La última vez que fui ella (1)

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T. Lectura: 9 min.

Habían pasado unos meses desde todo lo que había vivido en casa. Mi vida había vuelto a la normalidad… o algo parecido a eso. Dirigir mi propia empresa me ocupaba casi todo el tiempo, pero últimamente sentía una energía distinta en mí, como si hubiera dormido, esperando despertarme.

Cuando surgió la oportunidad de viajar a Miami por trabajo, lo vi casi como una escapatoria. Era una misión importante: expandir parte de mi negocio al mercado estadounidense. Como dueña de la empresa, estaba acostumbrada a reuniones tensas, firmas de contratos, cenas diplomáticas… pero esta vez era distinto.

Mi amiga Camila, que hacía años vivía en Miami, insistió en que me quedara en el mismo hotel que ella. Trabajaba en el mundo de los eventos y siempre estaba rodeada de gente importante. Además, tenía guardaespaldas propio, algo que a mí me parecía un lujo excesivo… hasta que lo conocí.

La primera noche, bajé al lobby a encontrarme con Camila. Ella estaba impecable, como siempre. A su lado, estaba él: Marcus. Alto, imponente, piel negra, traje oscuro perfectamente entallado. Tenía unos brazos enormes y una postura que no dejaba lugar a dudas: nadie se le acercaría si él no quería.

Camila sonrió y me lo presentó:

—Alma, te presento a Marcus, mi seguridad personal.

—Mucho gusto, señora —dijo él, con esa voz grave y pausada que parecía retumbar en el pecho.

Cuando me miró a los ojos, sentí un leve cosquilleo recorrerme la nuca. Me obligué a mantener mi porte serio y profesional. Después de todo, yo era la dueña de una empresa, estaba en un viaje de negocios… No podía dejar que un simple cruce de miradas me desestabilizara.

Durante la cena, Marcus se mantuvo firme, a cierta distancia. Parecía concentrado en vigilar el lugar… pero de vez en cuando, sentía su mirada clavarse en mí. Y cada vez que sucedía, me costaba volver a concentrarme en lo que Camila decía.

Algo en mí estaba alerta, como si una parte mía, cuidadosamente guardada, comenzara a despertar.

Habían pasado solo dos días desde que llegué a Miami y ya me sentía diferente. No sabría decir exactamente qué me estaba pasando, pero algo en mí se había encendido.

Quizás tenía que ver con estar lejos de casa, lejos de las miradas conocidas… o tal vez era Marcus. Su sola presencia me hacía estar más consciente de mi cuerpo, de cada movimiento, de cada mirada.

Por las mañanas, me vestía como siempre: trajes elegantes, blusas de seda, faldas lápiz. Pero en el fondo de la valija había llevado ropa que nunca me hubiera atrevido a usar en Buenos Aires. Vestidos ajustados, telas que se pegaban a la piel, escotes más profundos de lo habitual.

Y empecé a usarlos. No para nadie en particular… o al menos, eso me repetía.

La noche siguiente, tenía cena con un grupo de empresarios locales. Me puse un vestido rojo, entallado, que me marcaba la cintura y se ceñía en las caderas. El escote era pronunciado, aunque no vulgar. Me miré en el espejo y me sentí… poderosa. Sexy.

Pero también vulnerable. Así que, antes de salir, me cubrí con un saco negro largo, casi hasta las rodillas.

Cuando bajé al lobby, Camila me esperaba, radiante como siempre. Y, a unos metros detrás de ella, Marcus.

—Alma, estás divina —dijo Camila, dándome un rápido vistazo de arriba abajo—. ¿Vas a ir tapada toda la noche con ese saco?

—No seas tonta —respondí, riendo—. Es solo para disimular un poco…

Marcus no dijo nada. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron, noté cómo sus ojos bajaron un instante hacia mi escote, apenas visible entre las solapas del saco. Y luego volvió a mirarme a los ojos, serio, aunque había algo distinto en su expresión.

No pude evitar que un leve calor me subiera por el cuello. Me sentí descubierta… y, para mi sorpresa, me gustó.

