En el almacén, el espacio estrecho los obligó a rozarse, el brazo de Santiago tocaba la cintura de Andrea, sus manos temblaron al mover una caja, sus cuerpos estaban tan cerca que podía sentir el calor de su piel, el aroma de su cabello mojado. Ella se giró, sus senos rozaron su pecho, el recuerdo de aquella noche en el balcón resurgió como un relámpago.
—Santi, estás todo mojado —dijo, mientras sus dedos rozaban su camisa, la tela pegada revelaba los músculos de su pecho.
—Tú también —respondió, mientras sus ojos recorrían su cuerpo, aquella blusa transparente que dejaba ver sus senos envueltos en aquel brasier.
El aire se cargó de una tensión sexual que era casi insoportable, sus respiraciones eran agitadas, el sonido de la lluvia golpeaba el tejado del almacén como un tambor. Santiago, incapaz de contenerse, extendió la mano, sus dedos rozaron tímidamente la curva de sus nalgas, la tela húmeda de los jeans resbaladiza bajo su toque, la carne firme cedía ligeramente. Andrea no se apartó, su cuerpo temblaba, con una mezcla de deseo y duda.
—Santi, no deberíamos —murmuró, pero su voz era débil, su cuerpo ya estaba inclinándose hacia él, sus nalgas se presionaron contra su mano, invitándolo a explorar.
—No puedo evitarlo, Andrea —dijo con voz llena de lujuria, sus dedos apretaron una de sus nalgas, sintiendo la redondez perfecta—. Llevo años soñando con tocarte así.
Ella gimió, sus manos se apoyaron en un estante, sus nalgas se arquearon hacia él. Santiago, con el pene palpitando, se acercó más, su cuerpo presionaba contra el suyo, su mano se deslizaba por la curva de sus nalgas, rozando el borde de la tanga, tentado a bajarle los jeans, a lamerla hasta que gritara su nombre.
—Santi, Iván… —susurró, pero no se movió, sus nalgas temblaban bajo su toque, sus pechos subían y bajaban con rapidez.
—Solo déjame tocarte —suplicó, mientras su mano subía por su cintura, rozando la piel húmeda bajo la blusa, sus dedos encontraron el borde del sostén, el encaje empapado, mientras su otra mano seguía acariciando aquellas nalgas, apretándolas con una urgencia que era puro fuego.
Andrea giró la cabeza, sus labios se posicionaron a centímetros de los suyos, su aliento cálido rozaba su rostro, sus ojos estaban nublados por el deseo.
—Santi, si cruzamos esta línea… —empezó, pero un trueno la interrumpió, y sus cuerpos se apretaron más en el espacio reducido, el calor de su sexo traspasaba los jeans, su tanga ahora estaba empapada no solo por la lluvia.
Santiago, al borde de la locura, deslizó su mano bajo la blusa, sus dedos tentaban la piel cremosa de sus pechos, sintiendo el peso de uno de ellos, el pezón se endurecía bajo su palma. Andrea gimió, sus nalgas se presionaban contra su pene, y por un instante, el mundo se redujo a ese almacén, a sus cuerpos empapados, a la promesa de un placer que llevaba nueve años gestándose.
Andrea, atrapada en un torbellino de deseo y frustración, se giró hacia él, con una lujuria que era casi desesperación.
—Santi, no puedo más —jadeó, arrojándose a sus brazos, sus cuerpos chocaron con una fuerza que hizo crujir los estantes, sus senos se presionaron contra su pecho.
Santiago, consumido por el fuego que había ardido en su alma desde 2016, no lo pensó dos veces. Sus manos arrancaron la blusa de Andrea, los botones saltaron al suelo, revelando sus senos gloriosos, grandes, firmes, brillaban con gotas de lluvia. Desgarró el sostén de encaje, aventándolo al suelo, y hundió su rostro entre sus pechos, su lengua lamía con una voracidad salvaje, saboreando la piel cremosa, ligeramente salada por el sudor y la lluvia. Chupó sus pezones, sus dientes la mordían, arrancándole gemidos que se escuchaban en aquel almacén,
—¡Santi, sí, más! —gritó ella, sus manos se enredaban en su cabello, atrayendo su cabeza hacia sus senos, su cuerpo se arqueaba, sus nalgas temblaban contra un estante.
—Te he deseado tanto, Andy —gruñó Santiago, con una obsesión que había crecido durante años, mientras lamía sus pechos, estrujándolos con sus manos, sintiendo su peso, su firmeza, sus pezones endurecidos pulsando bajo su lengua.
La volteó con un movimiento brusco, su espalda quedó frente a él, la curva de su columna era recorrida con gotas de lluvia, sus nalgas eran resaltadas por los jeans empapados. Besó su nuca, su lengua trazó un camino húmedo por su piel, mientras sus manos rodeaban su cintura, subiendo para masajear sus senos, sus dedos ahora jugaban con sus pezones, arrancándole gemidos que eran puro vicio. Su erección, dura, venosa, palpitaba bajo sus pantalones, rozando el culo perfecto de Andrea, sintiendo la tela de los jeans apenas conteniendo esas nalgas que había soñado poseer.
