La habitación estaba envuelta en una penumbra seductora, iluminada apenas por la luz tenue de una lámpara de sal que proyectaba sombras suaves sobre las paredes.
Me detuve frente al espejo de cuerpo entero, mi piel desnuda capturando los reflejos cálidos mientras mi mirada se desviaba hacia el objeto de mi deseo, reposando provocativamente sobre la cama: un traje Zentai de spandex negro brillante, confeccionado para abrazar cada curva de mi cuerpo, con solo dos aberturas para mis ojos.
Su superficie reluciente parecía llamarme, prometiendo un éxtasis íntimo y prohibido.
Me acerqué lentamente, mis dedos rozando el tejido suave y elástico, que parecía vibrar con una energía propia.
Deslicé el traje desde mis tobillos, sintiendo cómo el spandex se adhería a mi piel como una segunda capa, fresca al principio, pero cálida al contacto con mi cuerpo.
Cada centímetro que cubría mis piernas era una caricia, un susurro de sumisión al placer táctil.
Mis muslos se tensaron bajo la presión ajustada del material, que delineaba cada músculo con una precisión casi erótica.
Al pasar el traje por mis caderas, un cosquilleo recorrió mi columna, y mi respiración se volvió más pesada, anticipando lo que vendría.
Mis brazos se deslizaron dentro de las mangas, el spandex envolviéndolos como un guante perfecto, sellando mi piel en un abrazo asfixiante pero liberador.
La cremallera trasera fue un desafío, un juego de paciencia y deseo; cada diente que subía era un paso más hacia la transformación.
Con un último esfuerzo, ajusté la capucha sobre mi cabeza, sellándola herméticamente.
Solo mis ojos quedaron expuestos, brillando con un anhelo salvaje en el reflejo del espejo.
Mi silueta era ahora una forma fluida, una escultura viviente de spandex que borraba los contornos humanos, convirtiéndome en una entidad de puro deseo.
Me contemplé en el espejo, fascinado por la imagen: una figura sin rostro, una sombra sensual que parecía existir solo para el placer.
Mis manos exploraron la superficie brillante del traje, deslizándose desde mi pecho hasta mis caderas, cada roce amplificando las sensaciones que el spandex transmitía a mi piel.
Entonces, mi atención se desvió hacia un nuevo accesorio en la mesa junto a la cama: una máscara de gas de látex negro, con lentes oscuros y un filtro metálico que prometía aislarme aún más del mundo exterior.
La tomé con reverencia, sintiendo su peso, su promesa de sumergirme en un universo de sensaciones internas.
Me coloqué la máscara, ajustando las correas con precisión hasta que se fundió con mi rostro.
El mundo se desvaneció.
El único sonido era el de mi respiración, amplificado por el filtro, un ritmo hipnótico que resonaba en mi cabeza como un mantra erótico.
Cada inhalación era cálida, cada exhalación un suspiro que me conectaba con mi cuerpo enfundado.
Me miré nuevamente en el espejo, y la imagen era abrumadora: una figura anónima, envuelta en spandex y látex, con la máscara de gas como un sello final de mi rendición al fetiche.
Mis manos, ahora cubiertas por guantes de látex que había añadido al conjunto, comenzaron a recorrer mi cuerpo con una lentitud deliberada.
El roce del látex contra el spandex producía un sonido sutil, casi musical, que se mezclaba con mi respiración.
Cada caricia era una chispa, un recordatorio de la sensibilidad amplificada de mi piel bajo las capas.
Me dejé caer sobre la cama, el colchón crujiendo bajo mi peso, y mis dedos encontraron la cremallera estratégicamente ubicada en mi entrepierna.
La abrí con un movimiento lento, casi ceremonial, exponiendo mi piel al aire fresco, un contraste embriagador con el calor del traje.
Sobre la mesilla de noche descansaba mi máquina masturbadora, un dispositivo elegante de silicona y metal, diseñado para ofrecer un placer mecánico y preciso.
Lo tomé, sintiendo su peso frío en mis manos enguantadas, y lo acerqué a mi pene erecto.
Al activarlo, un zumbido suave llenó la habitación, sincronizándose con el ritmo de mi respiración.
Las vibraciones eran intensas, enviando oleadas de placer que se propagaban desde mi centro hacia cada rincón de mi cuerpo.
Me entregué por completo, dejando que la máquina dictara el ritmo, mientras mis manos recorrían el traje, apretando, explorando, amplificando cada sensación.
La combinación del spandex, el látex y la máscara creó una sinfonía de sensaciones que me llevó al borde del éxtasis.
Mi mente se nubló, y el mundo exterior dejó de existir.
Solo estaba yo, mi cuerpo enfundado, y el placer que construía en oleadas imparables.
Mientras la máquina continuaba su trabajo, mi respiración se volvía más errática, amplificada por la máscara.
Cada jadeo era un eco de mi rendición, cada vibración un paso más cerca del clímax.
Pensé para mí mismo, con una sonrisa oculta bajo la máscara, que este fin de semana, sin planes ni interrupciones, era un regalo.
Un lienzo en blanco para explorar cada rincón de mi deseo, envuelto en la perfección de mi traje, mi máscara y mi propia piel.
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