Aún no puedo sacar a Cintia de mi cabeza. Su recuerdo me persigue y todos los días estoy seguro de que las ganas me vencerán y regresaré corriendo a buscarla.
Esto empezó hace un año. A finales de octubre del año pasado, regresé al pueblo en el que crecí. Mientras el camión se acercaba a mi destino, vi como esos extensos campos, apagados y abandonados, se iban convirtiendo en una ciudad pequeña y fría. Probablemente ya no existirían las calles en las que me escabullí con mis primeras parejas y quizá hasta hubieran derribado la casa en la que viví de niño. Traté de no estar nostálgico: iría a la universidad a dar una conferencia, como era el plan, e intentaría reencontrarme con alguna amistad perdida, entre las redes o caminando de bar en bar. Si encontraba soltera a alguno de mis viejos amores, podría considerar quedarme unos días, hospedado en el hotel y masticando mis recuerdos.
Cuando bajé del camión y estaba por tomar el taxi hacia mi alojamiento, se me acercó corriendo con furia un viejo vagabundo. En su boca gritona se veía que le faltaban dos dientes, su pelo canoso estaba enmarañado y su piel tenía lo que parecía ser una costra de suciedad de años.
—¡Cuídate de la mujer del cornudo! —me gritó. Entonces reconocí su voz.
—¡Martín Martínez! —le dije, intentando que la alegría de mis gestos me hiciera sentir un poco de compasión por él. —¿Se acuerda de mí? Soy Alberto.
Martín Martínez tenía poco más de treinta años cuando yo me fui; ahora, pese a lo envejecido que se veía, debía de estar en los cuarenta. Cuando lo conocí, era un guitarrista sin trabajo, pero muy gracioso, que andaba de plaza en plaza cantando huapangos, ligándose a las incautas y embaucando a los turistas. Los estudiantes sentíamos por él una mezcla de camaradería y envidia. Decíamos “ya te cayó la martina”, cuando algo nos salía bien sin ningún esfuerzo. Era triste ver cómo había acabado.
—¡Cuídate de la mujer del cornudo patas-de-cabra! ¡Cuídate de las malditas brujas! ¡Cuídate, porque saben muy bien lo que andas buscando!
“¡Ay, mi pueblo!”, pensé. ¿Cuántas historias había escuchado de niño sobre mujeres adúlteras que dejan durmiendo o borrachos a sus maridos, vuelan por la ventana como bolas de fuego y salen a cazar hombres calenturientos? “¡Ay, mi pueblo, tan viejito y tan misógino, siempre pensando en brujas!”. Por puro reflejo, pensé en esos libros que explican que la figura de la bruja nació en Europa, cuando el capitalismo empezó a… ¿pero qué le importaba todo eso al bueno de Martín Martínez? Le dejé algo de dinero en un saquito que llevaba al cuello, y fui a tomar mi taxi.
Antes de salir para la universidad, me bañé, tratando de quitar de mi persona las señales del viaje y del cansancio. Viéndome al espejo, me pareció que las canas que empezaban a verse en mi barba me daban un poquito de autoridad; y la autoridad no está demás para las conferencias y para los reencuentros. Ya en la sala de piedra, reverberante y tosca, hable de mi tema frente a una veintena de personas más o menos interesadas. Una o dos manos arriba: un chico me preguntó algo sobre mis investigaciones y una profesora mayor se tardó mucho en agradecer por la conferencia.
Finalmente, la tercera mano. Era una chica de la primera fila. Tenía unos veinticinco años. Su piel era perlada y pecosa. Sus lentes grandes se sostenían en una nariz delgada, terminada en una bolita encantadora, como un alfiler; detrás de los lentes, se veían unos ojos rasgados y soñolientos. En las orejas bailaban unos aretes de atrapasueños.
