La noche del 23 de septiembre, la conversación por WhatsApp de la noche anterior aun hacía eco de aquellas fotos candentes, mi pene palpitaba cada vez que abría el chat guardado en mi otro celular.
A las nueve de la noche, mi teléfono vibró con un nuevo mensaje de Jessica.
—Dany, ¿puedes venir a casa? Mamá está dormida, y necesito que me ayudes a revisar unos daños del sismo en el patio. De paso, te devuelvo tu camisa —escribió, con un emoji de carita sonriente, y mi corazón dio un vuelco.
—Voy para allá, Jessy —respondí, mi pulso se aceleró. Me puse una camiseta y jeans, mi pene ya se endurecía ante la expectativa, y caminé los pocos pasos hasta su casa, el aire fresco de la noche estaba cargado con el aroma de jazmín y el eco de la ciudad herida.
Jessica abrió la puerta, y la visión de su cuerpo me golpeó como un relámpago. Llevaba una camiseta ajustada, blanca, que abrazaba sus pechos, el borde inferior dejaba entrever su abdomen plano, definido, con un brillo de sudor que me hizo tragar saliva. Llevaba unos shorts negros, cortos, ceñidos, que delineaban sus nalgas redondas, perfectas, cada curva resaltada como si estuvieran esculpidas para tentar, el contorno de una tanga apenas visible cuando se giró para guiarme al patio.
—Gracias por venir, Daniel —dijo, con un matiz coqueto que encendió un fuego en mi pecho, su cabello lacio negro se balanceaba, su carita de princesa sonrojada bajo la luz tenue de una lámpara me cautivaba.
—No podía decirte que no, Jessy —respondí, mientras mis ojos recorrían sus nalgas, meneándose con cada paso, mis manos temblaban con el deseo de tocarlas.
El patio trasero estaba oscuro, iluminado solo por la luz de la luna y una linterna que Jessica sostenía, el aire estaba cargado con el aroma de tierra húmeda y su perfume floral. Revisamos una pared agrietada, nuestras manos se rozaron al mover una maceta rota.
—Esto del sismo me tiene nerviosa, Dany —dijo, inclinándose para inspeccionar una grieta, sus nalgas quedaron elevadas, y sus shorts se tensaron, revelando la curva perfecta de su culo, marcándose como una invitación.
—Más nervioso me tienes tú —murmuré, mi tono se intensificaba, mi pene palpitaba bajo mis jeans—. Después de anoche, con esas fotos, no puedo dejar de pensar en ti.
Ella se enderezó, girándose hacia mí, sus ojos brillaron en la penumbra, sus pechos rebotaron ligeramente bajo la camiseta.
—Ay, Daniel, no me hagas acordarme —dijo, con una risa nerviosa, pero sus labios carnosos se curvaron en una sonrisa traviesa—. No debí mandarte esas fotos, pero… me dejé llevar.
—Jessy, verte así, desnuda en esas fotos, fue demasiado —confesé, dando un paso hacia ella, el espacio entre nosotros se reducía, el calor de su cuerpo me envolvía—. Como te lo escribí, imagino mis manos en tus nalgas, apretándolas, mi boca en tus pechos, saboreándote. Llevo años soñando con eso.
Ella no se apartó, su respiración se agitaba, sus pechos subían y bajaban, los pezones se comenzaban a endurecer bajo la camiseta.
—Dany, eres malo.
—Quiero ser más malo, Jessy —dije, mi mano rozó su cintura, sintiendo la piel cálida bajo la camiseta, tentado a deslizarla más abajo, a sus nalgas, a apretarlas como en mis fantasías—. Quiero tocarte como en esas fotos, hacerte gemir mi nombre.
Ella giró la cabeza, sus labios quedaron a centímetros de los míos, su aliento cálido rozaba mi rostro.
—Daniel, no deberíamos —dijo, pero sus nalgas se presionaron contra mí, el calor de su cuerpo traspasaba los shorts, su tanga apenas sería una barrera entre nosotros—. Pero… me gusta que me hagas sentir así.
El roce fue demasiado, mis manos temblaron mientras acariciaban su cintura, subiendo lentamente, rozando el borde de sus pechos, la tela de la camiseta estaba tensa contra su piel. Ella gimió, un sonido suave que resonó en el patio acomodó sus nalgas para tallarse contra mi erección, cada movimiento era una tortura exquisita.
—Jessica, dime que no quieres esto —supliqué, mi voz se quebraba, mi pene pulsaba, quería palpar sus nalgas desnudas, sus pliegues, tener sus senos en mis manos.
