Horas extras (2): Encuentro final

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T. Lectura: 9 min.

Ese sábado me desperté temprano, eran apenas las ocho cuando me levanté con la cabeza revuelta, aún cargada de imágenes de lo que había pasado con Flor la noche anterior.

Tenía el cuerpo cansado, pero la mente acelerada. Me fui directo a la cocina a preparar el mate, como de costumbre. Mientras el agua calentaba, me senté a mirar el celular apoyado sobre la mesa. La pantalla, negra, apagada… pero yo la miraba igual. Dudaba. ¿Le escribo? ¿No le escribo?

No sabía si lo que habíamos vivido en la oficina era solo eso, un desahogo, un momento de locura. Para mí, había sido un deseo cumplido, algo que llevaba tiempo imaginando. Para ella… lo entendía como una especie de venganza. Estaba sola, dolida, traicionada.

Lo aceptaba. Pero, la verdad, no me importaba.

Después del mate, salí a hacer las compras. Ya tenía planeado el día, o al menos intentaba hacer como si lo tuviera. Compré algo para el almuerzo, algo para la cena. Todo mecánico, como si así pudiera sacármela de la cabeza.

Almorcé sin hambre. Me tiré en el sillón con la esperanza de desenchufarme un rato, puse la tele y enganché un partido que ya iba empezado: Barcelona contra Betis. Pero no podía concentrarme. Por más que intentaba mirar el partido, el celular seguía ahí, a mi lado, como si me llamara.

La pantalla seguía apagada. Nada. Ni una notificación. Me estaba volviendo loco.

Pensé en todo lo que habíamos hecho. En cómo me miraba. Me picaban las ganas de volver a estar con ella, de saborearla, de sentirla de nuevo. Pero no quería quedar como un desesperado. No quería parecer un pelotudo.

Terminó el primer tiempo. Miré la tele un segundo… y bajé la vista.

Ahí estaba. El celular.

“¿Qué mierda me importa?”, pensé. Y le escribí.

“Hola, ¿cómo estás?”

Sencillo. Neutral. Pero por dentro me ardía la sangre.

Pasaron quince minutos eternos. Me levanté, fui al baño, volví. Me serví un vaso de coca.

Nada.

Volví a sentarme. Empezaba el segundo tiempo. Y justo ahí, sonó. Vibración corta. Un mensaje. Era ella.

“Bien, ¿y vos?”

Escueta. Como esperaba.

Le respondí al toque:

“Todo bien. ¿Qué estás haciendo?”

Ahí me la jugué un poco más. Estaba seguro que iba a clavar el visto o tirar un “descansando”. Pero no. La respuesta tardó, pero valió la espera.

“Hace un rato me levanté, la verdad hacía mucho que no dormía tan bien”.

Esa frase me dejó sin palabras.

No por lo que decía, sino por cómo la dijo. Sentí que había algo más detrás.

No era un simple “dormí bien”. Era como si estuviera confesándome, con sutileza, que se había quedado pensando en lo que pasó tanto como yo.

“Me alegro”, le respondí, agregando un emoji neutral para no quedar tan obvio. Dudé en seguir, pero la ansiedad me tenía preso. Me animé y le escribí:

“No dejo de pensar en vos. En lo que hicimos.”

A los segundos vi los tres puntitos. Estaba escribiendo. Y borraba. Y escribía de nuevo. La puta madre, esos puntitos me estaban volviendo loco.

Al final mandó:

“Yo tampoco.”

El corazón me empezó a latir fuerte. Me quedé un rato mirando esa frase como un pelotudo, sin saber qué decir. Lo pensé y mandé lo que en realidad venía masticando desde la noche anterior:

“Si no tenés planes, podemos vernos más tarde. Tomamos algo… charlamos. Sin presión.”

Esta vez no demoró en responder. Como si ya lo tuviera decidido.

“Dale. ¿Tipo 9?”

“Perfecto. Paso a buscar algo para tomar. ¿Preferís vino o cerveza?”, le escribí enseguida.

“Traé vino. Y algo para picar.”

Estaba hecho un adolescente. Me pegué una ducha fría para no parecer un desesperado cuando la viera.

La tarde pasó lenta, pero cuando llegó la noche salí a comprar dos botellas de vino, una tabla de quesos y unas papas bravas que sabía que le encantaban —me lo había comentado en la oficina una vez. A las 8:45 ya estaba en la puerta de su apartamento. Me temblaban un poco las manos. Toqué timbre.

“Subí, está abierto”, me dijo por el portero eléctrico.

