Diario de Lucy (2)

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T. Lectura: 3 min.

La puerta se cerró detrás de nosotros con un golpe seco, y el mundo desapareció. No hubo palabras, ni siquiera un gesto. Solo mi cuerpo ardiendo y su mirada fija en mí, como si todo lo que había contenido hasta entonces estallara en ese instante.

No pensé, no planeé. Me arrodillé frente a él con la misma naturalidad con la que una mujer respira. Mis rodillas tocaron la alfombra y mis manos buscaron su cintura, ansiosas, desesperadas. Quería saborearlo, quería llenar mi boca de él, quería probar lo que me había estado quemando en la imaginación durante meses.

Le desabroché el cinturón con dedos temblorosos, más rápidos de lo que hubiera creído. Bajé su pantalón y la tela cayó a sus tobillos. Allí estaba, duro, palpitante, apuntando hacia mí con esa arrogancia silenciosa que me hizo gemir antes de siquiera probarlo. Lo envolví con mi mano y lo sentí caliente, vivo, casi latiendo contra mi palma.

—Mírame —le pedí con la voz rota por la urgencia.

Y cuando mis labios lo rodearon por primera vez, sentí que todo lo demás dejaba de existir. El sabor de su piel, el grosor llenándome la boca, el calor que me recorría la garganta, todo era demasiado. Cerré los ojos un instante, dejándome inundar por la sensación de tenerlo dentro, y luego lo miré de nuevo, con mis labios hundidos hasta la mitad de su erección, como si quisiera que viera lo perdida que estaba ya.

Fue entonces cuando su mano se enredó en mi pelo, primero suave, luego con una fuerza que me arrancó un gemido ahogado. No me dejó decidir el ritmo, lo marcó él, empujando mi cabeza contra su cadera, hundiéndome cada vez más, hasta que mis ojos comenzaron a lagrimear. Sentí una lágrima rodar por mi mejilla y, en lugar de aflojar, él se detuvo apenas, lo suficiente para hacerme respirar y volver a hundirse con más firmeza.

Esa mezcla de dolor y placer me atravesó como una descarga. Con una mano apreté sus muslos y con la otra busqué mi coño, acariciando mi clítoris duro y palpitante mientras lo tragaba más profundo. Me empujé contra él con fuerza, hundiéndome hasta donde mi garganta lo permitió. El aire se me cortaba, mis labios tensos alrededor de su polla, y sentí cómo la saliva se acumulaba sin control, desbordando mi boca y cayendo en hilos calientes por mi barbilla.

Resbalaba por mi cuello, y me mojaba las tetas, pegándose a mi piel como una marca de lo que estaba haciendo. Cada gota me excitaba más, me hacía sentir usada, marcada, perdida. Y, aun así, no quería detenerme. Quería que supiera que era capaz de arruinarme entera solo por tenerlo dentro, que estaba dispuesta a romper cualquier límite con tal de poseerlo en mi boca, hasta la última gota de aire, hasta la última fibra de control.

Sentí sus dedos apretando aún más mi pelo, guiándome con esa brutalidad que me arrancaba lágrimas y gemidos ahogados, y en ese instante, con la saliva resbalando entre mis pechos, entendí que necesitaba más. No solo su control en mi boca, no solo su dureza llenándome la garganta. Quería sentirlo dentro de mí, entero, devorándome desde adentro.

Me aparté despacio, con los labios aún húmedos y rojos de tanto tenerlo dentro. Mis manos lo acariciaron suavemente, una última caricia de despedida a esa tortura deliciosa, mientras me incorporaba. Me levanté despacio, con la respiración deshecha, los labios entreabiertos y los ojos brillando de lujuria.

Lo miré directamente, sin bajar la vista, y sin decir palabra empecé a desabrocharme el vestido. Tiré de los tirantes de seda y dejé que la tela negra se deslizara por mi piel, bajando como un río hasta caer a mis pies. Sentí el aire fresco de la habitación recorrer mi cuerpo desnudo, y la humedad de mi coño palpitar más fuerte con cada segundo.

No me quité las medias, tampoco los tacones. Quise quedarme así, envuelta en ese contraste que sabía que lo enloquecería: mi cuerpo desnudo y vulnerable, pero aún vestido con los símbolos más obscenos de mi feminidad.

Avancé hacia la cama sin prisa, balanceando las caderas, dejando que mis tetas firmes se movieran libres con cada paso, que mis pezones endurecidos lo provocaran como un desafío. Mis bragas, empapadas, cayeron en el suelo a medio camino, tiradas con un movimiento rápido de mi mano. Y seguí caminando hacia el borde de la cama, desnuda salvo por las medias que ceñían mis muslos y los tacones que marcaban el compás de mis pasos.

Me subí lentamente al colchón, apoyando las rodillas primero, arqueando la espalda, ofreciéndole la visión de mi culo redondo y empapado, levantado hacia él. Giré el rostro apenas lo suficiente para mirarlo por encima del hombro, con el pelo suelto cayéndome en ondas sobre la espalda, y le susurré con la voz ronca de las embestidas:

—¿A qué esperas?

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1 COMENTARIO

  1. ¡Muy bueno!
    Te hace percibir cada sensación, cada palpitación, te hace desear ser mujer para disfrutarlo como tu…
    Beso,

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