Nosotras cuatro contigo (1): Al mar (parte 1)

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T. Lectura: 11 min.

Nina lo vio en la panadería. Parecía un padre de familia. Llevaba una camisa a cuadros y la barba tupida. Fue muy amable con la cajera, y al salir se encontró con una mujer, de la que se despidió alegremente con un beso en la mejilla. Nina no quería que él la viera y le escondió la cara, fingiendo que no se podía decidir entre galletas y polvorones.

—Parece un hombre bueno —se dijo Nina, mientras el corazón se le hacía un puño.

Cuando regresó a su departamento, se puso a dar vueltas a la sala. Quería ver si podía acordarse de su nombre. ¿Pablo? ¿Juan? ¿Alguna vez había sabido el nombre, siquiera? Consideró llamarle a Fer, la única de sus amigas de esa época a la que aún le hablaba, pero… ¿qué iba a decirle? “¿Te acuerdas cómo se llamaba ese chico al que…?” ¿Y con qué palabras iba a terminar la frase?

¿Cuál sería su nombre? Ella misma no se llamaba Nina. Nina era un apodo que le había puesto, burlándose, Dinora Herrera, el primer día de secundaria. Ya ni se acordaba por qué. Pero a ella le gustó el apodo: la hacía sentirse pequeñita, veloz y gatuna. Desde la secundaria, Nina usaba suelto su pelo negro y lacio, y arrastraba un poquito el delineador hacia sus sienes, haciendo que los ojos se le vieran largos y oscuros. Cuando se maquillaba, Nina terminaba de sentirse Nina… y por eso se acordaba de Dinora.

Buscó en su cajita de recuerdos (una vieja caja metálica de galletas de navidad) y encontró una foto de las cuatro: ella, Dinora, Fer y Arteaga. Era la impresión descolorida de una foto de celular viejito, y debajo había mensajes con plumones que decían: “sabes que te amo… de 3 a 4”, “suerte con la vida, putita, mi cielo”, “¡pinche Nina, hasta que te acordaste de mí!”. ¿De quién era cada mensaje?

Dinora Herrera fue su amiga muchos años, incluso cuando la universidad las separó. Era la líder del grupo. Tenía una cara ovalada, un fleco castaño y una perforación en la nariz; Nina se acordaba de ella con la cara oculta en la capucha de una chamarra rosa, que Dinora usaba mucho. Su voz era clara y sus ojos brillaban cuando hablaba. Dinora tenía una bonita figura; a veces parecía que intentaba esconderla un poco, pero todos la notaban. Eso le daba autoridad, y le permitía ser cruel.

Estudiaban en un mundo violento, lleno de hombres muy agresivos entre sí, hombres que parecía que de un momento a otro podían arrastrarte con ellos, llevarte, como mujer, a un lugar oscuro…; tener una amiga que tuviera fama de ser cruel, en realidad, era tranquilizador.

Fer era un poquito masculina, lo que a Nina le gustaba mucho. Usaba corto su cabello castaño y era la más grosera de las cuatro. Era a la que más suspendían de la escuela: la que primero fumó, la que primero bebió. Fue la que le prendió fuego al bote de basura del director. También fue la que por fin acusó al profesor de Educación Física de intentar tocarla. Era una… una buena amiga. Fer se volvió periodista a los 22 y a los 23 salió del closet.

Arteaga seguía a las otras tres. Copiaba sus insultos; secundaba apodos, los desplantes y las hostilidades de Dinora; apoyaba a Fer en sus las provocaciones, medio vandálicas, primero contra la secundaria… y luego contra la preparatoria. Era la más morena de las tres; también era la única de las tres a la que habrían llamado “gordita”. Eso, en la secundaria pública en la que estuvieron, era un motivo de burla enorme, y pertenecer a ese grupo de amigas era para Arteaga una forma de supervivencia. Dinora no se burlaba de ella, ni intentaba que se sintiera excluida… pero era a la única a la que las amigas llamaban por su apellido.

