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Escúchalo narrado por su autora
Relato
Algo cambió la noche que conocí a Paco. Hasta aquella noche, mi vida había sido un mosaico de decisiones impulsivas y deseos inconfesables, pero nada me había preparado para el torbellino que supuso conocer a Paco. Es propietario de un bar de copas con terraza de verano. Su reservado, un rincón discreto y cómplice, fue el escenario de mi caída.
Las circunstancias me empujaron a un encuentro que no busqué pero que tampoco evité. Paco, con su mirada afilada y su sonrisa de lobo, tenía una obsesión: mi culo. Aquella primera noche, en la intimidad del reservado, me dio por el culo con una furia animal, un frenesí que me dejó exhausta y, para mi sorpresa, profundamente satisfecha. Mientras me recomponía, con el cuerpo todavía temblando, él me miró con aire triunfal y soltó una profecía: “Volverás más pronto que tarde”. Me reí por dentro, pensando que era un fanfarrón, un tipo engreído que se creía el rey del mundo. Pero el muy cabrón sabía de qué hablaba.
Dos noches después, regresé como si una fuerza invisible tirara de mí. Eran las dos de la madrugada y el bar estaba a reventar. Me acerqué a la barra, pedí un combinado y esperé, con el corazón pugnando por salirse del pecho. No tardó en verme. Su sonrisa, esa mezcla de burla y deseo, me atravesó.
—¿Has vuelto a por más? —preguntó, acercándose. Asentí tímidamente, y ese gesto fue mi sentencia. Me tomó del brazo con una autoridad que no admitía réplica y me llevó al reservado, como quien lleva a una presa a su guarida.
Allí, con la solemnidad de un juez dictando un veredicto, me exigió algo que me heló la sangre: no bastaba con haber regresado, tenía que suplicarle. “Pídeme que te dé por el culo”, dijo, con una voz que cortaba como un cuchillo. Vacilé, atrapada entre la humillación y el deseo que me quemaba por dentro. Sabía que ceder me convertiría en su zorra. Y aun así lo hice. Susurré las palabras, agachando la cabeza en un gesto de sumisión que selló mi destino.
Me ordenó desnudarme y ponerme a cuatro patas, no en el sofá mullido del reservado, sino en el suelo frío y duro. Entendí que era una prueba, una demostración de poder. Obedecí, y él se colocó detrás de mí, sus manos firmes, su presencia avasalladora. Me sodomizó con una intensidad que me arrancó jadeos y gritos desesperados, sus movimientos brutales pero precisos, hasta que el sonido de su cuerpo contra el mío llenó el aire.
—Esto es solo un aperitivo —gruñó mientras se detenía, dejándome al borde del abismo, con el orgasmo a punto de estallar—. Quiero encontrarte desnuda y en esta postura cuando vuelva. —Se marchó dejándome sola y frustrada, y busqué alivio con la mano en el clítoris.
Esperé más de una hora, atrapada en un torbellino de ansiedad y deseo. Llegué a plantearme huir, abandonar aquel juego enfermizo y no volver jamás. Pero entonces escuché pasos en el pasillo. No sabía si era Paco, pero me puse a cuatro por si acaso. Era él y volvió a encularme en idénticas circunstancias, jugando conmigo, probando mi resistencia y voluntad. Cada encuentro era un desafío, una danza de poder y sumisión que duró hasta las seis de la madrugada, cuando el bar cerró y él, por fin, se quedó. Me poseyó entonces sin pausas, alternando entre el coño y el culo con una intensidad que me dejó sin fuerzas, y con una sonrisa que no podía disimular. Había merecido la pena.
Salí de allí exhausta, satisfecha, pero con una sombra de duda en el pecho. Paco había impuesto sus reglas: cada vez que regresara, debía suplicarle al oído, llegar a la misma hora y someterme al mismo ritual. Era humillante, pero nadie, ni mi novio, ni mis amantes, ni siquiera mi hermano en esos encuentros furtivos, me había hecho sentir lo que él. A mis 22 años, Paco, con el doble de mi edad, con su experiencia y su autoridad, tenía un magnetismo que me atrapaba, un morbo que me hacía volver. Y volví, siete veces en dos semanas, cada una más intensa y adictiva.
