Cumpliendo con un rito mensual, ella (llamémosla Afrodita), casada con un banquero, madre abnegada de dos hijas ya adolescentes, bella en su gloriosa madurez, visita el local de Marcus y Elsa para otro dulce encuentro con Marta, nuestra exquisita ninfa rubia.
Recuerda la primera vez, cómo, nerviosa, las manos sudadas al tocar el timbre, se preguntó “¿Qué estás haciendo?”. La hicieron pasar a una sala y varias chicas desfilaron frente a ella y se presentaron. La eligió a ella, rubia de larga melena, ojos azules, esbelta con su tanga diminuto y sus ligueros. Se ruborizó y bajó la vista, a punto estuvo de salir corriendo, pero Marta le dio un beso suave en los labios y, cogiéndola de la mano, la llevó a la habitación. Todo estaba en penumbra a pesar de ser media mañana, las niñas en la escuela, su marido en la oficina.
Marta se acercó a ella y la volvió a besar lentamente, mientras le acariciaba la nuca. “Desnúdate, cariño, así, despacio.. “. Se fue desprendiendo de la ropa hasta quedar desnuda frente a la chica, que la observaba sentada en el borde de la cama. Su piel se erizó cuando notó los pechos de Marta en los suyos, la lengua lamiendo su cuello, las manos acariciando sus nalgas, besándola como en mucho tiempo no había ocurrido.
Se tumbaron y Marta, recuerda, fue recorriendo su cuerpo con la boca hasta detenerse entre sus piernas y demorarse allí, mucho tiempo, infinito tiempo, explorando lugares largo tiempo olvidados para ella. Afrodita, así se hizo llamar, con la mirada en el techo, sentía su cuerpo convulsionar, su humedad vertiéndose en la lengua de esa desconocida.
Mientras camina hacia su cita, Afrodita se cruza con desconocidos que no pueden ni imaginar a dónde va esa mujer elegante con sus sencillos pantalones rosas de pinzas y su blusa blanca bajo la que no lleva sujetador. Pensando en Marta, sus pezones se endurecen y ya se sabe mojada. Recuerda su segundo encuentro. Aquel día quería algo distinto y así se lo había planteado; quería sentirse vulnerable en sus brazos, en su regazo, como una niña obediente. Se recogió el pelo con dos coletas y se vistió con una faldita azul y un polo blanco; y la esperó ansiosa sentada en la cama.
Antes de verla, ya olió su perfume y, luego, de espaldas a ella, percibió el roce en el cuello de las suaves hebras de su cabello rubio y su dulce aliento junto al lóbulo de la oreja izquierda. “Me parece, Afrodita, que hoy has tenido pensamientos muy malos. Tendré que castigarte”, le susurró al oído. “Lo lamento, señorita. No lo volveré a hacer”, le contestó con la voz quebrada mirando al suelo. “Quítate la falda, quítatelo todo menos las braguitas y túmbate sobre mis piernas, así”. Afrodita obedeció y, mordiéndose un labio, esperó el castigo.
Primero notó una mano que le bajaba las bragas y que acariciaba sus nalgas y, de pronto, un golpe fuerte que le hizo emitir un leve chillido, luego otro cachete y otro más. Estaba a su merced, sus pechos balanceándose a cada azote, sus muslos tensos a cada embestida. Luego, Marta la incorporó y, tras apartarle con el dedo una lágrima de su mejilla, la besó golosa, hambrienta de su boca. “No volverás a ser mala, cariño, ¿a que no?”, le dijo mirándola a los ojos. “Ahora serás muy buena y bajarás muy despacito hasta mi entrepierna”. Así lo recordaba cuando llegó al portal.
En el ascensor, Afrodita se retoca los labios y se contempla en el espejo. Tiene un nudo en el estómago. “He venido para olvidarte”, piensa decirle a Marta en cuanto la vea. “Estoy aquí para que ésta sea la última vez, la última que te bese”.
Como siempre, tras ser acompañada discretamente por una de las chicas, la espera en el dormitorio tomándose una copa de cava. La apura. Está más nerviosa que nunca. Se seca las manos con la toalla del baño. Se mira de nuevo en el espejo, sus patas de gallo, esas líneas nasogenianas que tanto la agobian (“No, no quiero tratarlas. Yo soy así. Soy yo”). Pasa los dedos por su pelo (“Pero no estoy mal, soy mona). Vuelve junto a la cama. De pie. Aún vestida. Se sienta en la butaca y cruza las piernas. Mira sus manos. Y entonces, se abre la puerta. Afrodita levanta la cabeza y la ve, acercándose pausadamente, sonriendo.
Marta. Cubre su desnudez únicamente con un corto negligé muy transparente, nada más, la melena rubia recogida sobre un hombro, los labios de un rojo intenso. Afrodita se la queda mirando, muda, observa sus pequeños pechos, sus pezones sonrosados, las ingles que convergen en el sexo depilado. Todo aquello que quería decirle no es pronunciado. Y cuando la tiene muy cerca, pegada a ella, la besa apasionadamente cogiéndole la cara con ambas manos.
Luego, Marta la mira a los ojos con dulzura y, entendiéndolo todo, apoya su frente en la de ella y le susurra: “Hoy no follaremos, cariño. Hoy te haré el amor”. Y lentamente, la va desnudando, liberándola de toda la ropa y de todas sus preocupaciones. Afrodita sabe que acabará abrazada a ella como un náufrago se agarra a la última tabla en el océano.
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Maravilloso e inspirador. Ojalá continúe y Marta invite a Afrodita a trabajar en ese lugar!
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