Las cuatro se mantuvieron juntas en la preparatoria; el evento del que Nina se acordaba ahora ocurrió justo antes de que ellas entraran a la universidad. Y aún en la universidad, no habían dejado de verse por completo, así que el evento no podía ser tan grave, ¿verdad? No había sido eso lo que las separó… ¿o sí?

Habían juntado dinero para irse dos semanas a la playa. Ninguna había viajado casi a ninguna parte, y ese momento las hacía sentirse adultas. Todas tenían 18, menos Arteaga que tenía 19, porque había repetido un año antes de conocerlas.

En una mañana fresca, las amigas tomaron el camión que las llevaría en un viaje de siete horas. El camión tenía una fila de asientos dobles, y una fila de asientos únicos. Fer se sentó de inmediato en el asiento solitario. Nina y Dinora se subieron antes y se sentaron juntas. A Arteaga le tocó sentarse en un lugar en la fila doble, que las amigas sabían que iba a compartir con un desconocido. Le habían dejado el lugar que ninguna quería.

En algún momento subió un jovencito como de su edad. Era alto. Usaba un chaleco gris, que mostraba unos brazos largos y flacos; tenía una sombra de barba en una cara sumida y pálida; la mandíbula se le marcaba y unos lentes pequeños y pesados le descansaban sobre dos orejas grandes.

—Viene uno de los que te gustan —le dijo Dinora a Arteaga, subiéndose al respaldo de su asiento para pellizcarle el hombro.

Dinora tenía razón. Cuando el chico se sentó junto a Arteaga, ella se giró sin ninguna delicadeza, para inspeccionar sus rasgos, y sonrió.

Desde la secundaria, Arteaga se había sentido atraída por sujetos así, un poco raros, nunca completamente guapos, quizá porque era lo que ella sentía que podía conseguirse. Se encaprichaba con ellos y los veía a lo lejos. Al principio, Dinora se burlaba de ella, y le decía, en voz alta y en público, que estaba demasiado urgida y que se quisiera un poco. Pero cuando estaban en preparatoria, Dinora ideó un plan extraño: empezaron a cazar a los chicos que le gustaban a Arteaga. Era casi un ritual. Sorprendían al chico en turno, lo aislaban contra una pared y hacían un medio círculo alrededor de él.

Dinora estaba en el centro, se le acercaba con su linda cara y su bonita figura (secreta pero evidente); le tocaba el hombro, le susurraba alguna cosa trivial y respiraba en las mejillas; él se ruborizaba, sintiendo mucha vergüenza por su propia excitación. Cuando la mera cercanía de Dinora lo había erotizado lo suficiente, Fer lo empujaba hacia Arteaga, que intentaba besarlo. A veces, cuando la presa no cedía a su propia excitación, Dinora y Fer se tocaban los pechos y hacían además de enseñárselos… jamás los enseñaban, pero eso era suficiente para enloquecer a quien sea. Era un juego infantil en su forma, pero, jugado por chicas casi adultas, tenía mucho de perverso.

¿Cuál era el papel de Nina en este juego? El de un obstáculo. Nina ayudaba a cerrar el círculo alrededor de la víctima. Su papel era parecer cómplice, sonreirle al chico, tratar de relajarlo y animar, primero a Dinora a seducirlo, y luego a Arteaga a aprovecharse de él.

—¡Ya lo pusiste todo rojo! —era el diálogo que más veces decía.

A Nina nunca le gustó el ritual. Después de que habían repetido aquello un par de veces, Arteaga se aburría del chico y Dinora se aburría de su propia crueldad. Entonces Nina lo buscaba: siempre quería hablar con él y disculparse por lo que había pasado. Nina nunca se sintió como una buena persona… pero sabía que sus amigas hacían aflorar esa malicia que el mundo había puesto en ella.

El juego, pues, era un poco perverso. “Pero con ese chico, el que se sentó junto a Arteaga en el viaje, hicimos algo distinto… algo peor”, se decía Nina mientras ojeaba sus recuerdos. O al menos quería decirse a sí misma que había sido algo distinto.