Hablaba con toda la calma del mundo, desde unos labios estrechos y sonrosados. El cabello, castaño y lacio, le caía por las clavículas y se curvaba un centímetro arriba del nacimiento de sus pechos. Usaba una ombliguera de color vino, y los bordes del cuello tenían una especie de encaje. El escote mostraba la línea intermedia, muy apretada, de dos pechos turgentes, que contrastaban mucho con su espalda delicada y breve. Debajo, usaba una falda larga, que titilaba entre el morado y el negro.
Me hizo tres preguntas seguidas, cortas y filosas, que me hicieron pensar que mi trabajo tenía algún sentido: que era escuchado y respondido. Las contesté con el interés de quien ha encontrado un colega, una persona con la que podría trabajar en el futuro cercano. Mientras lo hacía, clavé la mirada en sus ojos, en buena parte porque una distracción momentánea me podría haber llevado a ver sus pechos directamente. Ella sonreía y me sostenía la mirada retadoramente.
El moderador despidió al público y la gente empezó a irse. La chica se acercó a la mesa y me siguió haciendo preguntas, discutiendo términos, planteando problemas. Miraba al techo cuando exclamaba algo, llena de emoción, meciendo de atrás hacia adelante una carpeta de documentos que llevaba en sus brazos, y que le ayudaba a taparse el pecho.
Cuando me hicieron un gesto de que había que desalojar la sala, le agradecí su interés y su presencia, usando un todo de despedida. Ella se desentendió de eso, y me acompañó afuera de la sala y de la universidad. El aire frío y los tonos azules anunciaban las seis de la tarde. Se prendían los primeros faroles: la noche en mi pueblo no es como ninguna otra noche que conozca.
—¡Ay, yo aquí y usted seguro se tiene que ir a hacer algo más importante!
—Esta investigación… —le contesté yo con aplomo y con orgullo. —Este trabajo es mi vida. No tengo algo más importante.
—¡Vaya! Qué diálogo más respetable y triste —dijo ella, y se rio. Luego, un poco apenada de su risa, me dijo: —Disculpe, no debí decir nada.
Me pareció un buen chiste y, después de desconcertarme un momento, también me reí.
—Quiero decir que no me quitas tiempo —aclaré.
—¿Y le molestaría que le quitara un poco? —me dijo sonriendo. —Creo que le gustaron mis preguntas, así que supongo que tendríamos algunas cosas de las que hablar… si quiere.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, tratando de retrasar un poco mi respuesta. Sinceramente, me intimidaba un poco la presencia de una chica tan hermosa.
—Cintia —me dijo y; cómo sonreí de inmediato, me preguntó: —¿Le parece gracioso mi nombre?
—No, no… sólo que es un nombre que los antiguos usaban…
—Para la luna, sí —me dijo, sonriendo y asintiendo con la cabeza. Después, guiñándome el ojo agregó: —No es el primero que intenta ligarme con esa.
Debo haberme ruborizado mucho, porque se carcajeó.
—Tranquilo, hombre, es broma. O no. La noche es joven y la luna está linda.
Ya no necesité responderle nada: empezamos a caminar, hablando animadamente. Entramos a un bar estrecho y acogedor. Cuando nos trajeron dos tarritos de mezcal a la mesa, le confesé:
—Yo solía vivir en este pueblo… entonces era un pueblo. Venía a este bar cuando era joven.
—Eres joven —me dijo Cintia, sonriéndome como si hubiera dicho una tontería. Me alegré de que empezara a tutearme.
En algún momento, cuando me levanté a pagar, ella me dijo “¡espera!” e hizo ademán de sacar algo de su carpeta. Mientras yo me estaba preguntando qué sería, ella me tomó del brazo a toda velocidad y me besó. Fue un beso largo y profundo, que duró hasta que nos pidieron que nos quitáramos del paso.
