Pasó el mes pasado. Era lunes a la tarde cuando Franco, un excompañero de la facultad, me respondió una historia de mis perros.
No me lo esperaba. Con él solo había compartido alguna clase o algún cruce rápido, nada más. Y su respuesta en Instagram fue como abrir una puerta.
Primero hablamos de animales, de otras boludeces, pero en un par de horas ya se sentía distinto.
Me tiró un comentario sobre mi voz, de lo sexy que le sonaba, y en lugar de frenarlo, lo dejé correr. Es más: le empecé a mandar audios, mitad broma, mitad provocación.
—Así que te gusta mi voz —le mandé, juguetona.
—Me encanta. Tiene ese tono que me vuelve loco —respondió.
La semana fue pasando. Él contestaba con doble sentido, yo lo seguía. Sabía que todo estaba destinado a terminar en la cama. Y lo esperaba.
El sábado, cerca de las nueve, llegó el mensaje.
—Che, ¿vemos una peli? —mandó y leí con una sonrisa.
—No sé, depende qué película —respondí excitada.
—Quiero verte — respondió serio.
—Entonces vení a buscarme —respondí con tono de orden.
—Decime la hora y paso.
—A las 23 te espero.
Cuando me subí al auto, la tensión ya estaba ahí. Él con una remera negra ajustada que le marcaba los brazos, los anillos brillando en la palanca de cambios, esa sonrisa sobradora.
Puso música tranqui, pero las miradas eran todo menos tranquilas. Cada vez que me veía de reojo, yo sentía que se me iba a tirar encima.
El viaje fue rápido. Llegamos a un lugar acogedor, lleno de libros, con un sofá enorme. Se respiraba libertad, aunque viviera con sus viejos, que esa noche no estaban.
Él abrió un vino mientras yo me apoyaba en el marco de la puerta, cruzada de brazos.
—Cuidado con eso —le tiré, con la sonrisa más pícara que tenía.
—Tranquila —me respondió con esa mirada que me derretía.
Yo ya estaba empapada, sin que me tocara.
Nos tiramos en la cama, Netflix de fondo con Mi año en Oxford. Pero a los diez minutos él ya estaba encima, su boca en mi cuello, bajando a la clavícula.
Sentí cómo me desabrochaba el corpiño y me quedaba con las tetas al aire, jadeando. Me mordió el pezón con fuerza.
—Sos mía, putita —me dijo al oído y me temblaron las piernas.
Se acomodó arriba mío, la cabeza me quedó aprisionada entre sus muslos. Lo entendí de inmediato: quería que se la chupe.
Abrí la boca y me metí su pija en la boca, succionando fuerte. La tenía dura, caliente, y me encantaba sentir cómo le palpitaba contra mi lengua.
De repente me agarró de la nuca y apretó con fuerza, hundiéndome la cabeza contra su pija.
Sentí cómo me ahogaba con la baba chorreándome mientras me rompía la garganta con la verga.
—Tragá, hermosa —me ordenó. Tosí, pero me calentaba más.
Se tiró de espaldas y me guio con un tirón hasta que me acomodé en cuatro patas sobre su cara.
Mis muslos rodeaban su cabeza, y él, desde abajo, me lamía la concha entera, salvaje, metiendo la lengua, chupándome el clítoris hasta hacerme gemir.
Me estaba desarmando, pensé arqueando la espalda. Estaba completamente sometida, y me fascinaba.
Se levantó de golpe, me agarró de la cintura y me penetró de una embestida. Grité. Sentí cómo me abría de adentro hacia afuera.
—Abrí bien —me gruñó, dándome con fuerza.
El dolor me invadía, pero el placer me hacía temblar más.
Me tiró del pelo, doblándome la espalda, y me cogió con una violencia que me arrancaba gemidos.
Mis tetas rebotaban, mi culo se chocaba contra su pelvis. Yo pensaba: me encanta.
Luego, me montó en vaquera invertida. Yo rebotaba frenética sobre su pija mientras él me sujetaba las caderas y me empalaba de abajo. Cada golpe seco me arrancaba un “sí” ahogado.
Después me tiró de espaldas, misionero. Me clavó la mirada, me agarró de la muñeca y me dio cachetadas suaves en la cara.
—Putita rica… —murmuraba entre jadeos, embistiéndome sin piedad.
Yo lo miraba, con la boca abierta, casi llorando de lo fuerte que me daba. Pero no quería que parara.
De repente me al sacó y hundió la cara en mi concha. Me llenó de baba, me metió los dedos rápido, me pellizcó el clítoris.
Grité como nunca, arqueando la espalda. Me estaba haciendo acabar, y no podía frenarlo.
—Mirá cómo te encanta, zorra —me dijo, con la lengua enterrada en mí.
Me giró de lado, cucharita. Me la metió otra vez, fuerte, rápido. Me abrazaba por la espalda, me apretaba las tetas, mientras me ahorcaba con su brazo.
La mezcla de falta de aire y pija adentro me hacía explotar. Yo ya no pensaba, solo me dejaba llevar.
Se sentó al borde de la cama. La pija le brillaba, dura, venosa. Yo me arrodillé frente a él, ansiosa.
La chupé con hambre, lenta, babeándola hasta la base. La saliva me chorreaba por la barbilla. Él me sujetó de la nuca y me cogió la boca hasta no di más.
—Tragá todo, hermosa —me apretó más.
Se inclinó hacia atrás y acabó en mi cara. El semen caliente me corrió desde la frente hasta la barbilla, goteando sobre mis tetas. Yo lo lamí, lo saboreé, lo tragué. Estaba destruida, pero feliz.
Después, el contraste. Me alcanzó un papel, me limpió un poco, y me tiró sobre la cama. Nos abrazamos, piel contra piel, la respiración todavía desbocada. Sus manos recorrieron mi espalda, mis piernas. Yo le mordía el cuello despacio, ya sin apuro.
Nos quedamos ahí, viendo la peli entre susurros y besos. Yo apoyada en su pecho, él acariciándome el pelo.
No hacía falta decir nada. Era simple: la tensión se había ido, quedaba el calor, el abrazo, y la madrugada enredados en un mismo cuerpo.
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