Pero algo cambió hace dos noches. Tras una sesión de sexo que me dejó temblando, Paco me citó para el día siguiente a las cinco de la tarde. Me sorprendió, porque el bar estaría cerrado, y entendí que solo lo tendría para mí. Llegué puntual y golpeé la puerta con el puño, el corazón en la garganta. Él abrió, me tomó del brazo y me llevó al reservado con una urgencia que me hizo sonreír. Me desnudé sin que me lo pidiera y me puse a cuatro patas sobre el sofá, ansiosa por sentirlo. Pero entonces, golpes en la puerta del local rompieron el momento, y Paco salió disparado sin dar explicaciones. Cuando regresó apenas un par de minutos después, su rostro había cambiado. La sonrisa socarrona había desaparecido, reemplazada por una seriedad que me puso en guardia.
—Esta tarde tengo otros planes para ti —dijo, y su tono me hizo estremecer—. El futuro depende de lo que decidas.
Me cubrí los pechos instintivamente, encogida en el sofá, como si de repente mi desnudez me avergonzara. No dije nada, esperando a que se explicara.
—Tengo dos socios y les he hablado de ti —continuó, clavándome la mirada—. Especialmente de tu culo, de cómo te gusta que te lo jodan. Están obsesionados con probarlo, y han venido por eso. Están esperando en el bar.
El mundo se detuvo. Sus palabras eran un mazazo, una bofetada de realidad.
—Una cosa es aceptar tus manías y caprichos —dije, poniéndome la ropa interior con dedos temblorosos—, y otra que me tomes por una puta.
Pero él me detuvo, tirando de mi brazo, obligándome a sentarme a su lado. Su mano tomó mi rostro, forzándome a mirarlo.
—Tú eres quien viene a mí —dijo, con una frialdad que me heló—. Tú eres la que viene a suplicarme que te folle, pero puedo tener a quien quiera, una zorra más o menos me da igual. En cierto modo, eres tú quien se aprovecha de mí.
Sus palabras me golpearon como un látigo. Hablaba en serio, y una verdad incómoda se asentó en mi pecho. Perderlo sería perder una parte de mí que no sabía si podría recuperar. Confusa, pregunté si sería solo esa vez. Él asintió. Luego pregunté si él participaría, y negó con la cabeza, afirmando que yo sería un regalo para los otros. Me quedé en silencio, atrapada entre el deseo, la humillación y el miedo a perderlo. El reservado, testigo de mis deseos satisfechos, ahora parecía un tribunal donde mi futuro pendía de un hilo. Finalmente, autoconvencida de que solo sería sexo, acepté con la condición de que usaran condones.
—No te preocupes por eso, pequeña —dijo Paco con una risa ronca que reverberó en el reservado como un eco de mi propia rendición—. Mis socios están acostumbrados a follar con fulanas y siempre los usan. Son casados y no asumen riesgos, tampoco con la identidad. Por eso vendrán con antifaces, por si acaso. También tengo uno para ti, si lo quieres.
Me quedé allí, desnuda y vulnerable, debatiendo en silencio. Pero el deseo, ese fuego que Paco había encendido en mí desde la primera noche, ganó la batalla. Asentí, y él me dio un antifaz negro, suave como la seda del pecado. Me lo coloqué con manos temblorosas, el mundo se redujo a sombras y siluetas, mi rostro oculto tras una máscara que no podía esconder el pulso acelerado de mi corazón. Temblaba como un flan y esperé en silencio con la respiración entrecortada.
No pasó mucho antes de que la puerta se abriera con un chasquido. Paco entró primero, seguido de ellos: dos figuras imponentes envueltas en trajes ejecutivos impecables, el aroma a colonia cara invadiendo el espacio. Llevaban puestos los antifaces y calculé que tendrían unos cuarenta y tantos. Sus cuerpos, al desnudarse, eran sólidos, no perfectos, pero con una virilidad que me erizaba la piel. Sus miembros colgaban pesados, morcillones a media erección, como promesas que provocaron que me mojara sin remedio.
Me devoraban con la mirada, de pies a cabeza, un escrutinio hambriento que me hizo sonrojar bajo el antifaz. ¿Querrían que se las chupara primero? ¿O irían directos al grano, reclamando mi culo como trofeo? La incertidumbre me atenazaba, un nudo de nervios y excitación que me paralizaba.
Paco, siempre el director de esta orquesta perversa, disipó la duda con una orden tajante: “Arrodíllate en el sofá y apoya los antebrazos en el respaldo”. Obedecí al instante, el cuero del sofá crujiendo bajo mi peso, mi culo expuesto como una ofrenda. Uno de ellos se colocó detrás, sus manos firmes forzando mis rodillas a separarse, abriéndome como un libro prohibido, y lo vi de reojo enfundándose el preservativo.