Al salir del bar, nos cubría el cielo negro de las ocho de la oche. La una brillaba intensamente y se reflejaba en la piel perlada de Cintia: en sus mejillas, en sus hombros delicados, y en la línea compacta de sus pechos. Los estudiantes y los juerguistas tomaban las calles, y una multitud pasó entre Cintia y yo. La perdí de vista un momento. Cuando nos reencontramos, corrió hacia mí con pasitos acelerados y se tomó mi mano
—¡Si me suelta, a lo mejor desaparezco! —me dijo entre risas.
Me sentía extrañamente a gusto. Cintia me hacía sentir que volvía a ser joven.
—Los viernes en este lugar son justo como los recordaba. Están llenos de vida —le dije, tomando su mano con la mayor ternura.
—Los viernes son buenos días: dos por uno en muchas cosas, y mis compañeras de cuarto no están en casa —me dijo, y volvió a guiñarme el ojo.
¿Han experimentado esa sensación en la que la ternura se convierte de golpe en excitación, y que causa una mezcla de alegría inesperada y un poco de culpa por la linda y tenue emoción que vamos ensuciando con la lujuria? Desde allí todo fue cuesta abajo.
Cintia me contó que vivía con dos viejas amigas, todas alumnas de maestría, en una casita a las afueras, más en el campo que en la ciudad. Tomamos un pesero que nos dejó a la mitad de la nada. Caminamos unos cinco minutos sobre la carretera, hasta que Cintia me dijo.
—¿Ya te arrepentiste?
Le dije que no, “claro que no”, pero inmediatamente voltee a ver a mi lado: nada. Cerros a lo lejos; debajo de nosotros, una pendiente y el lecho de lo que debió ser un río. A decir verdad, era un poco preocupante: jamás había estado en ese lugar y probablemente ya no había transporte de regreso a esas horas.
—¿Por qué vives aquí? ¿No es peligroso? Si estudias en la universidad, ¿no sería más fácil que rentaras algo cercano?
—Ay, los citadinos. Esto es cercano —me dijo. Me sentí tonto por preguntar. —Además, vivir alejada tiene un par de beneficios.
Me besó, haciendo que olvidara todos los problemas. Se abrazó a mi cintura con fuerza, presionando contra mí sus pechos. Me besó hasta excitarme, llevó la mano a mi pantalón, reconoció la forma de mi miembro y empezó a acariciarlo de arriba a abajo.
—Me gusta el tamaño, pero seguro puede crecer más —me dijo. —¿Se te ocurre cómo?
Volteo a ambos lados, como viendo si algún auto estaba acercándose —a esa hora, con ese silencio seguro lo habríamos notado ya. Entonces se llevó las manos a la espalda, subió la parte de atrás de su blusa y se desabrochó el sostén. Caminó hasta los restos de una barda, con un letrero político despintado, y subió su pierna derecha en un par de tabiques. Así subida, abrió las piernas y me dijo:
—Ven, préstame tu cuello
Se tomó de mí y llevó mi mano hacia su sexo, debajo de su falda. En el primer roce, reconocí que no llevaba ropa interior. ¿Nunca la llevó o se la había quitado sin que yo lo notara? En la carretera se vieron dos puntos luminosos acercándose. Yo quise sacar la mano, asustado de que nos vieran.
—No —me dijo Cintia, volviéndome a empujar la mano.
Después, soltándome, se alzó la blusa y me dijo.
—Aún tienes una mano y una boca. Esas van en mis pechos.
La primera vez que vi sus pechos en toda su belleza fue cuando los alumbraron los faros del primer coche que pasó. Los sentía pesados sobre la cuenta de mis manos. Mientras levantaba el pecho derecho, podía usar el pulgar para masajear el pezón el círculos, mientras besaba y lengüeteaba de arriba a abajo el pezón izquierdo. Mientras, la otra mano estaba concentrada en masturbarla.