—Dany, no puedo —jadeó, pero sus manos rozaron las mías, guiándolas brevemente a sus caderas, sus nalgas seguían temblando contra mí, antes de apartarse con un esfuerzo visible—. No debemos, eres mi vecino, mi amigo, mejor acompáñame a revisar otra habitación que creo se dañó.
Acudimos al cuarto de lavado, era un espacio reducido, lleno del aroma a detergente y el zumbido de una lavadora vieja, la luz tenue de un foco parpadeante apenas iluminando sus curvas.
—Quiero revisar si hay grietas aquí también —dijo, inclinándose para inspeccionar una pared, sus nalgas se elevaron, mientras sus shorts se subían, dejando ver la curva perfecta de su culo. Mi brazo rozó sus senos al pasar una caja, el contacto fue suave pero eléctrico, sus pezones se endurecieron a través de la camiseta, y ella no se apartó, su respiración se agitó.
—Jessica, me estás matando —bromeé, mientras ella reía, un sonido que era puro fuego.
—Ay, Dany, tú me salvaste a mí, corriendo sin nada puesto —dijo, sus pechos rebotaron ligeramente bajo la camiseta mojada—. Deberías estar acostumbrado a mis locuras.
El espacio reducido hacía que cada movimiento fuera un roce, sus nalgas presionaban contra mi pelvis al agacharse para mover una canasta, el calor de su cuerpo traspasó los shorts, mi erección la rozaba, haciéndome gruñir por dentro.
Ella se enderezó, sus nalgas se pegaron a mi entrepierna de nuevo, y se giró, sus labios quedaron a centímetros de los míos, su aliento cálido invadía mi rostro.
—Daniel, ¿sigues pensando en esas fotos?
—Todo el tiempo, Jessy —respondí, mi tono era ronco, mi mano acarició su espalda, deteniéndose en la curva de su cintura—. Imagino tus nalgas desnudas, mis manos marcándolas, tu cuerpo temblando bajo el mío.
Ella gimió, un sonido suave que resonó en el cuarto, y, para mi sorpresa, sus manos bajaron a sus shorts, lentamente, dejándolos caer al suelo, revelando sus nalgas desnudas, redondas, perfectas, la tanga apenas cubriendo su vello púbico. Se dio una nalgada, el sonido seco se amplificó por las paredes, su piel se enrojeció ligeramente.
—Dany, deberíamos aprovechar antes de que mamá despierte —susurró, dándose otra nalgada, sus nalgas temblaron, sus ojos brillaban con deseo, su carita de princesa estaba sonrojada, pero se notaba audaz.
—Jessy, eres mi maldita obsesión —gruñí —. Quiero tocarte, hacerte mía aquí mismo.
Ella se inclinó hacia adelante, apoyándose en la lavadora, sus nalgas quedaron elevadas, la tanga lucía deliciosa, los pliegues de su vagina apenas visibles estaban húmedos, invitándome.
—Daniel, no sé si estoy loca, pero me gusta cómo me miras —dijo, su voz temblando, dándose otra nalgada, el sonido hizo eco.
Mi mano acarició su espalda, bajando lentamente, rozando la curva de sus nalgas, su piel cálida y suave me hizo estremecer.
—Jessica, quiero hacerte gemir mi nombre —susurré, mi dedo rozó el borde de su tanga, tentado a deslizarlo más abajo, a sentir su humedad.
—Dany, no deberíamos —jadeó, pero sus nalgas se arquearon hacia mí, el calor de su cuerpo me envolvió.
No pude contenerme más. Mis manos, temblando, bajaron su tanga, deslizándola hasta la mitad de sus muslos, revelando sus nalgas perfectas, redondas, reluciendo bajo la luz tenue del foco parpadeante. Ella abrió ligeramente las piernas, el movimiento fue deliberado, invitándome a ver los pliegues de su panocha, rosados, brillando con una humedad que no era sudor, su vello púbico en forma de corazón era un detalle que me enloquecía. Me incliné, mi rostro se acercó a sus nalgas, el aroma de su sexo, era penetrante, exquisito, envolviéndome como un veneno dulce.
—Dany, espera —susurró Jessica, girando hacia mí, sus ojos estaban nublados por el deseo—. Quiero decirte algo… soy virgen. Espero que no te moleste, porque quiero que seas el primero.
Sus palabras fueron un relámpago, encendiendo un fuego depravado en mi pecho, mi obsesión se transformó en una urgencia que no podía controlar.