—Veo que no mentías —gruñó dirigiéndose a Paco, su voz grave y satisfecha—. La zorra tiene un culo de infarto. —Y sin más preámbulos, se abrió camino en mi ano con su verga dura y erecta, un empuje lento pero inexorable que me arrancó un quejido leve, los labios entreabiertos en un gemido ahogado.
En ese instante, el otro aprovechó mi boca abierta para meterme su polla desnuda, cálida y pulsante, llenándome hasta la garganta. Me esforzaba por chuparla, la lengua danzando alrededor del glande, succionando con una entrega que era mitad instinto, mitad desesperación por adaptarme. Uno me taladraba por detrás con embestidas rítmicas, el otro me follaba la boca como si fuera su derecho divino. Se jactaban entre risas, alabando mi predisposición, mi sumisión voluntaria. “Mira cómo se entrega la putita”, decían, pero mi cuerpo aún temblaba atenazado por los nervios. Tomé la iniciativa, moviendo las caderas para acoger mejor al de atrás, succionando con más fuerza al de delante, un baile frenético para domar el pánico y abrazar el placer.
Paco observaba desde mi derecha, sus ojos clavados en mí como dagas de deseo contenido. “Si se porta bien”, prometió con esa voz que me hacía estremecer, “esta noche le partiré el culo como a ella le gusta”. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal, un torrente de anticipación que me hizo alzar la vista hacia él, fija en sus ojos a través del antifaz. Alargué el brazo, suplicante, queriendo sacar su juguete y arrastrarlo a este festín. Pero él reculó confirmando su intención de no participar.
Diez minutos se estiraron como una eternidad. El de atrás me sodomizaba como un poseso, sus pelotas golpeando mi piel con un ritmo hipnótico, incansable. Me asombraba su aguante; en mis experiencias pasadas, los turnos eran breves, un relevo constante. Aquí, no. Él no cedía, y el otro no protestaba, disfrutando de mi boca con una paciencia que rayaba en la crueldad. No dije nada, pero el asombro se mezclaba con el fuego que crecía en mi vientre.
Entonces, como una ola inevitable, el orgasmo me alcanzó. Bajé la mano derecha al clítoris, frotándolo con dedos desesperados, círculos furiosos que me catapultaron a la locura. Solté la polla de mi boca para gemir un grito animal, como la guarra que en ese momento era, percibiendo olas de placer estrellándose contra mí. Los tres rieron, un coro grave y triunfal, como si hubieran presenciado un milagro, un espectáculo insólito que sellaba mi transformación.
El reservado, testigo mudo de mi caída más profunda, olía ahora a sexo crudo, a sudor y rendición. Bajo el antifaz, lágrimas de éxtasis humedecían mis mejillas. Paco me había llevado al límite, y yo, adicta a su juego, solo ansiaba más porque sabía que no me arrepentía.
—Me gusta cuando se corre una zorra —gruñó el que tenía delante, su voz ronca y cargada de lujuria, mientras retiraba la polla de mi boca—. La voy a dar por el culo para que lo repita para mí.
Sus palabras, crudas y directas como un latigazo, me arrancaron una risa inesperada, un sonido burbujeante que rompió la tensión en mi pecho. Eran brutos al hablar, con esa jerga de hombres que toman lo que quieren sin filtros, pero no muy distintos a Paco en sus momentos de frenesí. Había algo liberador en su franqueza, un eco del juego que yo misma había abrazado.
No quise ser solo un objeto en sus manos, un trofeo pasivo para su deleite. Tomé la palabra, alzando la voz con una audacia que me sorprendió incluso a mí:
—Me gusta que me den por el culo —declaré, mirándolos con picardía—, pero me corro mucho antes cuando me follan por el coño.
El tipo soltó una carcajada estruendosa, un rugido que llenó el reservado y contagió a los demás. Vi cómo desenrollaba un condón y se lo enfundaba. Entonces abrí más las piernas de inmediato, un gesto deliberado e invitador que desató nuevas risas.