Los días pasaban entre reuniones, cenas de negocios y eventos interminables. Yo me mantenía firme, profesional, impecable. Pero por dentro, cada noche que cruzaba miradas con Marcus, algo se me desordenaba.

No pasaba nada entre nosotros. Ni un gesto fuera de lugar, ni una palabra más de las necesarias. Y sin embargo… todo estaba dicho en el modo en que él me miraba cuando creía que nadie lo notaba. En cómo se colocaba siempre un paso detrás mío, como si fuera una sombra protectora.

Yo seguía usando mis vestidos más atrevidos, pero siempre tapados por un abrigo elegante. Y él, siempre impecable, con ese cuerpo que parecía hecho para el pecado y esa seriedad que me ponía los nervios de punta.

En los eventos, varios hombres se me acercaban. Algunos con modales y sonrisas sinceras. Otros, más insistentes, con comentarios sutiles que rozaban lo inapropiado.

Una noche en particular, en un cóctel de cierre, un empresario canadiense se pasó de la raya. Me había estado siguiendo por todo el salón, intentando convencerme de tomar algo “en privado”. Yo le había respondido con diplomacia, pero él insistía. Se acercó demasiado. Me rozó la espalda al hablarme al oído.

Y ahí apareció Marcus.

No sé en qué momento se había colocado a mi lado, pero de pronto lo sentí. Su cuerpo imponente, su brazo que me rodeó suavemente por la cintura para alejarme del hombre sin decir una palabra.

—La señora no está interesada —dijo con voz grave, sin alzarla, pero con una firmeza que congeló el ambiente.

El canadiense retrocedió, murmuró una disculpa y desapareció. Yo me quedé inmóvil, con la respiración agitada.

Marcus aún tenía su mano en mi cintura. Solo por un segundo más… pero fue suficiente.

Me aparté despacio, acomodándome el saco, sin mirarlo. No podía. Sentía el pulso latiéndome entre las piernas.

Esa noche, al volver a la habitación, cerré la puerta y me apoyé contra ella. Jadeaba. Me quité el saco. El vestido rojo se me pegaba al cuerpo. Me quedé así, a oscuras, sola… y tan mojada como hacía tiempo no me sentía.

Los días siguientes transcurrieron entre reuniones y eventos, pero también con pequeños momentos a solas con Camila. Era mi cable a tierra en esa ciudad que me resultaba tan excitante como agotadora.

Una tarde, después de una serie de conferencias interminables, decidimos tomar algo en la terraza del hotel. El sol caía sobre los rascacielos y todo parecía teñido de oro. Yo llevaba mis lentes de sol, el saco negro, y debajo, un vestido de seda azul que apenas se insinuaba.

Camila me observó de reojo mientras me servía una copa de vino blanco.

—Últimamente estás distinta —me dijo, con esa sonrisa suya, medio cómplice, medio curiosa.

—¿Distinta cómo? —pregunté, intentando sonar casual.

—No sé… —dijo, moviendo la mano en el aire—. Como… más viva. Más luminosa. Y no me vengas con que es solo el viaje de negocios, ¿eh?

Me reí, encogiéndome de hombros.

—Son tus ideas. Será el clima de Miami.

—Ajá —dijo, entrecerrando los ojos—. ¿Tiene algo que ver con cierto guardaespaldas alto y grandote?

Tragué saliva, intentando mantener la compostura.

—Camila… por favor. Es tu seguridad personal, no mío.

—Pero él te mira. Y vos lo mirás a él. —Hizo una pausa, bajando la voz—. Alma… Marcus no es cualquier tipo.

La forma en que lo dijo me dejó fría.

—¿Qué querés decir?

Camila se llevó la copa a los labios, dudando. Bajó la vista hacia el patio del hotel, donde Marcus estaba apostado cerca de la puerta, con sus brazos cruzados, escaneando el lugar.

—Nada… —dijo finalmente—. Solo… que tengas cuidado.

—¿Cuidado de qué? —insistí.

Camila me miró y se limitó a decir:

—A veces no todo es lo que parece.

Antes de que pudiera seguir preguntando, ella cambió de tema con habilidad. Empezó a contarme anécdotas de empresarios famosos, de fiestas exclusivas, de contratos millonarios. Pero algo se había instalado entre nosotras.