El chico aquel (o al menos su versión madura, que Nina acababa de encontrarse en la panadería) tenía un vago parecido con Elijah Wood, así que la Nina madura decidió llamarlo “Elías”. Tomó el ticket de la panadería y escribió ese nombre con una pluma medio seca: “Elías”. Le pareció un nombre justo. Entonces se puso a recordar el viaje en autobús.

Cuando recién empezó a tratar con Arteaga, Elías parecía ser un muchacho normal. Se presentó muy amigablemente. Iba con su hermano y un amigo de su hermano, de vacaciones. Ellos estaban al frente; él no quería ser inoportuno, así que les iba a dar su espacio. Solo quería acompañarlos para ver el mar antes de entrar a la universidad… antes de afrontar el resto de su vida. Nina, que escuchaba la conversación, sonrió. Ella también se sentía así.

—¿Tú por qué viajas? —le preguntó Elías a Arteaga.

—Nosotras —contestó Dinora, que se subió al respaldo de Arteaga para hablar —vamos a sacar las ganas de desmadre por un par de años. Romper alguna cosa… usar nuestras credenciales… entrarle a lo que se ofrezca… coger a lo pendejo.

A Elías le pareció gracioso y contestó con un tono pensativo:

—Cada quien a lo que va, pero creo que buscamos algo parecido. Sacar las ganas por un par de años.

¡Ay, Elías! Nina sabía que a Dinora no se le podía dar esa clase de cercanía: ella la convertía en un arma.

—Esta Arteaga que nos acompaña… —dijo Dinora apuntándola —Está sin estrenar. Casi, casi que viene con el empaque intacto. Le andamos buscando un fajecillo.

Arteaga no se ruborizó. Se rió. Su virginidad no le parecía una vergüenza, pero sí una carga. Le hacía recordar lo fea que se sentía. Sinceramente pensaba que Dinora quería ayudarla. Elías se rió; claramente estaba un poco incómodo, pero lo consideró una pequeña impertinencia de amigas.

—A ver si encontramos a alguien —dijo Dinora, susurrándole al oído a Elías.

El chico sonrió, tenso, y Dinora regresó a sentarse. Nina vio cómo, unos segundos más tarde, Elías se revolvió en su asiento, quizá tratando de disimular una incipiente erección. Durante el viaje, Arteaga empezó a jugar con su cabello, le llevó el brazo por detrás del cuello y finalmente se durmió en su hombro. Se la estaba pasando bien; Elías no parecía interesado en ella, pero tampoco le molestaba su coqueteo o era muy paciente.

Nada más pasó con él en el viaje. Las amigas se separaron de él y buscaron el pequeño hotelito que las hospedaría, a media hora de la playa. Caminaron por los malecones de noche, buscando que los hombres les invitaran de comer y de beber. En algún momento, Fer desapareció. No contestaba el teléfono y las amigas se preocuparon. Reapareció dos días después: llegó de la nada al cuarto, un poco drogada pero muy feliz.

—Estuve con la persona más maravillosa que he conocido —les dijo a las amigas cayéndose en la cama con la lengua medio dormida. La palabra “persona” las hizo sonreír, con comprensión y con ternura. Sí, incluso Dinora podía ser tierna.

Al día siguiente, Fer las invitó a comer a una pequeña fonda junto a una playa. «Aquí me trajo», les contó, recordando a su fugaz amada. Los ojos de Fer veían, como caídos, las mesas y los tragos: lo veía todo con la luz complaciente de quien ha sido feliz en ese mismo lugar.

Mientras comían, Arteaga reconoció una espalda, en una mesa que miraba directamente al mar. Elías veía romper las olas, mientras le daba vueltas infinitas a la pajita de su piña colada. Dinora y Arteaga intercambiaron unas palabras que Nina no pudo escuchar. Dinora se acercó hacia él:

—También lo puedes ver de cerca. ¿Ni siquiera te vas a mojar los pies?