Yo me uní a ellas, riendo con ganas, un sonido claro y genuino que disipó mis nervios por completo. Era complicidad pura donde yo no era víctima, sino jugadora en este tablero perverso. El tipo se posicionó entre mis muslos, sus manos fuertes guiando su verga hacia mi entrada, y con un empuje fluido me penetró por el coño. El placer fue instantáneo, un rayo que me arqueó la espalda, mi coño empapado apretándolo con avidez. Cada embestida era un terremoto, profunda y precisa, rozando ese punto dentro de mí que Paco había descubierto primero, y que ahora este desconocido explotaba con maestría. Me mecí contra él, y moví las caderas mientras mis gemidos escapaban libres, convirtiéndose en un cántico ronco que llenaba el reservado como humo denso.
Los antifaces no ocultaban el fuego en sus ojos; los devoraban, pasando de mi rostro oculto a mis tetas rebotando con cada embestida, bajando hasta donde nuestros cuerpos se unían en un vaivén obsceno. El otro socio, aún jadeante desde su turno en mi culo, se acercó por el lado, su mano firme acariciando mi muslo, luego subiendo a pellizcar un pezón con una delicadeza cruel que me arrancó un jadeo.
—Mira cómo se mueve la putita —murmuró Paco, su voz un ronroneo aprobador que me erizaba la piel—. Se porta de maravilla y esto es solo el principio.
Risas ahogadas respondieron, un coro de complicidad que me envolvió como una red cálida. Yo no era ya la chica temblorosa de unos minutos antes, era el centro de sus deseos y lo saboreaba. Bajé la mano al clítoris otra vez, frotándolo en círculos furiosos mientras él me follaba sin piedad, el placer acumulándose como una marea imparable. “¡Más fuerte!”, exigí entre dientes, mi voz ronca y desafiante, y él obedeció, follándome con una energía que hizo crujir el sofá. El orgasmo llegó como un relámpago, explotando en mi vientre, un espasmo que me arqueó entera, gritando mientras chorros de placer me sacudían.
—¡Joder, sí! ¡Me corro, me corro para ti!
Él no se detuvo, prolongando mi clímax con embestidas implacables hasta que, con un rugido animal, grité que quería a los dos al mismo tiempo.
El reservado palpitaba con el eco de nuestros jadeos, el aire espeso como miel caliente, impregnado de sudor, látex y el almizcle crudo del deseo desatado. Yo yacía sobre el sofá, el cuerpo un lienzo tembloroso de placer residual, las piernas aún abiertas en una invitación muda, el coño y el culo relucientes de jugos y expectación. Los socios, con sus antifaces ladeados y pollas endureciéndose de nuevo ante mi vista, intercambiaron una mirada cómplice, un guiño silencioso que Paco captó.
—Id a por todas —murmuró él, su voz un trueno bajo, los ojos clavados en mí con una admiración que me erizó la piel —no lujuria ciega, sino un orgullo feroz, como un escultor contemplando su obra maestra a punto de cobrar vida.
El primero, el de la risa estruendosa, se tendió en el sofá boca arriba, su verga envuelta en un condón nuevo erguida como un mástil desafiante. “Ven aquí, zorra”, gruñó, extendiendo las manos para guiarme. Me monté sobre él a horcajadas, el cuero crujiendo bajo nosotros, y bajé despacio, empalándome en su polla por el coño con un suspiro áspero que me arqueó la espalda. Me llenaba por completo, rozando cada nervio, un estiramiento delicioso que me hizo gemir y clavar las uñas en su pecho. Me mecí un instante, adaptándome, las caderas girando en círculos lentos, saboreando cómo me abría como una flor obscena.
El segundo socio no esperó. Se posicionó detrás de mí, arrodillado en el sofá, sus manos firmes separando mis nalgas con una reverencia casi ritual. “Mira ese culo perfecto”, masculló, admirando el anillo rosado aún palpitante de embestidas previas. Escupió en su mano, lubricando el condón que cubría su miembro, y presionó la punta contra mi entrada trasera. Paco se inclinó hacia adelante, su respiración contenida, los ojos brillando con una fascinación hipnotizada, me miraba como si yo fuera un milagro, una diosa de carne y fuego que él había invocado y ahora compartía con sus socios
El empuje fue simultáneo, inexorable: el de atrás se hundió en mi culo con un gruñido animal, centímetro a centímetro, estirándome hasta el umbral del dolor que se fundía en placer puro. Sentí sus pelotas rozando las del de abajo, una unión obscena que me partía en dos, dos vergas separadas solo por una delgada pared de carne, frotándose mutuamente a través de mí. Grité, un aullido que rasgó el aire, el cuerpo convulsionando en una doble invasión que me llenaba hasta rebosar. “¡Joder, sí! ¡Me partís en dos!”, rugí, las lágrimas de éxtasis brotando bajo mis párpados.