—Jessica, eso solo hace que te desee más —musité, mientras me inclinaba más, mi lengua tocaba sus pliegues, saboreando su humedad, dulce, cálida, mientras mis manos acariciaban sus nalgas, apretándolas, la carne firme cedía bajo mis dedos. Hundí mi cabeza entre sus nalgas, lamiendo con una voracidad que me consumía, sus gemidos rebotaban en el cuarto, —¡Daniel, Dios, ¡qué rico! —jadeó, sus manos quitaron su camiseta, dejándola caer al suelo, sus senos rebotaron en el aire libre, sus pezones rosados endurecidos, brillaban con sudor.
Se apoyó en la lavadora, sus pechos se aplastaban contra la tapa fría, sus pezones rozaban el metal, arrancándole gemidos que eran puro fuego.
—Sigue, Dany, no pares —suplicó, sus nalgas temblaban bajo mis manos, sus jugos goteaban por sus muslos. Estuve así un buen rato, mi lengua exploró sus pliegues, mis dedos apretaron sus nalgas, mi rostro hundido en su calor, el aroma de su sexo intoxicándome, mi pene pulsaba, al borde de estallar.
De repente, Jessica se giró, su carita de princesa estaba sonrojada, sus ojos se mostraban llenos de lujuria. Subió su pierna derecha a mi hombro, luego la izquierda, sus muslos tonificados me apretaron, jalándome hacia su vagina, jugosa, deseosa, los pliegues abiertos relucían bajo la luz.
—Sé que me has deseado por años, Daniel —confesó, su voz era invadida por sus gemidos, sus nalgas temblaban contra la lavadora—. Yo también lo he hecho. Me encantaba abrazarte con mis piernas, sentir mi vagina rozar tu vergota, aunque fingiera que no pasaba nada.
Sus palabras me encendieron, mi lengua lamió con más furia, mis manos acariciaban sus nalgas, apretándolas, marcándolas con mis dedos.
—Jessica, siempre has sido mi obsesión —gemí, mi rostro permanecía hundido en su sexo, saboreando su humedad, sus gemidos eran intensos, sin importarle quién pudiera escuchar—. Quiero hacerte mía, que grites mi nombre.
Ella jadeó, sus piernas me apretaron más, sus senos rebotaban, sus manos se enredaban en mi cabello, guiándome. —Dany, me vuelves loca —gimió, su cuerpo temblaba, sus nalgas arqueaban, sus jugos goteaban por mi barbilla.
Me levanté, mi respiración era agitada. Mis labios encontraron sus pechos, chupándolos con una voracidad que no podía controlar, mi lengua mojaba sus pezones, saboreando su piel cálida, ligeramente salada por el sudor. Ella, con sus manos, presionaba mi cabeza contra sus senos, guiándome, —Daniel, eres increíble, te deseo tanto —gimió, sus pechos rebotaban contra mi rostro, sus nalgas temblaban mientras se apoyaba en la lavadora, la tapa fría rozaba su piel.
Mis manos recorrieron sus muslos, tonificados, suaves, levantándolos con cuidado, sus piernas se abrieron y retiré su tanga, sus labios vaginales me llamaban. Acomodé mi cuerpo contra el suyo y bajé mi pantalón, mi erección rozó su entrada, el calor de su sexo se sentía en mi pelvis. Sin previo aviso, la penetré con una sola embestida, mi pene se deslizó en su interior, sus paredes apretadas me envolvían, arrancándole un grito que resonó en el cuarto.
Mordió mi hombro derecho, sus dientes se clavaron en mi piel, un dolor dulce que avivó mi deseo. Seguí moviéndome, entrando y saliendo, mis manos apretaban sus nalgas, sintiendo la carne firme ceder, mi pene estaba empapado de sus jugos, con un leve rastro de sangre que confirmaba su confesión de virginidad, un detalle que me convirtió en un animal poseído por la lujuria.
—Jessica, eres mía —asumí, mis embestidas fueron más profundas —Siempre soñé con esto, con sentirte así.
—Dany, no pares —jadeó, sus manos se enredaron en mi cabello, sus piernas me apretaban, sus nalgas se contraían para recibirme más profundamente. —Siempre quise que fueras el primero, Daniel, desde aquellos abrazos.
El recuerdo de sus piernas rodeando mi torso años atrás, su vagina rozando mi erección, avivó el fuego en mi pecho. Mis manos apretaron sus nalgas, mis dedos marcando su piel, mientras mi lengua volvía a sus pechos, lamiendo sus pezones, saboreando su sudor. —Jessica, esos abrazos me volvían loco —confesé, mi voz temblaba, mis embestidas eran acompañadas de sus gemidos—. Sentía tu cuerpo, tu calor, y me moría por hacerte mía.
