Horas extras

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Nunca me animé a hacer nada con ella. Florencia era de esas mujeres que te descolocan apenas entran a un lugar: siempre bien vestida, seria, con ese andar firme y la mirada que no regalaba nada. Yo la miraba de reojo en cada reunión, cada pasillo, cada pausa del café. Y aunque siempre mantuve la distancia, por dentro me moría por tenerla, por olerla de cerca, por meter la cara entre esas piernas que más de una vez me quitaban el sueño.

Ella sabía que me gustaba. Se notaba. Me pescó más de una vez bajándole la vista. Pero siempre se hacía la indiferente. Hasta hace poco.

Hace una semana me enteré que cortó con el novio. Bah, más bien lo echó a la mierda. El tipo le metía los cuernos con una mina del gimnasio. Desde entonces, noté que algo cambió. Se vestía más provocativa, caminaba distinto, como con un fuego nuevo, y por momentos, parecía que me buscaba.

Ese viernes, nos tocó quedarnos hasta tarde para terminar una presentación. Eran casi las ocho y ya no quedaba nadie en la oficina. La mayoría de las luces estaban apagadas, solo teníamos nuestras computadoras encendidas y la ciudad encendida detrás del ventanal.

Yo estaba concentrado en la pantalla cuando la escuché hablar, desde su escritorio, en voz baja.

—¿No te dan ganas, a veces, de mandar todo a la mierda y hacer algo que no deberías?

Levanté la vista. Me estaba mirando. No sonreía, pero sus labios estaban apenas entreabiertos, como si me invitara a acercarme.

—¿Qué tipo de cosas? —le seguí el juego.

—No sé… algo impulsivo. Algo que sabés que te va a hacer bien aunque esté mal.

Me acomodé en la silla. Me palpitaba el pecho. Algo en su tono me revolvió la sangre.

—¿Estás hablando en general… o me estás diciendo algo a mí?

Se levantó despacio y vino caminando hasta mi escritorio. El sonido de sus tacos en el piso flotaba en ese silencio tenso. Tenía una camisa blanca abrochada hasta donde empezaban sus tetas y una falda ajustada que le marcaba las caderas como un crimen.

—¿Vos qué pensás de mí? —me dijo, parándose al lado mío—. Se sincero.

La miré. Tenía el pelo suelto, los labios con un leve brillo, y los ojos cargados con algo nuevo… algo que me estaba volviendo loco.

—Pienso… que sos una mujer increíble. Hermosa, inteligente. Y que me gustás hace mucho.

Ella se mordió el labio, bajó la mirada apenas y luego volvió a clavarla en mí.

—¿Y por qué nunca hiciste nada?

—Porque estabas con alguien. Y porque no quería arruinar lo poco que hablábamos.

—Bueno… ya no estoy con nadie. Y hace días que no dejo de pensar en algo.

Se apoyó en el borde del escritorio, cerca mío. Yo podía ver la línea de sus muslos cruzados, la tensión en sus manos, ese perfume dulce que siempre usaba pero que ahora me parecía más denso, más húmedo.

—¿Qué venís pensando?

—En vos —me soltó, casi como una confesión—. En lo que me mirás. En lo que no decís, pero se nota. En lo que podrías hacerme… si te animaras.

Sentí la pija empezar a endurecerse, traicionándome. Ella lo notó. No dijo nada, pero bajó la vista por un segundo, y una sonrisa cómplice se le dibujó en los labios.

—No deberíamos estar hablando así… —dije, intentando mantener algo de compostura.

—No —respondió, suave—. Pero yo no quiero llegar a casa sola otra vez, con la cabeza llena de bronca y ganas. Quiero sentirme deseada. Quiero que alguien me haga olvidar todo.

Me quedé helado.

—¿Estás diciendo que…?

—Sí. Quiero hacerlo con vos. Acá. Ahora. En esta oficina que siempre fue tan aburrida. Quiero romper la rutina.

Yo no podía creer lo que estaba escuchando. La calentura me nublaba la cabeza. Me debatía entre la duda, el miedo a cruzar esa línea… y el instinto.

—Flor… esto es una locura.

Ella se acercó más. Se subió a mi falda con las piernas abiertas, sentándose sobre mi pija dura, con la mirada fija en mis ojos.

—Entonces volvete loco — me susurró al oído rozándome los labios—.

Y ahí… ahí perdí el control.

La calentura me dominó por completo. Le agarré la nuca y la besé con una desesperación que tenía guardada hace meses. Ella me respondió igual, con lengua, con hambre, como si lo hubiera estado esperando desde hacía mil días.

Mis manos se metieron bajo su camisa. Sentí la piel caliente de su cintura, el corpiño apretado, los pezones marcándose fuertes. La desabroché con furia, uno por uno los botones, y la camisa se abrió como si lo estuviera pidiendo. Tenía un conjunto negro, encaje fino, tetas perfectas, firmes.