Cuando entré, estaba esperándome en la cocina. Shorts deportivos y una musculosa negra ajustada sin corpiño. El pezón se marcaba descarado. No supe si fue a propósito o si simplemente ya estaba todo dicho desde que cruzamos los primeros mensajes.

—¿Vinito? —me preguntó sonriendo, mientras me quitaba la bolsa de las manos.

—Sí. Y algo para picar. No sabía si habías cenado.

—No, estaba esperando que alguien me hiciera el favor…

Lo dijo mirándome fijo, con una sonrisa de costado.

Sentí cómo el ambiente se cargaba en segundos. No hacía falta mucho más.

Sirvió el vino, picamos un poco, charlamos de cualquier boludez al principio, pero todo estaba lleno de segundas intenciones. Yo no dejaba de mirarle los labios, y ella notaba cada una de mis miradas. El momento se iba acercando, inevitablemente.

—¿Sabés que dormí tan bien que hasta soñé con vos? —me soltó de repente.

—¿Ah sí? ¿Qué soñaste?

Se acercó despacio, apoyó la copa en la mesa y me miró a los ojos.

—Que volvías a hacerme todo lo que me hiciste en la oficina. Solo que esta vez… con más tiempo.

Me quedé en silencio. No sabía si estaba soñando o qué carajo pasaba. La miré fijamente, me acerqué despacio y la besé.

Fue un beso suave al principio, lento, como tanteando el terreno… pero enseguida subió la intensidad. Ella respondió con ganas, con lengua. Sin dejar de besarme, se subió a mi falda con una naturalidad que me dejó sin aire, como si ese fuera su lugar.

Sus caderas comenzaron a moverse con ritmo lento, apenas, pero firme. Un vaivén sensual que me hacía hervir la sangre. Nos manoseábamos como dos adolescentes. Mis manos se deslizaban por su espalda, bajaban hasta su cola firme cubierta apenas por ese shortcito de tela fina que ya no disimulaba nada.

Ella sabía perfectamente lo que hacía.

Se meneaba despacio, presionando justo donde sabía que me tenía.

Cada movimiento suyo me marcaba más el bulto, lo notaba. Me le pegaba aún más, me rozaba con esa sutileza que te deja al borde pero no te deja caer. Una tortura caliente, deliciosa.

Yo jadeaba bajito, entre beso y beso, y ella también. Todo se había vuelto piel, roce, respiraciones y tensión. En un momento, dejó de besarme y se acercó a mi oído derecho. Me recorrió el lóbulo con los labios, suave, como si quisiera marcarme con su aliento, y con una voz baja, sensual de verdad, me dijo:

—Vamos al cuarto.

Fue una orden disfrazada de sugerencia. Una trampa perfecta.

Me entregué. Sin resistirme.

Ella se levantó de mi falda, despacio, sin perder el contacto visual. Me agarró la mano con decisión, sin apuro, y me llevó hacia la habitación. Yo la seguí como un perro rendido.

Ella tenía el control. Y yo no pensaba arrebatárselo.

Apenas entramos al dormitorio, Flor cerró la puerta con la misma mano con la que aún me sostenía.

Me soltó recién cuando me tuvo donde quería: al borde de su cama.

Ella se paró frente a mí y se sacó el short despacio, dejándome ver su culito apenas cubierto por una tanga roja diminuta. La musculosa que llevaba no cubría nada más que el pecho, y sin corpiño, sus tetas se movían libres, duritas, marcadas.

—Sentate —me dijo, señalando la cama.

Me senté sin decir una palabra, duro como una piedra. La miraba como un enfermo. Ella se acercó despacio, se paró entre mis piernas abiertas y se sacó la musculosa, dejando sus tetas al aire. Me las restregó en la cara, riéndose, provocadora.

—Esto te gusta, ¿no? —susurró, mientras me agarraba de la nuca y me hundía entre sus tetas.

—Mmm… son perfectas —le dije entre dientes, mientras le lamía los pezones con desesperación, con la lengua caliente, mojada, pasándola de una teta a la otra, mordisqueando suave, besándola como si no pudiera parar.

Ella gemía bajito, se retorcía de placer, con las manos agarrándome del pelo. Yo le metía las manos por debajo de la tanga, y sentí esa conchita caliente, mojada.

—Estás empapada —le dije, metiendo un dedo apenas.

Le bajé la tanga despacio y se la saqué, la tiré al piso. Me arrodillé frente a ella, la abracé de las caderas y le hundí la cara entre las piernas.

