Quiero un camionero

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Decía un tipo en una canción que para ser feliz quería un camión, a bordo del cual escupiría a los urbanos y a su chica metería mano. A mí, aunque me parecía extraña la fijación del tipo, me gustaba la canción, y andando el tiempo la puse más o menos en práctica, no porque acabase siendo camionero sino porque más bien acabé haciendo, a veces al menos, de esa chica al que el camionero metía mano. Bueno, la mano y otras cosas también.

Pero me voy a explicar mejor. No soy una chica, o no al menos lo que se podría entender como una chica en el sentido convencional del término. Y no quiero decir con esto que sea transexual tampoco. Es más sencillo. O más complicado, según se mire. La mayor parte del tiempo me comporto como el hombre que soy y estoy perfectamente contento y feliz de ser. Pero un más por menos que tuve con unas primas mías bastante juguetonas en mi juventud, y que contaré en otra ocasión, fui desarrollando una especie de atracción fetichista por la lencería femenina.

No era solo que me gustase ver a mujeres luciéndola y follármelas con ella puesta, que también, sino que me gustaba ponérmela yo mismo cuando estaba solo y mirarme al espejo con ella puesta, imaginarme qué aspecto tendría si hubiese nacido mujer en vez de hombre, poner poses provocativas y preguntarme si un hombre podría excitarse al verme, si podría confundirme con una mujer, si podría sentirse atraído por “esa mujer” que en realidad no lo era.

Estas ideas me excitaban y me avergonzaban a un tiempo, y durante muchos años todo esto no pasó de ser un entretenimiento esporádico, secreto y solitario que practicaba con prendas de mi madre, mis novias y más adelante mi mujer, y que me hacía sentir una culpabilidad sórdida que lejos de apartarme de los pensamientos obscenos espoleaba más mi imaginación. Imaginaba que era sorprendido por mi mujer y azotado por ella como castigo.

Me deleitaba pensando en que un día mis amigos de la peña de fútbol me encontrasen de esa guisa por casualidad y abusasen de mi en grupo. Soñaba despierto con ser chantajeado sexualmente por algún vecino morboso que me hubiese visto un día casualmente por la ventana. Cosas de ese estilo, que, claro está, me llenaban de vergüenza pero también de una fascinación morbosa de la que no conseguía deshacerme.

En todo caso, durante años, como digo, no pasó de ser un vicio secreto que rara vez ponía en práctica, si bien no es menos cierto que aprovechaba las ocasiones que me brindaban los carnavales y otras fiestas en las que es preceptivo disfrazarse para vestirme de mujer y portarme, considerables cantidades de alcohol mediante, como una puta calientapollas que ponía cachondos a los tíos, muchos de los cuales, para mi perversa satisfacción, me confundían con una auténtica mujer hasta que mi voz, ronca e inconfundiblemente varonil, los sacaba del engaño de golpe y porrazo, dejándolos turbados y confusos.

Y es que es curioso cómo el hombre gordo, bajito y no especialmente guapo que soy se transforma, con las prendas adecuadas, en una mujer voluptuosa de generosas nalgas, muslos carnosos y pechos bamboleantes (sí, soy uno de esos tipos a los que cuando engordan les salen tetas). Supongo que una de las cosas que me gusta de travestirme es precisamente la sensación de poder que me da notar que me miran con deseo, con ansia, con descaro incluso. Recuerdo haber pensado en su momento que con razón las mujeres invertían tanto esfuerzo en arreglarse y le daban tanta importancia a gustar.

Pero me estoy desviando.

El caso es que durante muchos años no pasó nada digamos “serio”. Pero entonces llegó la famosa pandemia, y yo, solo en casa, con mi mujer en el pueblo con su madre, aburrido y con ganas de sexo, empecé a probarme ropas de mi mujer, que como yo, es una persona más bien entrada en carnes, y a comprobar que me quedaban francamente bien.

Me ponía cachondo mirándome en el espejo, admirando cómo resaltaba mi trasero redondeado y carnoso con los tangas de encaje, sorprendiéndome de lo bonitas que me hacían las piernas las medias de rejilla con liguero, comprobando con asombro lo cómodo que me encontraba llevando vestidos cortos y catsuits con transparencias, flipando con lo bien que me iban los sujetadores de mi santa esposa y las tetas tan hermosas que me hacían.

Me miraba así, y me ponía tan caliente que tenía que masturbar. A veces, además de hacerme pajas, me metía un dedo o dos por el culo. Luego empecé a probar con objetos (plátanos, zanahorias, botes de desodorante) a los que colocaba un condón, sujetaba como podía en la bragueta de algún pantalón mío y cabalgaba imaginando que era la polla de un hombre lo que entraba dentro de mis entrañas.

Todo esto, claro está, me avergonzaba una vez que se me bajaba el calentón, y me juraba a mí mismo no volverlo a hacer. Naturalmente, ese juramento se iba al garete enseguida.

No tardé en empezar a hacerme fotos con el móvil ataviado como una mujerzuela. Fotos de mi escote en primer plano, de mis piernas en medias de rejilla rojas o negras, de mi culazo en todo su esplendor, las nalgas separadas por el hilo de tangas cada vez más escuetos. Luego empecé a grabar vídeos en los que me estrujaba las tetas y me pellizcaba los pezones, o en los que grababa cómo me introducía por el culo diversos objetos mientras gemía como toda una guarra salida.