Esa noche, cuando volví a mi habitación, me sentía más revuelta que nunca.

Ahora no solo me excitaba la presencia de Marcus. Sino que empezaba a preguntarme qué estaba escondiendo Camila… y por qué sentía que había mucho más detrás de la mirada intensa de ese hombre.

Después de aquella conversación en la terraza, algo cambió en mi manera de mirar a Camila.

La conocía hacía años, pero ahora, cada vez que hablaba de su trabajo, me parecía que dejaba cosas afuera. Decía que se dedicaba a organizar eventos, fiestas, conferencias… pero había demasiados silencios, demasiadas miradas evasivas.

Estábamos en la terraza del hotel, al atardecer. El cielo estaba teñido de rosa y naranja. Camila parecía inquieta, moviendo el tallo de su copa de vino entre los dedos.

Yo la miré fijamente.

—Camila… ¿Qué está pasando? —pregunté—. Te conozco. Estás rara hace días.

Ella bajó la vista.

—No quiero que me juzgues, Alma.

—No voy a juzgarte —le aseguré—. Pero necesito saber la verdad.

Respiró profundo, como si se preparara para saltar al vacío.

—Alma… Yo no solo trabajo en eventos. También soy creadora de contenido para adultos.

La miré, parpadeando.

—¿Creadora de contenido… sexual?

—Sí —dijo, alzando un poco la barbilla—. Hago fotos, videos, sola o con otras personas. Todo profesional, consensuado. Es mi negocio. Me va bien.

Me quedé callada unos segundos. No sabía bien qué decir. Ella siguió rápido, como temiendo mi reacción:

—Y antes de que me preguntes… sí, Marcus grabó una escena conmigo. Fue una sola vez. Nada más. Él no es actor ni creador de contenido. Fue algo puntual, me hacía falta un partner, y él… bueno, aceptó.

—¿Y por qué él? —pregunté, todavía procesando.

—Porque es un bombón —dijo, medio riéndose, medio avergonzada—. Y porque es alguien de confianza. Pero no estoy enamorada de él ni nada. Fue puramente trabajo.

Tragué saliva.

—¿Por qué no me contaste antes?

Camila me miró con ojos brillosos.

—Tenía miedo de perderte, Alma. Sos mi amiga, sos mi familia en muchos sentidos. Y pensé… “¿Qué va a pensar Alma de mí si se entera?”

Suspiré. La miré largo.

—Camila… —dije finalmente—. No te voy a dejar de querer porque seas creadora de contenido. Sos mi amiga igual. Me sorprende… sí. Pero no me voy a alejar de vos.

A Camila se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Ay, boluda… —dijo, riéndose entre lágrimas—. Te amo.

Me reí también, aunque el corazón me latía fuerte.

—Pero Marcus… —dije, bajando un poco la voz—. No sabía nada de esto.

—Él no quiere que se sepa —respondió Camila—. No le gusta hablar del tema. No es su mundo. Sólo me hizo el favor.

—¿Y él sabe que vos me estás contando esto?

—No… —admitió Camila—. Me pidió que no te dijera nada. Pero no puedo más. Te veía mirándolo distinto, y vos no entendías nada… y me sentí horrible.

Me quedé en silencio, mirando las luces que empezaban a encenderse en la ciudad. Todo me daba vueltas en la cabeza.

Camila me tomó de la mano.

—No me odies, Alma.

—No te odio —dije con suavidad—. Solo… necesito tiempo para procesar.

Ella asintió, aliviada.

En ese momento, sentí una sombra a nuestras espaldas. Me di vuelta… y ahí estaba Marcus, serio, imponente, con los brazos cruzados.

Nuestros ojos se encontraron. Y aunque todavía me sentía desconcertada, el deseo volvió a subir por mi cuerpo como una llamarada.

Y Marcus… cada vez que alguien nombraba a Camila, él tensaba apenas la mandíbula. Como si se le activara algún recuerdo que prefería no tener.

Una noche, después de una cena protocolar, Camila me arrastró a un bar algo más informal, lleno de luces de neón y música electrónica. Yo llevaba un vestido negro muy corto, debajo de mi inseparable saco. A Marcus lo vi más relajado, sin corbata, aunque igual de atento.