Le abrí la concha con los dedos y se la chupé como si fuera lo último que iba a hacer en la vida. Lengüetazos largos, sucios, bien adentro. Me encantaba el sabor que tenía, cómo se sacudía cada vez que le rozaba el clítoris con la lengua.

Ella gemía fuerte, sin filtro.

—Comeme toda —me decía, apretándome contra ella.

Yo no paraba. Le metía uno, dos dedos, mientras le comía la concha. Estaba explotando de lo mojada que estaba.

Y en un momento lo sintió. Se puso toda tensa, me agarró del pelo y gritó:

—¡Ahhh… no pares, no pares! —y se sacudió toda, acabando en mi boca, temblando, mojándome la cara entera.

Flor se dejó caer de rodillas frente a mí, todavía jadeando por el orgasmo que le había arrancado. Me miraba desde abajo, la boca entreabierta, los labios brillando de mojados… y sonrió.

—Ahora me toca a mí, bombón.

Sin decir más, me bajó los pantalones y el bóxer, me agarró la verga con una mano firme, caliente, y empezó a pajearme despacito, mirando cómo me estremecía con solo tocarme.

—Qué rica la tenés —me dijo, mientras le daba un lengüetazo largo desde la base hasta la punta, con la lengua chata, saboreándola.

Me tiré para atrás en la cama, apoyado con los codos, sin poder dejar de mirar.

Ella me la chupaba con hambre, pero con técnica. Sabía lo que hacía. Se la metía hasta la mitad, me la escupía, volvía a lamerla, me la acariciaba con la lengua, me hacía sufrir.

—¿Te gusta? —me decía con voz caliente, sin dejar de pajearme con una mano mientras me chupaba la cabeza con succión fuerte, bien babosa, haciéndome retorcer.

—Me vas a hacer acabar, Flor… —le dije, jadeando, a punto de explotar.

Pero no paraba. Al contrario, se la metió más, empezó a chupármela entera, con un ritmo cada vez más sucio. Me miraba con los ojos bien abiertos, la boca desbordada de saliva.

—Llename la boca, ¿entendiste? —me dijo, entre jadeos, con esa voz que no dejaba lugar a discusión.

Ella aceleró, se la metía hasta el fondo, me la escupía, me la chupaba otra vez, me masajeaba las bolas, me gemía encima. Yo no aguantaba más. Tenía la pija a punto de estallar.

—¡Ahh…! —grité, y ella, en vez de sacársela, me la enterró más todavía en la boca, como diciendo “terminás adentro de mí o no terminás”. Me apretó las bolas y en ese momento exploté.

Le llené la boca de semen, una descarga espesa, caliente, larga, que ella recibió como una campeona.

No se la sacó. Se quedó ahí, tragando todo, con los ojos cerrados, gimiendo de placer. Cuando terminé, me la chupó despacito, como si me ordeñara, dejándomela limpia, brillante, relamida.

Flor me miró con los ojos encendidos y se volvió a montar sobre mí, con la concha empapada.

—Hay que seguir disfrutando —me dijo, mientras se acomodaba la concha justo sobre mi verga.

Sin dudarlo, se la ensartó entera de un solo movimiento.

—¡Ahhh! —gemí, mientras ella se sentaba hasta el fondo y se quedaba quieta unos segundos, sintiéndola bien adentro.

Empezó a moverse despacio, rebotando arriba mío.

Sus tetas saltaban, sus uñas se me clavaban en el pecho. Me cabalgaba con hambre, con bronca, con deseo.

Me cogía como si quisiera vaciarme de nuevo.

—¡Eso! ¡Dame! —me gritaba, toda mojada, con la voz ronca de tanto gemido.

La agarré de las caderas y le metí ritmo desde abajo, bombeándola mientras ella rebotaba. Nos chocábamos fuerte, con ruido sucio, la pija mojada entrando y saliendo. Yo le besaba las tetas, le chupaba los pezones, le mordía el cuello.

—Ponete en cuatro, Flor —le dije con la voz tomada por la calentura.

Me arrodillé atrás y sin pedir permiso, se la volví a meter de una, con fuerza.

La cogía con furia, haciendo que sus nalgas chocaran contra mi pelvis.

Ella gemía como una loca, se empujaba hacia atrás, me pedía más.

—¡No pares! ¡Me encanta así!

Después la hice girar y la puse boca arriba. Me metí entre sus piernas y la cogí mirándola fijo, despacio al principio, y después con embestidas duras.

La cama crujía, los cuerpos sudaban, las piernas me envolvían la cintura.

—Poné las piernas en mis hombros —le dije.