Los pezones de Cintia estaban erguidos, y le daban un acabado anguloso a sus pechos redondos. Eran del mismo color rosa de sus labios, y a ratos mis besos saltaban del pezón a los labios, y viceversa. Los coches pasaban uno cada dos minutos, disminuían su velocidad al reconocer lo que pasaba y luego aceleraban nuevamente. Cuando los escuchaba venir, Cintia gemía. Cuando se iban, me miraba a los ojos, tratando de entender qué pensaba yo, supongo.
—¿Te arrepentiste? —volvió a preguntarme.
—Para nada. Eres grandiosa —le dije. —No recordaba que las chicas de por aquí fueran tan abiertas.
—Si aún no me abres bien —contestó ella, burlándose, tomando mi miembro. —¿Qué tal? ¿Quieres cogerme aquí mismo?
—¡Sí! —le supliqué
—Pfff, qué bestia eres. No, no: mi casa está a dos minutos ya. Tendrás que esperarte un rato —me dijo, y comenzamos a caminar.
La casa era un bloque de color verde chicle, de dos pisos. Una escalera de caracol, que recorría la casa por fuera como una enredadera, llevaba al segundo piso.
—Abajo vive la familia que nos renta —me aclaró Cintia.
Entramos a su casa. Ella se anunció y no le respondió nadie; ella lo festejó y dijo “la casa es nuestra”, lanzándome un beso con la palma de su mano. Los muebles eran de madera pesada; la cocina-comedor tenía una parrilla y un refrigerador viejo. En la sala, un par de libros descansaban sobre el sillón y una caja de pizza cubría una mesa de centro. A su manera, parecía una vida acogedora.
En la sala se quitó la blusa. Sostuvo sus pechos con las manos y me dijo:
—¿Qué adjetivos te gustan para mis pechos?
—Enormes perlas de pezón rosado.
—¡Dos de esos no son adjetivos! —se burló. —Pero es un diálogo lindo. ¿De casualidad alguna vez…?
Mientras me decía esto se llevó un dedo a la boca. Supuse que me estaba preguntando si alguna vez me habían masturbado usando los pechos. Yo le dije que no con la cabeza.
—Muchas nacionalidades se atribuyen esta antigua técnica —me dijo, mientras se arrodillaba frente al sillón y me abría los pantalones. —En casi todas, ha triunfado alguna vez el comunismo. ¿Crees que sea coincidencia?
No sabía si estaba haciendo un chiste o una rutina de seducción. Cuando intentaba contestarle algo ingenioso, sacó mi miembro de mi ropa interior, bajó mi prepucio, distribuyó mi líquido preseminal en todo el glande y me miró a los ojos.
—¿No quieres decir nada? —dijo.
Yo intenté decir algo, pero ella me calló lamiendo de abajo a arriba el tronco de mi pene. Luego, se lo metió a la boca, sólo hasta la mitad, y lo sacó, repitiendo varias veces.
—Eres un poco grande como para que haga algo más —me dijo, tomando una pausa. —Eso de meterlo hasta el fondo no es lo mío.
—Como tú quieras —le dije.
Luego puso el pene entre sus pechos y, antes de apretar, agregó:
—Sí. Las que tenemos pechos como estos, podemos hacer lo que queramos.
Y empezó a masturbarme entre sus pechos. ¿Se refería a que la conquista no le había resultado nada difícil? ¿A que yo había cedido a la primera? ¿A que a ella no le gustaba hacer sexo oral, y sus pechos le facilitaban otras estrategias? No podía pensar. Su técnica era algo que jamás había visto. Hacía botar sus pechos al rededor mío, y sólo muy de tanto en tanto, los cerraba completamente y los hacía correr de arriba a abajo. Cuando se cansaba, golpeaba mi glande contra sus pezones, mirándome fijamente a los ojos.
Pasado un rato, me indicó que me recostara. Se sentó sobre mí, sobre mi pene, y empezó a masturbarlo con su vulva. Se echó sobre mi pecho, me besó y luego se irguió nuevamente. Tomó en pene y lo elevó apuntándolo a su vagina.
—Dime que lo meta —me dijo.