Mientras bailábamos, Camila se acercó a mi oído:

—No sabés lo que es tener a Marcus en la cama…

Me quedé helada.

—¿Qué dijiste?

—Nada, nada —dijo ella, riéndose y moviendo las manos como si espantara un mosquito—. Estoy borracha, no me hagas caso.

—Camila…

—¡Alma, bailá! —cortó ella, dándome vuelta y empezando a moverse con la música.

Pero yo ya no podía sacarme esa frase de la cabeza.

Un rato después, fuimos al sector VIP, donde algunos hombres se acercaron a charlar. La mayoría con intenciones bastante claras. Uno de ellos, un ejecutivo local, se puso especialmente insistente. Me tocó el brazo mientras hablaba, se acercaba demasiado.

Marcus apareció detrás de mí en silencio, como un muro.

—Señora Alma, ¿necesita algo? —preguntó, con esa voz suya que parecía retumbar en el pecho.

—Estoy bien, Marcus —murmuré, aunque me costaba mirar al hombre que estaba intimidando.

El ejecutivo intentó bromear:

—Ey, tranquilo, solo charlábamos…

Marcus no le respondió. Solo lo miró fijo. El tipo se fue en menos de diez segundos.

Me quedé temblando. No solo de nervios, sino… de otra cosa. Era como si Marcus supiera exactamente cuándo intervenir. Y cada vez que lo hacía, sentía que me latía el corazón entre las piernas.

Esa noche, de vuelta en mi habitación, me senté frente al espejo, todavía vestida, con el saco apenas abierto. No podía dejar de pensar en dos cosas:

Primero, en cómo me excitaba la forma en que Marcus me protegía.

Segundo… en lo que había dicho Camila.

No sabía exactamente qué me estaba ocultando, pero algo me decía que Marcus y ella compartían un pasado mucho más íntimo de lo que imaginaba. Y que, de alguna forma, yo estaba metiéndome en medio de eso… sin poder ni querer evitarlo.

Esa noche, no podía dormir. Tenía el cuerpo encendido, los sentidos en alerta. Todo me alteraba: el aire cálido de Miami, la ropa que usaba debajo del saco, las miradas de Marcus…

Estaba tirada en la cama del hotel, en silencio, con el celular en la mano. Dudé unos segundos, y abrí el chat con mi marido.

Hacía días que nuestras conversaciones eran breves, casi frías. Él estaba ocupado, distante, como si yo estuviera a miles de kilómetros… que, en realidad, lo estaba.

Aun así, me animé a mandarle un mensaje:

—Hola… ¿Estás despierto?

Pasaron varios minutos antes de que contestara:

—Sí. ¿Qué pasa?

Tragué saliva. Escribí:

—Te extraño.

Hubo otro silencio. Hasta que finalmente llegó su respuesta:

—¿En serio?

—Sí… Me cuesta dormir sola.

—¿Qué llevás puesto?

Eso me tomó por sorpresa. No solía hablarme así. Me quedé mirándolo, dudando, con el corazón acelerado. Luego escribí:

—Un camisón de seda. Negro.

—Mostrame.

Saqué una foto. Nada demasiado explícito: mis piernas cruzadas en la cama, el tirante caído en el hombro. La mandé.

—Estás hermosa —escribió él—. Tocáte.

Sentí un cosquilleo recorrerme el cuerpo. No era ternura lo que sentía. Era deseo. Brutal, urgente.

—Decime cómo… —contesté.

Empezó a escribirme qué quería que hiciera. Yo obedecí. Me deslicé la mano por el muslo, subiendo despacio, mientras él seguía enviándome mensajes cada vez más explícitos.

En pocos minutos, terminé. Me mordía el labio para no gemir. Él también pareció llegar al clímax, aunque nunca estaba segura con él.

Apenas segundos después, me escribió:

—Bueno, me voy a dormir. Mañana madrugo. Buenas noches.

—Buenas noches… —respondí, con los dedos todavía temblando.

Apagué el celular. Me quedé sola, desnuda, con una sensación extraña entre las piernas… y en el pecho.