Pronto me entró el gusanillo de saber si los hombres que vieran esas fotos y vídeos se sentirían excitados, así que hice acto de aparición en diversas páginas de contactos y aplicaciones de ligoteo para gays, en las que colgaba mis fotos y me ofrecía para mantener conversaciones calientes e intercambiar fotos y vídeos por WhatsApp o Telegram. No sabía si habría alguno interesado, y contaba con que aquello no llegaría muy lejos.

Me equivocaba.

El primer día me habían escrito 15 tíos. Para el segundo, eran 45. Me vi desbordado. A la semana ya no daba abasto.

Hombres de toda edad y condición me escribían pidiéndome fotos y vídeos, diciéndome las cerdadas más abyectas, proponiéndome pajas por teléfono, videollamadas calientes, e incluso quedar en persona saltándonos la cuarentena.

Veinteañeros cachas que me mandaban fotos de sus cuerpos musculados y sus pollas imponentes, estudiantes universitarios que me enviaban vídeos en los que se la cascaban sin cesar mirando mis fotos, abueletes casados que me pedían que les insultase y les humillase, cincuentones salidos que me amenazaban con abusar de mi, tipos siniestros que afirmaban que me iban a castigar por puta, gitanos chulos que me ofrecían sin rodeos prostituirme con sus primos, maricas de armario que me suplicaban que les enseñase la polla, divorciados solitarios que me proponían noviazgo e incluso matrimonio… Literalmente de todo.

Pero los que más me escribían, los que más me llamaban, los que más me atosigaban con sus atenciones, eran los camioneros: hartos, supongo, de noches solitarias en ruta, cansados de dormir en la cabina y ducharse de cualquier manera, de cumplir con sus servicios esenciales mientras el mundo parecía irse a la mierda, quizá encontraban en mí, que también, como ellos, aunque por otros motivos, era una especie de persona fuera del mundo “normal”, una fantasía que les evadía de sus problemas, una compañera de la clandestinidad (todos sin excepción siempre necesitaban la máxima discreción, y quién va a ser más discreto, por la cuenta que le tiene, que un gordo casado y con tatuajes que se disfraza de puta con la ropa interior de su mujer).

Con algunos de ellos solo me intercambiaba uno o dos mensajes, con otros sostenía largas conversaciones lujuriosas por mensajes, con otros hacía videollamadas en las que me exhibía de la manera más lúbrica que se me ocurría mientras veía cómo se masturbaban diciéndome guarrerías. Tantos me preguntaban por mi nombre de chica que me puse uno: Vanessa.

De los nombres de todos aquellos tipos que me mantenían prácticamente todo el día en un estado alterado a mitad de camino entre la excitación sexual, el morbo enfermizo y la sensación de culpa no recuerdo ninguno. En mi memoria sus caras, sus pollas, sus cojones, sus cuerpos, las secuencias de sus miembros eyaculando, el sonido de sus jadeos embrutecidos, todo se entremezcla en una vorágine confusa en la que suena, a veces, de fondo, la canción aquella del camión. Cosas de la mente humana, supongo.

Al acabar el confinamiento ya no me vi capaz de eliminar a Vanessa y reducir mis escarceos con el travestismo a robarle alguna prenda a mi mujer y ponérmela a escondidas mientras ella iba a la compra, así que por ese y otros motivos rompí mi matrimonio y empecé a vivir a mi aire. Al principio me pasaba casi todo el tiempo de soledad en casa vestido con las prendas de un modesto armario que me hice con lencería de sex shop, tangas y medias del chino y un par de cosillas que le escamoteé a mi ya exmujer cuando nos separamos. Supongo que necesitaba sentirme libre para hacerlo. Poco a poco la vergüenza fue desapareciendo, y con ella la necesidad de estar vistiéndome de mujer todos los días.

Por eso decía al principio que durante la mayor parte del tiempo me comporto como el hombre que soy, y estoy contento con eso…casi siempre.

Porque de vez en cuando me apetece ser Vanessa por un rato, y cuando eso pasa me pongo una peluca, unas medias de liguero, un tanga y un corpiño y me enamoro de mi propia imagen en el espejo. Y me exhibo en las apps que ustedes están pensando, y recibo piropos brutales y proposiciones indecentes. Y sí, a veces quedo en persona con tipos que disfrutan de los encantos de Vanessa, la miman, la mancillan y la dejan tendida en la cama al final con el coño escocido, la peluca descolocada, la lencería hecha trizas y la cara llena de semen.

Y sí, algunos de ellos, sus favoritos, son camioneros.

Porque Vanessa, que soy yo, no quiere un camión para ser feliz. Quiere, aunque solo sea para un rato, un camionero. O varios.

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5 COMENTARIOS

  1. Creo que a todos los hombres con ese lado femenino nos pasa como alguien me dijo una vez: “una se piensa mucho pero al final acaba dando las nalgas. ”

    Muy excitante la idea del camionero, con gusto le dejaría meterma mano y meterme la verga en el culo.

  2. Wow!!! Me dejaste sorprendida con tu historia. Pareciera la mía. En mi caso el que me hizo “mujercita” y me encantó, fue un tío hace mucho tiempo. De ahí en fuera, la pena, la vergüenza, la cruda moral una vez que terminas, la conozco y la he vivido. Hay un dicho que dice: Si te conoces, eres poderosa. Si te aceptas, eres invencible. Yo llevo como 1 año que salgo a la calle vestida, pero aún no supero ese miedo y ese nerviosismo. Por cierto… si, los camioneros si están bien jajaja. Ya relataré esa historia. Gracias por leerme y la mejor vibra amiga. Besos desde México

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