—Me he estado mojando los pies estos días —le contestó, sonriendo mucho, a Dinora. —Pero, si ustedes van, las acompaño un rato.

“Ay, Elías”, pensó Nina, otra vez. Sólo entonces se fijó en cómo iban vestidas. Dinora usaba una camisa a cuadros, rosa; estaba desabotonada y amarrada por sobre el ombligo, de tal manera que lo bombacho de la tela no dejara ver la forma de sus pechos. Cuando se giraba, se reconocía, debajo de la camisa, un traje de baño de dos piezas, negro. En sus piernas, tenía una faldita azul claro.

Arteaga también usaba una falda y una camisa a cuadros, pero había invertido los colores: la falda rosa, la camisa azul. Arteaga no llevaba la camisa amarrada, sino abotonada de la parte de abajo y bastante desabotonada de la parte de arriba. Quería esconder su vientre, mientras mostraba su pecho, moreno y abundante.

Fer usaba un largo vestido blanco, casi un camisón, debajo del cual se distinguían los destellos del traje de baño morado. Ella misma, Nina, llevaba unas bermudas cafés y una blusa color vino. Nina tenía que fijarse en todas estas cosas cuando empezaban una cacería.

Cuando los cinco caminaban por la arena, Nina notó que Elías hablaba en voz alta, para que lo oyeran todas, y se volteaba a ver a cada una para compartir sus impresiones del lugar, o preguntar alguna cosa. Pero busca más que nada la cercanía de Dinora. Algo no estaba funcionando bien. Elías estaba demasiado calmado. Incluso cuando Dinora intentaba acercársele para tomarlo de la mano, el chico parecía escurrírsele de entre los dedos sin siquiera notar lo que ella quería.

—Adelántate con él —le dijo Dinora a Arteaga, con un gesto de pequeño desdén. Luego se giró a Nina y le preguntó: —¿Por qué no nos sale bien?

—Es la playa —concluyó Nina después de pensarlo —Necesitamos una pared si queremos “sitiarlo”… y estamos caminando por un lugar sin paredes.

—Lo podemos llevar al malecón —sugirió Fer.

—No, hay mucha gente —dijo Nina, que siempre era la más sensata.

Elías y Arteaga dieron la vuelta y regresaron a ver a las amigas.

—Ya las estábamos dejando atrás, perdón —dijo Elías; Arteaga hizo un gesto de molestia.

—¿No te estamos alejando mucho del lugar en el que te quedas? ¿Dónde te estás quedando, por cierto? —le dijo Nina, en un golpe de imaginación. El diálogo era arriesgado, porque nadie piensa un paseo en la palabra como “alejarse”, pero al menos les saba una salida.

—De hecho, estamos yendo justo en esa dirección. Me quedo en el hotel azul con blanco que se ve por allá.

—¡Ah, qué suerte tienes! —siguió Nina. —A nosotras sólo nos alcanzó para un hostal bastante lejos. Casi casi hay que tomar un camión para llegar.

Elías rio. Lo que pasó después la Nina madura ya no lo recordaba bien. Estaba claro que el hermano de Elías y su amigo habían conocido a dos mujeres en la playa y que probablemente no regresarían a dormir. Estaba claro que Elías tenía una forma de hacerlas pasar al hotel en donde se estaba quedando (formas que su hermano ya había probado). Nina tenía un vago recuerdo de pedir usar el baño y escabullirse entre carretillas de ropa de cama. Lo que no quedaba claro era para qué estaban yendo. ¿Para ver el hotel? ¿Para aprovechar un cuarto desocupado y dormir más cerca de la playa? ¿Cuánta idea tenía Elías de lo que podía pasar?

Al llegar, Nina encontró un cuarto casi sin vida. Mochilas tiradas en el suelo, pero cerradas. Mesas de noche vacías. Camas destendidas pero tan blancas y tan rígidamente almidonadas, que parecían tener su propio orden. El cuarto tenía un balcón desde el que se podía ver la playa, con dos reposaderas, una mesita de cristal y un cenicero. ¿Cuánto costaría una noche en ese cuarto?