Empezaron a moverse, un ritmo sincronizado como pistones en una máquina infernal: el de abajo embistiendo hacia arriba, clavándome profundo en el coño, mientras el de atrás se retiraba y volvía a hundirse en mi culo con golpes secos, sus caderas chocando contra mis nalgas. Yo era el eje, el centro de su tormenta, rebotando entre ellos, mis tetas saltando salvajes, el sudor resbalando por mi espina dorsal. Mis manos se aferraban al pecho del de abajo, las uñas dejando surcos rojos, mientras bajaba la otra al clítoris, frotándolo con furia desesperada, círculos que multiplicaban el fuego hasta hacerlo insoportable.
Paco no apartaba la vista, su polla dura como hierro en el pantalón, pero inmóvil, bebiendo cada detalle con una admiración que me elevaba. “Mírala, joder… mirad cómo lo traga todo”, susurró, su voz ronca de veneración, los ojos devorando cómo mi cuerpo se tragaba las pollas, cómo mis paredes se contraían en espasmos, ordeñándolos. “Es una puta diosa, chicos. Nunca vi nada igual”. Sus palabras me azuzaron, me hicieron moverme con más lascivia, cabalgando entre los dos como una amazona en trance, gimiendo su nombre en silencio, solo para él.
El clímax llegó como un cataclismo: una explosión nuclear en mi vientre, ondas de placer que me sacudían entera, chorros calientes escapando de mi coño mientras gritaba. “¡Me corro! ¡No dejéis de follar que me viene otra vez!”, aullé, el mundo disolviéndose en blanco. Me desplomé entre ellos, temblando en las réplicas, un charco de placer exhausto.
Paco se acercó por fin, sus manos ásperas acariciaron mis mejillas. Sus ojos, que hasta ahora habían sido testigos admirados, ahora ardían con una lujuria desconocida para mí, la polla tensa contra la tela de sus pantalones como una bestia enjaulada. Se desabrochó el cinturón con un chasquido metálico que resonó como un disparo, y se desnudó liberando su miembro grueso, venoso y erecto listo para reclamar lo que era suyo por derecho. Estaba desesperado, un animal en celo puro, sus ojos inyectados en sangre, la polla tiesa como una lanza venosa, palpitando con una urgencia que lo consumía.
—Eres increíble, pero no hemos terminado contigo, zorra —rugió, su voz quebrada por el deseo, agarrándome por las caderas con dedos que clavaban marcas rojas—. Me has puesto tan cachondo, que voy a llenarte el culo hasta que reboses… mientras mis socios se corren en tu boca.
No esperó mi asentimiento. Me volteó con una fuerza brutal pero precisa, obligándome a ponerme a cuatro patas contra el respaldo del sofá, mi torso inclinado hacia adelante, los pechos aplastados contra el cuero mullido, el culo en alto a merced. Mis rodillas temblaban en el asiento, las manos aferradas al borde del respaldo para no caer, expuesta por completo. El ano dilatado y reluciente, invitándolo sin misericordia.
—¡Así, joder, quédate quieta! —ordenó, posicionándose detrás de mí, sus manos separando mis nalgas con una reverencia salvaje, escupiendo directamente en mi entrada para lubricar lo inevitable. Su desesperación era palpable, el pecho agitado, el sudor resbalando por su torso musculoso mientras alineaba su verga gruesa, sin condón, cruda y posesiva.
Empujó de una vez, un embiste feroz que se hundió hasta las pelotas en un solo golpe, mi recto tragándoselo entero con un estiramiento ardiente que me arrancó un grito desgarrador, el dolor fundiéndose en éxtasis puro.
—¡Paco! ¡Sí, lléname, rómpeme el culo! —supliqué, arqueando la espalda, empujando hacia atrás para ordeñarlo, mis paredes contraídas apretándolo como un puño de fuego.
Él no se contuvo: embestía como un poseso, salvaje e implacable, sus caderas chocando contra mis nalgas, cada golpe profundo, visceral, su polla rozando mis entrañas con una fricción que me hacía ver estrellas.
—Te voy a inundar, pequeña… mi semen hasta el fondo —gruñó en mi oído, mordiendo mi hombro, una mano bajando a mi clítoris para frotarlo con círculos furiosos que me volvían loca.