—Eres mi maldita obsesión —susurró, su voz temblaba, mientras arrimaba su pene a sus nalgas, sintiendo la carne firme ceder bajo la presión.
Andrea, desquiciada por el deseo, se desabotonó los jeans con dedos torpes, bajándolos junto con su tanga, la tela empapada cayó al suelo, revelando sus nalgas desnudas, su vagina ahora estaba expuesta, con pliegues rosados abiertos, brillando con su humedad, un charco de sus jugos goteaba en el suelo.
—Tócame, Santi —suplicó, mientras lo ayudaba a quitarse los pantalones, sus manos buscaron su pene, encontrándolo duro, palpitante, el glande expulsaba liquido preseminal.
Sus dedos envolvieron su verga, masturbándolo con una lentitud deliberada, sus uñas rozaban la piel sensible, arrancándole un gruñido que resonó en el almacén.
—He escrito historias sobre ti, Andrea —confesó Santiago, besándola con una intensidad que era puro fuego, sus labios devoraban los suyos, sus lenguas se enredaban, la saliva goteaba por sus barbillas—. Cada noche, me masturbo pensando en cogerte, en llenarte, en hacerte mía.
Andrea gimió, su mano acelerando sobre su pene, sus nalgas temblaban mientras se inclinaba hacia adelante, apoyándose en un estante, sus piernas quedaron abiertas, invitándolo a entrar en su vagina.
—Hazlo, Santi, cógeme como en tus historias —jadeó, acomodando su pene con su mano, guiándolo hacia su entrada, hacia sus pliegues húmedos y calientes que ya rozaban la punta de su verga.
Santiago, consumido por años de deseo reprimido, la penetró desde atrás con una embestida profunda, su pene se deslizó dentro de su vagina, el calor de sus paredes lo succionaban, sus pliegues abiertos lo envolvían, sus jugos lo empapaban.
—¡Dios, Andrea, eres perfecta! —gruñó, sus manos abandonaron sus senos para tomar su cintura, empujándola hacia él, sus nalgas chocaban con sus muslos, el sonido húmedo resonaba como aplausos. Ella colocó sus manos en el estante para no caerse, sus nalgas temblaban con cada embestida, sus gemidos resonando como nunca.
—¡Santi, cógeme más, no pares!
Las embestidas eran salvajes, su pene entraba y salía, mientras los jugos de ella escurrían por sus muslos. Santiago la nalgueó con fuerza, el sonido seco se amplificó por las paredes, su piel se enrojecía, marcas rojas aparecían mientras ella gritaba.
—¡Sí, Santi, nalguéame! Su cuerpo se arqueaba, sus senos rebotaban, sus pezones rozaban el estante, mientras sus dedos se deslizaban a su clítoris, frotándolo con una furia que hacía temblar su cuerpo.
—Llevo casi toda mi vida soñando con esto —gimió Santiago, mientras sus manos apretaban su cintura, sus embestidas se hicieron más profundas, su verga pulsaba dentro de ella—. Cada historia, cada orgasmo, eras tú, Andrea.
Ella convulsionó, un chorro cálido de sus jugos empapó el suelo, sus gritos invadieron el lugar.
—¡Santi, me vengo!
Su vagina se contrajo alrededor de su pene, succionándolo, mientras él explotaba, chorros calientes de semen, inundaron aquella panocha que tanto había deseado, goteando por sus muslos, sus nalgas temblaban contra él. Se desplomaron contra el estante, sus cuerpos estaban sudorosos, empapados, el almacén quedó lleno del aroma de sus fluidos, de sus respiraciones agitadas, mezclándose con el sonido de la lluvia.
Andrea, jadeando, giró la cabeza, sus labios rozaron los de él.
—Quiero que me cojas otra vez, Santi. Como en tus historias.
Santiago, con el pene aun palpitando, la besó, su lengua saboreó sus labios, con la promesa de más. Pero en el fondo, sabía que este momento, este cruce de la línea, los había cambiado para siempre, y la sombra de Iván, con su mirada posesiva, acechaba en el horizonte.
—Santi, penétrame otra vez —jadeó, mientras se apartaba, sus nalgas se menearon al caminar hacia el mostrador de la tienda, su vagina con los pliegues rosados abiertos goteaba sus jugos y el semen de Santiago.
Se subió al mostrador con una gracia felina, este crujió bajo su peso, y con un movimiento deliberado, abrió sus piernas, levantándolas en alto, sus manos sostuvieron sus muslos tonificados, exponiendo su vagina, brillante, húmeda, como una flor en plena floración.