Y lo hizo. Las alzó y apoyó los talones sobre mis hombros. Así, le metí la verga hasta el fondo, le doblaba el cuerpo y la hacía gritar. Le acariciaba el clítoris mientras la cogía, y ella se sacudía de placer.

En un momento, me hizo tirarme de nuevo y se montó otra vez, como al principio, toda mojada, la concha tragándome de nuevo la pija.

Se restregaba con furia, el pelo revuelto. Se frotaba el clítoris mientras me cabalgaba.

—Haceme la cola… —me dijo de repente, mirándome desde arriba, con esa voz temblorosa.

No hizo falta más.

Se tumbó boca abajo en la cama, con el culo bien arriba.

Le abrí las nalgas, le escupí el ano y le fui metiendo la punta de la pija, despacio. Ella mordía la almohada, se tensaba, gemía.

La cabeza entró, y después todo el tronco.

El orto le apretaba con una fuerza tremenda, caliente, cerrado, húmedo por la saliva.

Empecé suave, bombeando con cuidado, mientras le acariciaba la espalda y le agarraba las tetas.

Pero cuando la sentí relajada, le empecé a dar con fuerza.

—¡Sí! ¡Sí!— gritaba, con la voz rota, mientras se empujaba hacia mí con cada embestida.

Después se giró de costado, con una pierna estirada y la otra doblada, yo me puse de espaldas a ella, metiéndosela de nuevo en el culo desde atrás, bombeando con las bolas chocándole el muslo.

La tenía rendida. Se agarraba la concha mientras se la metía por atrás.

La hice volver a la posición de perrito, con el culo abierto, rojo, listo para que lo termine de reventar.

—No aguanto más…

—¡No me la saques! —me gritó—. ¡Llename!

La agarré de las caderas, la embestí con fuerza unas últimas veces y acabé dentro, con una descarga brutal, caliente, que me hizo temblar todo el cuerpo. Ella se quedó quieta, con el cuerpo arqueado, suspirando.

Nos quedamos tumbados boca abajo en la cama, en silencio, destruidos.

El cuarto olía a sexo, a transpiración, a cuerpos mezclados.

Todavía sentía su piel caliente contra la mía.

La miré. Ella también me miraba.

Estuvimos así un rato largo, en esa quietud rara, densa. No hacían falta palabras, ya estaba todo dicho con los cuerpos.

Mientras me acariciaba el pelo en silencio, yo le recorría el cuerpo con la yema de los dedos: sus piernas, su cintura, la espalda…

Tenía una belleza animal, real, sin maquillaje ni poses.

Estaba rendida, sudada, con el pelo revuelto, y aun así… hermosa.

No sé por qué, pero en ese momento pensé que esto podía ser el principio de algo más. Que tal vez ese era el punto de partida para otra cosa.

La cabeza me traicionó.

Y ahí, sin esperarlo, me bajó de un hondazo, como quien le tira una piedra a un pájaro en una rama.

—¿Querés bañarte acá o en tu casa? —me tiró, sin vueltas.

Me quedé duro. Me descolocó. Sentí cómo todo el hechizo se rompía en un segundo.

Ella lo notó. Y sin piedad, remató:

—¿Vos qué te pensabas?

—No sé —le contesté, apenas, con una mueca.

—Esto es un garche, nada más. Hace una semana terminé una relación, te podrás imaginar que no quiero empezar algo nuevo.

Ahí lo entendí todo.

No había señales confusas. No había vuelta. Por más que la deseara, por más que la noche hubiera sido una locura, lo mío con Flor era eso y solo eso: una descarga.

Un momento. Una fantasía hecha carne.

Me levanté en silencio. Me vestí sin apuro, pero con ese nudo en el pecho que uno no quiere mostrar.

Sabía que esto no iba a repetirse. Que el lunes en la oficina íbamos a volver a ser lo de siempre: compañeros de trabajo y nada más.

Antes de irme, me paré en la puerta de su cuarto. La miré. Seguía tirada en la cama, ya con el celular en la mano.

—La pasé bien… fue increíble —le dije, con sinceridad.

—Yo también —respondió sin levantar la vista, aunque con una leve sonrisa en la comisura de los labios.

Me acerqué, nos dimos un beso seco en la mejilla. Nada más. Sin abrazos, sin caricias.

Salir de su apartamento fue como salir de un mundo de fantasía.

Volver a la calle, al ruido, al viento frío, fue como despertar de un sueño caliente que sabés que no se va a repetir.

Volví a casa en silencio.

El cuerpo me dolía.

El alma… un poquito también.

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