Mientras Paco me sodomizaba con esa furia desesperada, los socios se situaron tras el respaldo, sus pollas erectas apuntando a mi boca como cañones cargados. “Abre, puta”, masculló el de la risa estruendosa, y yo obedecí al instante, los labios separándose para tragar su miembro desnudo, la lengua lamiendo el glande salado mientras succionaba con avidez. El otro se unió sin pausa, frotando su verga contra mi mejilla, turnándose para metérmela hasta la garganta, ahogando mis gemidos en un vaivén obsceno. Chupaba alternando, la saliva goteando por mi barbilla, las pelotas golpeando mi mentón, un banquete de carne que me hacía gemir alrededor de ellos, vibraciones que los volvían locos.
Paco aceleró, sus embestidas un pistón desbocado, mi recto un horno apretado ordeñándolo, sintiendo cómo su polla se hinchaba, lista para explotar. “¡Me corro!”, rugió, profundizando hasta el fondo, y sentí el chorro caliente y espeso inundándome el recto en oleadas potentes, mientras él gemía como un moribundo de placer. Ese torrente me catapultó: froté mi clítoris con furia, el orgasmo estallando en un tsunami que me convulsionó, chorros salpicando el asiento, mi ano apretando su polla en espasmos que exprimían hasta la última gota.
Los socios no aguantaron el espectáculo: el primero explotó en mi boca con un bramido, chorros salados golpeando mi lengua, llenándome hasta que tragué con avidez, el exceso escapando por las comisuras. El segundo lo siguió segundos después, corriéndose en mi rostro y garganta, semen caliente salpicando mis labios, mejillas y tetas, un bautismo obsceno que me dejó cubierta y jadeante. Tragué todo lo que pude, lamiendo sus glandes con lengua ansiosa, mientras Paco se retiraba por fin, su semen chorreando de mi ano dilatado como una fuente.
Me desplomé contra el respaldo, temblando en un charco de fluidos míos y ajenos, el cuerpo roto pero glorioso, el recto lleno y palpitante de su esencia. Paco me levantó con brazos temblorosos, besando mis labios limpios tras relamerme, admirado de nuevo.
—Eres una puta máquina de follar —dijo, admirado—. Antes estaba equivocado cuando dije que eres una zorra más, ahora sé que eres la más zorra. Y mantengo lo de esta noche, pero nada de juegos, enteramente para ti.
El reservado era un naufragio de éxtasis consumado, el sofá un campo minado de condones, semen reseco y el eco de gemidos que aún reverberaba en las paredes como fantasmas lujuriosos. Yo yacía allí, un desastre glorioso: el cuerpo cubierto de fluidos pegajosos —semen en los labios, en las tetas, goteando del ano dilatado y rebosante de Paco—, las piernas temblando como gelatina, el clítoris hinchado y sensible al roce del aire. Los socios, exhaustos pero radiantes, se incorporaron con gruñidos satisfechos, sus pollas flácidas colgando como banderas de victoria.
—Esto ha sido todo, zorra —masculló el de la risa estruendosa, palmeando mi culo con una mano floja, el impacto enviando ondas de placer residual por mi espina dorsal—. Has cumplido como una puta de campeonato. Ahora lárgate, que hemos terminado contigo.
El otro socio asintió, una sonrisa torcida bajo el antifaz ladeado, tirándome mi ropa interior arrugada como si fueran trapos usados. Paco, aún jadeante, me miró con una mezcla de orgullo y frialdad calculada. No había ternura ahora; solo el ritual crudo del fin. Me incorporé tambaleante, las rodillas débiles, vistiéndome con dedos torpes —el vestido ceñido pegándose a mi piel sudorosa, las bragas empapadas que apenas contenían el semen chorreante—. Sin una palabra más, caminé hacia la puerta del reservado, el culo ardiendo con cada paso. Paco me acompañó hasta la puerta de la calle, abriéndola con un gesto seco.
—Esta noche ven a la misma hora. Nos tomaremos unas copas y luego te llevo a mi casa —murmuró, y me empujó al exterior con una palmada en el trasero que me hizo gemir bajito.