Alguien puso música. La música sonaba horriblemente en esos primeros celulares, pero así estaban acostumbradas a escucharla.

—¡Baila conmigo! —le exigió Dinora a Elías, mientras le echaba los brazos al cuello.

Dinora hacía como que bailaban un vals de quinceaños, mientras se le acercaba, nariz con naríz. Elías la tomaba de la cintura, entrando en el personaje de chambelán, mientras sonreía un poco tontamente, ruborizado. Entonces Nina se dio cuenta de que lo estaba llevando hacia una pared. Las amigas se fueron acercando, Arteaga por atrás de Dinora, Fer por la derecha, Nina por la izquierda. El círculo era bastante ancho, para no llamar la atención de Elías. No querían cerrarle el paso. De momento, sólo querían que se sintiera observado.

—¡Qué pasó, qué pasó! ¡Esa mano! —gritó Fer.

Elías reaccionó sobresaltado. Alguien del cuarto de a lado podía escuchar a Fer. En realidad, ninguna mano estaba tocando nada en particular. Las manos de Elías, puestas en la cintura, estaban siento tan respetuosas como pedía el baile, pero él igual las despegó del cuerpo de ella.

En ese momento, Elías recibió una llamada de su hermano. Después de esperar que los hermanos intercambiaran algunas frases, Dinora se quejó el voz alta:

—¡Elías, cuelga o me visto!

Su voz quejumbrosa y acariciadora excitó hasta a Nina. Después de un momento en el que Elías palideció y se hizo el mayor de los silencios, las amigas rieron.

—Son unas amigas que conocí en la playa… —respondió Elías al teléfono. —Sí, amigas… Estamos acá, en la playa… Va… Mañana te veo… Sí, tú también.

Y colgó. Las cuatro amigas se rieron. Nina recordaba todavía cómo se sintió esa risa en su cara: no podía parar de reir. ¿Por qué el chico no admitía que estaba en el cuarto con esas “amigas”?

—Lo bueno es que no estamos “acá en la playa”, ¿verdad? —le dijo Dinora, con la misma voz excitante que había usado en su diálogo anterior.

Las amigas gritaron un largo “uy”, festejando el atrevimiento de Dinora. Nina no podía creer lo excitante que le estaba pareciendo la situación: tenía las rodillas tensas, la necesidad de morderse el labio, la respiración agitada y empezaba a notar un calor y un flujo distinto en su entrepierna. Habían usado tantas veces ese mismo chiste, habían usado tantas veces esa misma rutina… pero ahora estaban en un cuarto de hotel. Todo se sentía distinto.

Entonces, Elías intentó acercarle los labios para besarla. Dinora lo dejó intentar por unos segundos, hasta que tomó su mejilla con cuidado, le giró la cara y fue ella quien empezó a acercarse. Pero no se acercó a sus labios, sino a su oreja. Todas estaban esperando para ver qué era lo que le susurraría.

—Tranquilo —fue lo que le dijo, finalmente.

Entonces Fer lo empujó. Artega se adelantó un paso, se puso entre Nina y Dinora, atrapó a Elías de las dos solapas de su camisa y le dio un beso largo. Para hacer eso, Arteaga tuvo que quitar a Nina del paso, y por un momento Nina sintió las nalgas de Arteaga en el dorso de sus manos. No le importó. Era lo que la situación pedía. Sencillamente retrocedió para tener mejor vista del beso.

Un gran “¡uh!” se escuchó en toda la habitación, y posiblemente en todo el pasillo, seguido del cántico “¡len-gua, len-gua, len-gua!”. Elías entonces se empezó a reír. No había rechazado el beso de Arteaga (incluso lo correspondió), pero cuando terminó, le acarició la mejilla y la besó en la frente.

—Ustedes sí que viven con la fiesta en el corazón —les dijo, sin malicia.

Arteaga torció la boca. La condescendencia de Elías la molestaba tanto que una pequeña lágrima se había dibujado en el rabillo de su ojo izquierdo.