Ella gimió más fuerte, sus manos arañaron mi espalda, sus nalgas temblaban con cada movimiento, sus jugos goteaban por sus muslos, empapándome. —Daniel, me hacías mojarme cada vez que te abrazaba —susurró, su carita de princesa sonrojada, sus ojos brillaban con lujuria—. Quiero que me hagas tuya siempre.
El cuarto se llenó del sonido de nuestros cuerpos, el choque de su piel contra la mía, sus gemidos resonando, la lavadora vibrando como un eco de nuestra pasión. Mis manos recorrieron sus muslos, levantándolos más.
—Jessica, no voy a parar —gemí, mi verga se deslizaba de manera increíble dentro de ella, mi lengua saboreaba sus senos, su sabor era intoxicante. Pero de repente, un ruido en la casa, un crujido, nos hizo detenernos un poco. —Mamá podría despertar —susurró.
—Jessica, no quiero que esto termine —supliqué, mi erección seguía firme dentro de ella, mi corazón latía con fuerza, el sabor de su sexo aún se mantenía en mi lengua.
Ella volvió a moverse frenéticamente y jadeó, sus piernas se abrían más, sus pechos rebotaron nuevamente, sus manos se sostenían en mi cabello, guiándome hacia su cuerpo. —Daniel, me fascina, no sabes cómo me masturbaba pensando en ti —confesó, con sus ojos brillando de lujuria—. El día del sismo, llené tu camisa con mis jugos, dime que soy tu niña.
—Eres mi niña, Jessica, siempre lo has sido —grité, mientras ella presionaba mi cabeza contra sus senos, gimiendo, —Sigue, Más, papi, no pares, no pares, Aaah, me encanta.
De repente, tomó un tubo de ensayo de una caja en el cuarto, un objeto de su trabajo en el laboratorio, y lo rozó contra sus labios carnosos, su mirada traviesa fija en mí. —Papi, mételo en mi ano —susurró, mientras me veía coquetamente con su carita de princesa sonrojada.
—¿Y si se rompe? —gruñí, mi mano acariciaba su cintura, rozando la curva de sus nalgas.
—No se romperá, hazlo —gimió, mientras me entregaba el tubo y bajaba sus manos a sus nalgas, abriéndolas.
Yo jugué con el tubo de ensayo y lo metí lentamente por aquel orificio que lo deseaba, ella tenía su mirada cargada de deseo y comenzó a besarme apasionadamente, yo dejé el tubo dentro de su ano y lo abrazó con aquellas arrugas, mientras gemía.
Jessica estaba atrapada entre mi cuerpo y unos centímetros de la lavadora. Su respiración temblorosa chocaba con mis labios, y en sus ojos había un brillo que mezclaba deseo y travesura. Cada movimiento nos arrancaba un gemido compartido, un sonido que parecía retumbar más fuerte que cualquier electrodoméstico del cuarto.
—No sabes cuánto te he deseado así… —susurré, rozando su oído con mi voz.
—Entonces no pares… —me respondió, con un jadeo que me hizo estremecer.
Sus uñas se deslizaron por mi espalda, dejando un rastro de calor, mientras su risa nerviosa se mezclaba con pequeños gemidos que intentaba contener.
—Mírame… —le dije, sosteniéndola con fuerza.
Cuando abrió los ojos, jadeante, le robé un beso que terminó en una mordida suave en su labio.
—Te encanta hacerme esto… ¿verdad? —le murmuré, sintiendo cómo se aferraba más a mí.
—Sí… me vuelves loca… —contestó, arqueando la espalda y soltando un suspiro que parecía un grito ahogado.
El cuarto de lavado se llenó de nuestro propio ritmo. Su cabello se pegaba a su cuello húmedo y cada estremecimiento suyo era un golpe directo a mi autocontrol.
—No pares… —pidió de nuevo, con voz temblorosa, como si supiera que yo estaba tan perdido como ella.
—Ni aunque quisiera… —le respondí, besando su cuello y sintiendo su pulso desbocado bajo mis labios.
De pronto, su cuerpo se estremeció por completo contra el mío, y soltó un gemido que intentó ahogar mordiendo mi hombro. Su respiración era un torbellino caliente en mi oído. La abracé con fuerza, disfrutando de su temblor y del silencio que vino después, roto solo por nuestros jadeos.
De repente ella comenzó a pedirlo con urgencia, su voz quebraba entre gemidos que incendiaban el aire alrededor nuestro.