La puerta se cerró tras de mí con un clic definitivo, dejándome sola en la calle desierta. Caminé unos pasos, el viento salado secando el sudor en mi piel, el cuerpo un mapa de moretones deliciosos. Pero entonces, un pánico helado me detuvo: mi celular. Lo había olvidado en el reservado. El corazón me martilleó en el pecho. Regresé de inmediato pero la puerta estaba cerrada. Cuando me disponía a llamar, una voz suave me saludó. Era Bruno, uno de los camareros del bar. Le dije que había estado con Paco, pero había olvidado mi celular y quería recuperarlo. Me dejó entrar y fui a buscarlo. Entonces, mientras caminaba por el pasillo, voces roncas flotaban desde la oficina, un murmullo grave que me erizó los vellos de la nuca. Me acerqué de puntillas pegada a la pared, el oído atento tras la puerta entreabierta. Eran ellos: Paco y los socios, riendo y jactándose como pervertidos en su guarida.
—¡Nunca vi un culo que aguante tanto! —tronó el de la risa estruendosa—. Se lo hemos follado como a una puta barata, y estoy seguro de que hubiese aguantado mucho más.
El otro socio soltó una carcajada baja, más oscura, y entonces su voz me heló la sangre:
—Vosotros reís, pero yo…, yo he esperado esto durante años. ¿Sabéis quién es? Es Clara, la mejor amiga de mi hija. Sí, una niñata de 22 años que va siempre con mi Ana. La he visto mil veces en casa, meneando ese culo con pantaloncitos diminutos, y me ponía la polla como una piedra. Estaba obsesionado con ella, os lo juro. Temblaba cada vez que la veía, soñando con follarla, con partirle el coño y el culo como hoy. Por eso los antifaces, por si la muy guarra me reconocía. ¡Y el engaño ha valido cada segundo! Mi hija no sospecha una mierda, y yo aquí, descargando años de morbo con su amiga. La próxima vez, sin Paco, la cito yo solo… La engañaré con una excusa familiar, y la follaré en mi propia cama.
El mundo se detuvo. Mi estómago se revolvió, un vómito de náuseas subiendo por la garganta. ¿El padre de Ana? Mi mejor amiga desde la infancia, la que me contaba todo sobre su familia estricta, y su papá tan serio y protector. Ese hombre, el que acababa de correrse en mi boca, el que me había follado el coño y el ano, era él: un depredador enmascarado planeando más engaños para saciar su obsesión. Las risas de Paco y el otro socio resonaron como cuchillos, aplaudiendo su vil confesión: “¡Eres un hijo de puta! Pero qué bien lo has planeado…”.
Me tapé la boca para no gritar, lágrimas calientes rodando por mis mejillas manchadas de semen seco. Caminé de puntillas al reservado, recogí mi celular y volví en silencio, el corazón un tambor de furia y asco. Salí corriendo a la calle, el cuerpo aún palpitante de placer ahora profanado por la verdad. Paco me había entregado a un monstruo disfrazado de socio. ¿Se lo reprocharía? Posiblemente no, el deseo era una cadena que todavía me ataba. Corrí a mi coche, el recto goteando en el asiento, la mente un torbellino: venganza, confrontación, o hundirme más en el abismo. El velo se había rasgado, y tras él solo oscuridad adictiva.
La moraleja del cuento es cruel. No entiendo cómo no me di cuenta. La voz del padre de Ana me era familiar, la escuché miles de veces, pero mi mente estaba nublada por las circunstancias. Yo me había entregado a ellos, cumpliendo el oscuro deseo de Paco, pero todo había sido con engaños, premeditado para que el padre de mi amiga saciara su obsesión conmigo. Concluí que había abusado de mí, porque sabiendo quién era no hubiese aceptado. Ahora solo me queda planear la venganza, pero he de buscar el modo de no implicar a mi amiga, ni que sepa lo que hice inconscientemente.
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Cuando tendrás más relatos, están exquisitos…
Ufff, muy buena, y un genio el padre de tu amiga, ojalá mis amigas tuvieran padres así…
Relato muy muy caliente. Con tu voz calida contando como te empotraban me puso a mil. Envidia de ese Paco. Quien pudiera , jajaja
Que mejor venganza. Que hacer que Paco se coja por el culo a tu amiga delante del padre disfrazado.
Vaya morbosidad
Un relato muy caliente que me la ha puesto a mil. el padre de tu amiga es un hijo de la gran puta espero que tu venganza sea como merece. Felicitaciones por el relato
uffff no tengo nada para decir ..uff sin palabras la mejor que escucho en la vida ufff que delicia