra la pared, el azulejo frío contra mis pechos mientras José me sujetaba las caderas. Su lengua recorría mi cuello, sus manos apretando mi culo mientras me penetraba con urgencia. Era rápido, desesperado, mis gemidos resonando en el baño mientras el agua nos empapaba.

—¡Dame todo, José, Siii! —grité, mis uñas clavándose en sus hombros.

—Sos mía, Alma… aunque sea solo ahora —jadeó, sus embestidas llevándome al borde otra vez.

Terminamos riendo, mi cabeza apoyada en su hombro, el agua corriendo por mi piel. Nos vestimos en silencio, y me despedí con un beso largo, profundo.

—No me busques, José —dije, mirándolo a los ojos, seria pero suave—. Esto fue todo. Soy una leona, y vos… solo fuiste mi presa.

Él sonrió, una mezcla de orgullo y tristeza. —Lo sé, Alma. Pero qué manera de ser cazado.

Subí al auto y manejé hacia la ciudad, el viento en mi cara, mi piel todavía ardiendo. No volvería a ver a José. No iba a arriesgarme. El mercado ya no era mi lugar, y no pensaba volver. Pero mientras conducía, una sonrisa pícara se me escapó. Porque aunque José fue solo una presa, yo había disfrutado cada maldito segundo de la cacería.

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