—Por favor, me… —no esperó a que terminara y dio un sentón sobre él.
Parecía que a los dos nos había dolido, así, tan rápido, pero los dos estábamos demasiado excitados para parar. Ella me ponía una mano sobre el pecho y yo veía cómo sus pezones dibujaban círculos en direcciones opuestas. Varias veces intenté erguirme para tocar esos pechos y morder con cariño esos pezones, pero Cintia no me lo permitió.
Después de un rato me dijo:
—¡Uff, estoy cansada! —y se levantó, sacándose el pene. —Vamos a mi cuarto, aquí vamos a hacer un desastre. Y tú estás arriba, ¿eh?
Es verdad: estábamos haciendo un desastre. Cuando fuimos a su cuarto, alcancé a ver que la humedad del sexo había manchado el sillón.
El cuarto de Cintia se mantenía oscuro. Cuando llegamos, ella prendió a tientas seis velas de olor lavanda, de un color púrpura oscuro. Me preguntó si me gustaba el olor y le dije que sí.
—Ahora te recordará a mí —me dijo. Y era cierto.
Yo ya estaba sin pantalones cuando ella se recostó en la cama, sólo con la falda puesta. Apenas podía distinguirla por un rayo de luna que se colaba por la ventana y que daba en la punta de su nariz y en la circunferencia de sus pechos. En una la mesa de noche, un reloj digital de números muy rojos daba las 2:00 am.
Me puse sobre ella, y apunté a su vagina, listo para seguir el encuentro.
—Espera, antes tengo algo que preguntarte. ¿Te molestaría saber que soy casada?
—Casada… pero… ¿por qué no me lo dijiste antes?
—¿Qué ya no me quieres coger? —dijo ella, haciendo una carita triste e infantil.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no me lo había dicho? ¿Y por qué una persona casada viviría con dos amigas universitarias? Mientras pensaba eso, Cintia trenzó sus piernas por detrás de mi espalda y se empujó contra mí. No pude resistirme y la penetré.
Tenía las dos manos alrededor de su cabeza, y arqueaba mi cadera para entrar de la forma que me sintiera más. Mientras, veía como sus pechos botaban al ritmo de mis embestidas, o buscaba su mirada. Pero ella tenía los ojos cerrados, como para concentrarse en el momento.
Así estuvimos largo tiempo. Me asombró un poco no cansarme y miré al reloj. Me pareció extraño: 2 am aún. Debía de estar descompuesto. Entonces algo se movió detrás mío; se escuchó como el tintineo de un cinturón. Volteé a ver y reconocí una figura, una sombra casi. Cuando Cintia sintió que me iba a salir de ella, para ver qué era esa sombra, se trenzó a mi espalda otra vez.
—Tranquilo. Mírame —me dijo Cintia, tomando mi barbilla con mucha firmeza. —Es mi marido. Sólo quiere vernos.
Sentí que debía detenerme. No me gustaba el rumbo que iba tomando aquello. Pero Cintia era hermosa. Ahora la luna daba de lleno en sus pechos, y hacía que el movimiento de mis embestidas los sacara de la luz, y volviera a iluminarlos. Ella había empezado a respirar pesadamente. Su pecho silbaba, y poco a poco empezaba a gemir. Me sentí muy bien de estarla satisfaciendo y procuré ignorar lo demás.
—Ay, Alberto. Sí eres joven… ay, te sientes tan joven adentro mío —me dijo Cintia. El diálogo era muy extraño, pero por alguna razón me excitó. Me hizo volver a su cuello y besárselo con una pasión húmeda, yendo a su oreja a sus clavículas.
Desde que me dijo eso, intenté que las penetraciones fueran más lentas y más pesadas, más profundas. Me restregaba un poco, para que sintiera nuestro ritmo en su clítoris.
—Ay, coges muy rico. Deberías ser joven siempre, siempre, siempre. ¿Eso te gustaría? —me repitió Cintia, sin que yo tuviera la menor idea de por qué estaba diciendo eso.