Suspiré. Me levanté y me envolví en el saco negro. Necesitaba aire. Bajé en silencio al lobby.

Allí estaba Marcus, en su puesto habitual, con los brazos cruzados y esa mirada seria.

Me detuve un segundo. No podía evitarlo: cada vez que lo miraba, algo me vibraba adentro. Y esta vez, después de lo que acababa de hacer, la sensación era todavía más intensa.

—¿Todo bien, señora Alma? —preguntó él, con voz grave.

—Sí… —dije, aunque mi voz salió un poco más ronca de lo normal—. Solo… necesitaba un poco de aire.

Marcus me sostuvo la mirada un instante. Luego asintió y volvió a escanear el lugar, como si nada. Pero yo me quedé ahí, clavada, sintiendo el pulso retumbarme en el cuerpo.

Y, aunque no lo sabía aún, algo me decía que tanto Marcus como Camila escondían secretos mucho más grandes de lo que imaginaba.

Estábamos en la terraza del hotel, al atardecer. El cielo estaba teñido de rosa y naranja. Camila parecía inquieta, moviendo el tallo de su copa de vino entre los dedos.

Yo la miré fijamente.

—Camila… ¿Qué está pasando? —pregunté—. Te conozco. Estás rara hace días.

Ella bajó la vista.

—No quiero que me juzgues, Alma.

—No voy a juzgarte —le aseguré—. Pero necesito saber la verdad.

Respiró profundo, como si se preparara para saltar al vacío.

—Alma… Yo no solo trabajo en eventos. También soy creadora de contenido para adultos.

La miré, parpadeando.

—¿Creadora de contenido… sexual?

—Sí —dijo, alzando un poco la barbilla—. Hago fotos, videos, sola o con otras personas. Todo profesional, consensuado. Es mi negocio. Me va bien.

Me quedé callada unos segundos. No sabía bien qué decir. Ella siguió rápido, como temiendo mi reacción:

—Y antes de que me preguntes… sí, Marcus grabó una escena conmigo. Fue una sola vez. Nada más. Él no es actor ni creador de contenido. Fue algo puntual, me hacía falta un partner, y él… bueno, aceptó.

—¿Y por qué él? —pregunté, todavía procesando.

—Porque es un bombón —dijo, medio riéndose, medio avergonzada—. Y porque es alguien de confianza. Pero no estoy enamorada de él ni nada. Fue puramente trabajo.

Tragué saliva.

—¿Por qué no me contaste antes?

Camila me miró con ojos brillosos.

—Tenía miedo de perderte, Alma. Sos mi amiga, sos mi familia en muchos sentidos. Y pensé… “¿Qué va a pensar Alma de mí si se entera?”

Suspiré. La miré largo.

—Camila… —dije finalmente—. No te voy a dejar de querer porque seas creadora de contenido. Sos mi amiga igual. Me sorprende… sí. Pero no me voy a alejar de vos.

A Camila se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Ay, boluda… —dijo, riéndose entre lágrimas—. Te amo.

Me reí también, aunque el corazón me latía fuerte.

—Pero Marcus… —dije, bajando un poco la voz—. No sabía nada de esto.

—Él no quiere que se sepa —respondió Camila—. No le gusta hablar del tema. No es su mundo. Sólo me hizo el favor.

—¿Y él sabe que vos me estás contando esto?

—No… —admitió Camila—. Me pidió que no te dijera nada. Pero no puedo más. Te veía mirándolo distinto, y vos no entendías nada… y me sentí horrible.

Me quedé en silencio, mirando las luces que empezaban a encenderse en la ciudad. Todo me daba vueltas en la cabeza.

Camila me tomó de la mano.

—No me odies, Alma.

—No te odio —dije con suavidad—. Solo… necesito tiempo para procesar.

Ella asintió, aliviada.

En ese momento, sentí una sombra a nuestras espaldas. Me di vuelta… y ahí estaba Marcus, serio, imponente, con los brazos cruzados.

Nuestros ojos se encontraron. Y aunque todavía me sentía desconcertada, el deseo volvió a subir por mi cuerpo como una llamarada.

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