—Métemela, Santi, cógeme como siempre soñaste —suplicó, sus pechos voluptuosos rebotaron ligeramente, sus pezones seguían endurecidos, brillando con el sudor y las gotas de lluvia que aún perlaban su piel.
Santiago, con el pene duro, venoso, palpitando con una urgencia dolorosa, se acercó, su respiración era agitada, sus ojos estaban fijos en el espectáculo de su cuerpo.
—Por esto venía a la tienda todos los días, Andy —confesó, alineando su pene con su entrada, la punta rozaba los pliegues húmedos, antes de penetrarla con una embestida profunda, sus paredes cálidas y apretadas lo succionaron, arrancándole un gemido que resonó en la tienda. —Soñaba con cogerte así, cada maldita noche.
Ella gimió, sus manos apretaron sus propios muslos, manteniendo sus piernas abiertas, sus nalgas temblaban contra el mostrador con cada embestida.
—Si vienes en las noches, Santi, esto pasará una y otra vez —susurró, con una promesa lujuriosa, mientras él se inclinaba, su lengua lamía sus senos, chupando sus pezones con una voracidad salvaje, arrancándole gritos que eran puro placer.
Santiago, perdido en el frenesí, la penetraba con embestidas salvajes, el mostrador crujía, sus jugos escurrían por el borde, goteando el suelo.
—Eres mi maldita obsesión, Andrea —gruñó, mientras sus manos estrujaban sus tetas, al mismo tiempo ella gritaba, —¡Cógeme más, Santi, hazme tuya por siempre!
Ella lo empujó suavemente, y señaló una silla en la esquina de la tienda.
—Siéntate, escritor —ordenó, llena de deseo, mientras él obedecía, su pene aun estaba erecta, palpitando en el aire fresco.
Andrea se acercó, y se subió sobre él de espaldas, con sus piernas abiertas, sus nalgas redondas temblaban mientras se empalaba en su pene, dándose sentones que hacían resonar la silla. Arqueó su espalda, sus pechos rebotaban, mientras Santiago mallugaba sus senos, sus dedos apretaban la carne firme, sus pezones pulsaban bajo sus palmas.
—Dios, Andrea, tu culo es perfecto —gimió, sus manos recorrían aquellas maravillosas nalgas, nalgueándolas con fuerza, mientras ella gemía, —¡Más, Santi, márcame!
Ella se giró, ahora de frente, subió sus pies a la silla, quedando en cuclillas con sus nalgas abiertas, los pliegues rosados de su panocha envolvieron aquella verga mientras se daba sentones con una furia animal.
—Siento tu verga hasta el estómago —jadeó, sus manos estaban apoyadas en los hombros de él, sus senos rebotaban frente a su rostro, mientras Santiago lamía sus pezones, chupándolos con desesperación.
Santiago, consumido por la lujuria, deslizó su mano a sus nalgas, acariciándolas, sus dedos rozaron el orificio de su ano. Jugueteó con su dedo índice, presionando lentamente, sintiendo los pliegues arrugados abriéndose a su paso. Andrea gritó, un sonido lleno de dolor mezclado con placer.
—¡Santi, duele, pero me gusta! —jadeó, su cuerpo temblaba, mientras él metía el dedo con cuidado, sintiendo el calor apretado de su interior, sus nalgas se contraían alrededor de su dedo.
—Eres mía, Andrea, siempre lo has sido —afirmó, mientras su pene se movía dentro de su vagina, y su dedo trazando círculos en el interior de su ano, mientras ella gritaba, —¡Cógeme, Santi, lléname!
Sus cuerpos se movían en un ritmo frenético, la silla crujía, sus fluidos goteaban, sus gemidos se escuchan dentro de la tienda, pero eran ocultos al exterior por el sonido de la tormenta. Andrea convulsionó nuevamente, soltando un chorro cálido de orgasmo empapando los testículos de Santiago, escurriendo por sus muslos, mientras él explotaba, chorros de semen llenando su vagina, goteando por sus pliegues, marcando la silla. Se quedaron abrazados, agitados, con sus cuerpos sudorosos pegados, besándose lentamente.
—Esto no puede parar, Santi, pero debe ser a espaldas de Iván —susurró Andrea, mientras movía en círculos sus nalgas contra los muslos de Santiago.
—Con tal de cogerte, acepto cualquier cosa —respondió Santiago, mientras sus manos acariciaban aquel manjar de nalgas y sus dedos rozaban el semen que goteaba de su vagina.
Con el paso de los días, continuaron cogiendo a espaldas de Iván, cada encuentro más intenso, en la trastienda, en el departamento de Santiago, en cualquier rincón donde pudieran desatar su lujuria. Andrea se entregaba a él con una furia que igualaba sus fantasías, mientras Santiago, atrapado en su obsesión, sabía que este secreto, este fuego, los consumiría a ambos, pero no quería detenerse.
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