El esposo se me acercó y me puso la mano en el hombro. Un escalofrío corrió por mi espalda. Podía escuchar como se masturbaba detrás de mí. Sentí que me estaba pidiendo que siguiera, que me cogiera más rápido a Cintia… a su esposa. Y yo, sin saber muy bien por qué, aceleré el ritmo. Puse un codo sobre la cama y me agaché a besar los hermosos pechos de Cintia.
—Vamos, acábame. Acábame adentro. O no, no. Mejor mis pechos. Sé que te gustaron mis pechos. Sal y acábame en los pechos. ¿Eso te gustaría?
Cintia repitió varias veces más “¿eso te gustaría?”, como si tratara de convencerme. Yo estaba como en transe, y no podía contestarle, aunque quería. Pero ella lo repetía, y parecía excitarse más con cada vez.
Finalmente, Cintia tuvo un orgasmo y en ese momento salí corriendo. Tiré la caja de pizza sin querer; abrí la puerta y no la cerré; bajé a tropezones por la escalera de caracol. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué me había asustado tanto? Ya considerándolo racionalmente, incluso si el marido hubiera querido hacer algo conmigo… no es que yo quisiera, pero… Cintia era la mujer más hermosa que había conocido… ¿no valía la pena?
Cuando me alejaba, volví la vista, preocupando de que alguien me siguiera. Cuando volví a ver la casa, algo me pareció raro. Empecé a correr en diagonal, queriendo ver el costado de la casa y desmentir lo que me decían mis ojos. Cuando estuve a una cierta distancia volví a ver atrás y sentí mi corazón caer a mi estómago: de la casa sólo quedaba la fachada y el cuadrado que definía la planta. Las paredes se habían caído hace mucho. La escalera de caracol, por la que yo subí y bajé, seguía en pie, pero no llevaba a ningún lado.
Corrí horas de regreso, escapando entre la maleza y sobre la carretera, deseando con toda el alma que pasara un taxi. No pasó ni siquiera un coche. Regresé al hotel a las 5 am., sudando frío y jurando nunca volver a ese lugar.
Intenté olvidar, pero no pude volver a la ciudad. Pensar en Cintia me hace quedarme aquí. Busqué cualquier trabajo: dos, tres trabajos. Lo importante es no pensar. El dinero, por alguna razón, ya no me alcanza casi para nada. Durante este año, las canas se han apoderado de mi barba por completo. La espalda me duele casi todo el tiempo y por las noches siento castañear los dientes.
No he vuelvo a ver a Cintia, pero ayer se me heló la sangre cuando escuché a la estudiantina cantar:
A la bruja me encontré
por el aire iba volando.
Me dijo «¿quién es usted?»;
«soy cantador de huapango».
Me agarra la bruja,
me lleva al cerrito,
me vuelve maceta
y un calabacito…
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Perfecto, gracias estaré atento a las salidas de tus nuevos relatos. Saludos
Aquí está ya: https://www.cuentorelatos.com/archivos/relato/la-bruja-2-la-noche-en-el-cerro/
Te juro que es un relato un tanto ficticio y a la vez novelesco que te lleva y te adentra en sus escenas más vividas y un poco elocuentes, a tal punto que sin imaginarlo si quiera te desprende y das un vuelco total a la historia errante de una ficción o mera realidad. Agradecería más de esta historia. Saludos
Qué tal, Wisinuy. Muchas gracias por el comentario, me alegra que te gustara el estilo y la vuelta de tuerca del final. No tenía pensado escribir más de esta historia (en este momento estoy publicando la serie de cuatro partes “Nosotras cuatro contigo”, que quizá no es para todos los gustos); pero, si te interesa este tema, puedo narrar la historia de Martín Martínez con la bruja. Intentaré enviarla para que se publique el día 31 de octubre; o 1-2 de noviembre. A ver si puedes buscarla esos días.