—Lléname… no te detengas… termina dentro de mí —susurraba, aferrándose con fuerza mientras el deseo en sus ojos se hacía inmenso.
No pude contenerme más. Sentí cómo ella se entregaba por completo, y al dejarme llevar, la sensación de llenar cada espacio se volvió un fuego ardiente que nos envolvía. El sudor nos cubría, mezclándose con el calor que emanaba de nuestros cuerpos moviéndose al unísono, una pasión tan intensa que parecía que todo alrededor se desvanecía, llené su panocha con chorros de semen, tan caliente que sus paredes parecían ser cubiertas por una especie de crema pastelera.
Cuando finalmente me aparté, su respiración era agitada, pero sin perder ni una pizca de ese fuego en su mirada. Sin dudarlo, se agachó hacia mí con un gesto lleno de desafío y ternura, buscando con sus labios mi verga. Su boca, cálida y húmeda, la engulló sin prisa, tragando cada vestigio de ese momento que compartimos, como si quisiera hacer suyo hasta el último rastro de mí.
Al levantar la vista, nuestros ojos se encontraron, y sin decir palabra, volvimos a fundirnos en un beso profundo, cargado de deseo y complicidad. Y al mismo tiempo saqué el tubo de ensayo de su ano y metí un dedo.
Cada roce, cada suspiro, cada caricia en esa intimidad improvisada en el cuarto de lavado era un lenguaje silencioso que solo nosotros entendíamos, una danza privada de fuego y piel, donde el tiempo parecía detenerse para darnos ese instante eterno.
Me agaché lentamente, mis dedos palparon el suelo hasta encontrar aquella tanga diminuta que yacía ahí, olvidada por el ritmo de nuestra pasión. La levanté con cuidado, acercándola a mi nariz y aspiré profundamente, como si quisiera empaparme de su esencia, de ese aroma sutil y único que solo ella podía regalarme.
Ella me miró con una sonrisa traviesa, la luz tenue del cuarto se reflejaba en el brillo de sus ojos. —Es tuya —me susurró con voz suave y desafiante, dejándome sin aliento.
Guardamos silencio mientras nos vestíamos apresuradamente, cada movimiento cargado de la urgencia de no ser descubiertos. Susurramos pequeñas advertencias y risas contenidas al compás de nuestros gestos cómplices, asegurándonos de que su mamá aún siguiera dormida.
Con la tanga en la mano, salí de su casa con el corazón acelerado, la adrenalina recorriéndome la espalda. Pero antes de cruzar la puerta, me detuve, giré lentamente hacia ella y le robé otro beso intenso, un beso que prometía más encuentros, más secretos compartidos.
Sus labios se presionaron contra los míos con esa mezcla de dulzura y fuego que me dejaba sin palabras. Nos miramos una última vez, cómplices y rendidos a ese juego.
Así, con el eco del aroma de su sexo en mis manos y la certeza de que aquello era solo el comienzo, me alejé en la noche, llevando conmigo más que una simple prenda: un pedazo de ella, de ese instante que ardería en mi memoria mucho después de haber cerrado la puerta.
Más tarde esa noche, mi teléfono vibró con un mensaje de WhatsApp. Era Jessica. Mi corazón dio un vuelco al ver su nombre, y abrí el chat con las manos temblando, mi respiración agitándose.
—Dany, esto es para ti —escribió, seguido de un emoji de guiño, y un video que hizo que mi pulso se acelerara.
Toqué la pantalla, y la imagen de Jessica en la ducha apareció, su cuerpo reluciendo con agua, recorriendo su espalda y sus nalgas redondas, sus senos brillando bajo la luz del baño. Sostenía el tubo de ensayo, y lo lamió, para posteriormente introducirlo por su panoche para comenzar a masturbarse.
—Daniel —gimió en el video, su voz era ardiente, con su carita de princesa sonrojada, sus nalgas meneándose ligeramente mientras el agua caía en cascada por su cuerpo.
Los sonidos que escapaban de ella se fueron haciendo más profundos, llenos de emoción, hasta que tuvo otro orgasmo pensando en mí.
Esa imagen, esos gemidos, fueron más que un simple mensaje. Era un recordatorio de la conexión que siempre ha existido entre nosotros, de ese fuego que no se apagara, de la amistad que se vuelve algo más cada vez que nos encontramos.
Así es como Jessica y yo, después de 8 años seguimos, entre secretos, encuentros furtivos y mensajes que avivan la llama. Siempre sabiendo que, aunque el mundo siga su curso, nosotros tenemos ese espacio nuestro, un refugio donde la pasión y la complicidad nunca mueren.
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Muy buen relato