—Haceme tuya, por favor —me dijo al oído, mientras me mordía el cuello.

La bajé de mi falda y la di vuelta, empujándola contra el escritorio. Le levanté la pollera, y la tanguita negra ya estaba corrida, mojada. Le pasé dos dedos por la concha y me miró por encima del hombro, con los ojos brillosos.

—¿Ves lo caliente que estoy?

—Me encantás, Flor.

Me arrodillé detrás de ella, le bajé la tanga y le abrí las piernas. Le metí la cara de una, le pasé la lengua de abajo hacia arriba, bien lento, sintiendo cada pliegue de su concha mojada, tibia, deliciosa. Ella soltó un gemido ahogado, se apoyó con fuerza en el escritorio.

—Seguí… chupame toda la conchita, que te vengo soñando hace días —me rogó.

Se la chupé como si no hubiera comido en días. Le metía lengua, le apretaba el clítoris con los labios, se la saboreaba toda. Ella se movía contra mi cara, me decía que no pare, que la vuelva loca. Y justo cuando empezó a temblar, se vino con un gemido largo, descontrolado.

—Ahora me toca a mi —dijo jadeando, dándose vuelta, con la cara roja.

Se arrodilló frente a mí, me bajó el pantalón y la pija me saltó como un resorte, dura, venosa, caliente. Me la agarró con una mano y me miró sonriendo.

Se la metió en la boca. La chupaba lento, profundo, haciendo ruidos húmedos, mirándome desde abajo. Me acariciaba los huevos, se la metía hasta el fondo. Me tenía agarrado de las piernas como si no quisiera que me vaya. Me estaba enloqueciendo.

—Pará, Flor… si seguís así me voy a venir en dos segundos.

—Todavía no, pichón… —me dijo—. Primero metémela toda.

La levanté y la cargué sobre el escritorio, le abrí las piernas y le apoyé la cabeza de la pija en la entrada.

—Dámela… dámela toda, la puta madre.

Se la metí de un saque. Estaba tan mojada que la pija entró entera hasta el fondo. Ella soltó un grito ahogado, me envolvió con las piernas, y empezamos a cogernos como dos animales. Le clavaba la pija con fuerza, ella me arañaba la espalda, me chupaba el cuello, me pedía más, más fuerte, más profundo.

—Cógeme fuerte —me decía entre gemidos— Así… así!!!

La di vuelta y la apoyé de nuevo contra el escritorio. La agarraba de las caderas y se la metía con toda la fuerza, el ruido de la piel chocando se escuchaba por toda la oficina.

—¡Así! ¡Así! ¡Cogeme!

Se la saqué, me agaché, le escupí el ojete y le pasé el dedo, despacito. Ella se tensó un poco, pero no dijo que no. Al contrario, miró para atrás y me soltó:

—Hacelo… hacelo ya, me calienta.

Le escupí otra vez, le abrí el orto con los dedos y le apoyé la pija en la entrada. Empujé lento, sintiendo cómo se le abría. Ella apretaba los dientes, aguantando, hasta que entré del todo.

—¡Ahhh sí! ¡Cógeme asiii!

Le bombeé el orto con fuerza, agarrándole las tetas desde atrás, sintiendo cómo entraba una y otra vez en esa cola perfecta. Era una bestia, hermosa, completamente entregada.

—¡Me estoy por venir, Flor…!

—No adentro —jadeó—.

Le saqué la pija, me pajeé un par de veces mientras ella se arrodillaba frente a mí y apretaba sus tetas con las manos.

—Acabame encima… llename las tetas.

Y acabé. Con un gemido profundo, le descargué toda la leche en las tetas, una, dos, tres chorreadas calientes que le cayeron por los pezones, por el escote, por el cuerpo. Ella se la frotaba, se la esparcía, y me miraba con una sonrisa sucia.

—¡Que rico! Ahora sí… que se joda el boludo de mi ex.

Nos quedamos ahí unos minutos, sin hablar, respirando fuerte, rodeados del olor a sexo, a sudor y perfume mezclado. Flor seguía en cuclillas, con mis gotas secándose en sus tetas, mientras se pasaba los dedos por encima, sonriendo con los labios entreabiertos.

Me acerqué despacio, le di un beso en la frente, y ella cerró los ojos. No necesitábamos decir nada. No era amor, no era promesa, era solo ese momento… ese desahogo animal que nos debíamos los dos.

Se vistió en silencio, sin apuro. Yo me subí el pantalón, todavía con la respiración entrecortada. Cuando terminamos de acomodarnos, apagamos las computadoras, y antes de salir del edificio, ella se frenó en la puerta. Me miró, seria, pero con una chispa en los ojos.

—Esto… se queda entre nosotros —me dijo.

—Hasta el lunes —susurró, mientras la puerta se cerraba y desaparecía de mi vista.

Me fui caminando a casa, todavía con la piel caliente. Sabía que no iba a poder sacármela de la cabeza en todo el fin de semana.

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