—¡Ves cómo la pusiste! —le dijo Fer. —Pinche mamón. ¿Para qué la besas si la vas a tratar así, eh?

Nina no sabía si la ira de Fer era real o fingida; no sabía si era parte del ritual. Entonces Fer hizo algo que nadie se esperaba: caminó hasta Arteaga y la besó en los labios, brevemente, pero con cariño.

—¡Eh! Aquí estamos —le dijo, viéndola a los ojos. Arteaga estaba estupefacta.

Luego Fer regresó a su lugar en el círculo. Se había hecho un silencio absoluto. Nina no sabía si seguía excitada. Nadie se movió por unos segundos, hasta que Fer dijo:

—Vamos con la de siempre, cuando se atoran las cosas.

Y se quitó el camisón. Fer se veía hermosa así, pensó Nina. Dos pechos compactos y muy redondos en un traje de baño morado. Una pequeña pancita, apenas una sombra, imperceptible con ropa, y que no hacía más que resaltar su ombligo. Brazos fuertes y muslos grandes, terminados en un par de nalguitas suaves. Era una mujer muy hermosa.

Dinora se desamarró la camisa. Por unos segundos, en los que la ropa retomaba forma, Elías pudo ver el firme borde de los pechos de Dinora. Todas notaron como los ojos de Elías iban en esa dirección

—¡Que se la quite! —empezó a animar Fer, y las otras la siguieron.

Y Dinora volteó el cuello hacia los lados, entornando los ojos con una sonrisa, como si quisiera decir “bueno, bueno, al público lo que pida”. Nina pensó entonces que nunca había visto los pechos de Dinora en toda su gloría. Eran hermosos, enormes y brillantes. Caían como gotas, invitadoramente, pero con tanta firmeza que parecían los pechos de una escultura. La cintura de Dinora estaba hermosamente delineada y su abdomen fuerte hacía un lindo contraste con la pancita de Fer.

Nina no hizo nada en ese momento. Era cosa de Fer y Dinora. Arteaga desabotonó otro ojal de su camisa, pero se quitó también la falda. Nina pensó que sus piernas y su trasero no eran muy diferentes a los de Fer. ¿Por qué Arteaga tenía que ser tan insegura? ¿Por qué todos tenían que pensar que era fea, si al final hay tan poquita diferencia?

La atención cariñosa que Nina le ponía a sus amigas, aunada a su excitación, le evitaron por un momento darse cuenta de lo que estaba pasando: sus amigas se estaban desvistiendo. Jamás en ninguna cacería se habían desvestido de verdad para un hombre. Sólo habían dicho que lo iban a hacer, o habían hecho algún gesto. Dinora no fue más allá de enseñar un poco las clavículas y la parte superior del esternón. ¿Qué pasaba?

Dinora puso a Arteaga enfrente suyo, tomó la mano de Elías y la llevó al pecho de Arteaga. Puso su propia mano, sobre la de él y empezó a hacerlo masajear su pecho sobre la ropa. Luego llevó la mano de Arteaga hacia el miembro de Elías: ella no necesitó ninguna insistencia y empezó a tocarlo sobre la ropa. Arteaga se reía de incredulidad.

—¡Mucha ropa!, ¡mucha ropa! —empezaron a corear Fer y Dinora.

Nina empezó a decir “mucha”, pero la palabra “ropa” se le ahogó en la garganta. Dinora se le acercó de lado a Elías y le dijo con un tono susurrante, pero con un volumen que todas podían oír:

—Puedes verlo mal y pensar que “somos nosotras cuatro contra ti”… O puedes verlo bien, verlo como lo vería cualquier hombre. Somos nosotras cuatro, para ti.

—Nosotras cuatro “contigo”, y nos quitamos de cosas —dijo Fer, como si los diálogos de Dinora, más que seductores, le parecieran tontos.

—Contigo, sí —afirmó Dinora, como si Fer le estuviera dando la razón a algo que ella misma ya había dicho antes. —Nosotras cuatro contigo.

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