El regreso del señor

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El sol se ocultaba tras las colinas, tiñendo el cielo de un rojo profundo, cuando el señor cabalgó hacia su castillo. Su figura imponente, envuelta en una armadura de cuero negro que relucía bajo los últimos rayos, parecía fundirse con la montura. La indumentaria era una obra maestra de artesanía: una túnica ajustada de cuero curtido, moldeada a su torso, con costuras reforzadas que crujían suavemente con cada movimiento.

Sobre ella, un jubón de cuero grueso, teñido en negro azabache, con bordes reforzados en cuero rojo, ceñido por un cinturón ancho del mismo material, adornado con hebillas de bronce que brillaban al movimiento del galope. Sus piernas estaban cubiertas por pantalones de cuero flexible, ajustados como una segunda piel, metidos en botas altas hasta la rodilla, hechas de cuero endurecido en las suelas y suave en el interior, con espuelas que tintineaban al ritmo del galope.

Su espalda se encontraba en una funda de piel de lobo y, sus manos enfundadas en guantes de cuero negro, largos hasta los codos, con dedos reforzados para empuñar la espada o el látigo. Cada pieza era una extensión de su ser; el cuero se adhería a su cuerpo como un amante posesivo, cálido y restrictivo, protegiéndolo del viento mientras exudaba un aroma terroso, animal, que lo envolvía en éxtasis.

El señor inhaló profundamente, sintiendo el roce del cuero contra su piel sudorosa después de un largo día de ejercer justicia en sus tierras. «Nada me iguala a esto», pensó, apretando el mango de la fusta contra la palma enguantada. «El cuero me ciñe, me contiene, me convierte en ley». “¡Ah, qué dicha incomparable!” murmuró para sí mismo, su voz ronca de placer. – “Esta ropa de cuero completa me hace invencible, me envuelve en un abrazo eterno que despierta cada fibra de mi alma. me permiten sentir el mundo a través de una barrera de poder.

Me hacen sentir vivo, dominante, como si el cuero fuera mi propia carne endurecida por la batalla y el deseo”. Acarició con una mano enguantada el mango de su espada, y una sonrisa de pura felicidad iluminó su rostro barbado.

Al fin, las puertas del castillo se abrieron con un gemido de bisagras oxidadas. El señor desmontó, sus botas pisando el empedrado. Allí, en el patio iluminado por antorchas, lo esperaban sus tres doncellas, entregadas para sus placeres por los pueblos bajo su dominio a cambio no ejerciera el derecho de pernada en todas las mujeres contrajeran matrimonio en sus dominios. Asi Lira, Elara y Mira, se encontraban alineadas en una reverencia sincronizada, sus figuras esbeltas envueltas en atuendos que eran un himno al cuero y la sumisión.

Lira, la mayor, llevaba un vestido largo de cuero negro brillante, que caía hasta sus tobillos como una cascada de medianoche. El corset de cuero, ceñido con cordones cruzados en la espalda, realzaba sus curvas generosas y empujando sus pechos hacia arriba en un escote profundo bordeado de encaje de cuero fino. Sus guantes largos, de cuero blanco cremoso, subían hasta los hombros, ajustados como una caricia eterna, con puños adornados en hebillas plateadas. El tocado era una corona de cuero negro trenzado, con velos translúcidos que caían sobre su cabello dorado, sujeto por tiras de cuero que se entretejían como cadenas de deseo.

Elara, de piel morena y ojos ardientes, vestía un vestido similar pero en cuero marrón terroso, largo y fluido. Su corset de cuero negro, realzaba sus caderas. Los guantes, largos y de cuero verde bosque, llegaban hasta los codos, con dedos elongados que terminaban en puntas afiladas, ideales para arañar o acariciar. Su tocado era un yelmo ligero de cuero, con plumas de cuervo insertas en tiras cruzadas, que enmarcaba su rostro como un marco de dominación.

Mira, la más joven y delicada, lucía un vestido de cuero azul profundo, ceñido desde el cuello alto hasta los pies, con mangas acampanadas que ocultaban sus guantes largos de cuero plateado, que subían hasta los bíceps y brillaban como luna llena. El corset, de cuero negro con incrustaciones de perlas, apretaba su cintura , acentuando la fragilidad de su silueta. Su tocado era una red de tiras de cuero entrelazadas, adornada con joyas que tintineaban suavemente, sujetando su melena negra en un moño elevado.

Las tres exhalaban un aroma embriagador: el olor corporal de sus cuerpos femeninos, cálido y ligeramente salado por el esfuerzo del día, mezclado con el cuero fresco y curtido de sus atuendos. Era una sinfonía olfativa —sudor dulce de Lira, almizcle terroso de Elara, y un toque floral salvaje de Mira—, fundido con el perfume animal del cuero, que impregnaba el aire como un afrodisíaco.

El señor se acercó, sus guantes rozando los de ellas al saludarlas, y el crujido colectivo de los materiales fue como un coro de bienvenida. “Mi señor, bienvenido a casa”, murmuró Lira, su voz un susurro que invitaba a la intimidad, el corazón del señor latio con la misma felicidad que le provocaba su propia vestimenta. Las tres usaban un cinturón de castidad oculto bajo las faldas.

El señor las miro, el silencio no duro mucho, mientras pensaba cual de sus doncellas amancebaría dicha noche. Levantaos —ordenó. Las tres se pusieron de pie con la lentitud que él había entrenado: rodillas primero, luego caderas, finalmente el torso, siempre con la mirada baja. El crujido colectivo de sus atuendos fue un coro de sumisión.

Entonces llamo a su favorita, Lira dio un paso al frente. Sus guantes blancos rozaron el jubón .—Mi señor, el baño está preparado. Caliente. Con aceites aromáticos, – entonces el señor deslizó un dedo enguantado bajo la barbilla de Lira, obligándola a alzar el rostro. El olor de ella —sudor y cuero, — lo golpeó como un latigazo. — Lo que le provoco una erección espontanea.

Entraron al salón principal. Las antorchas proyectaban sombras que danzaban sobre las paredes de piedra. El señor se sentó en su trono de roble tallado, piernas abiertas, fusta sobre el regazo. —Desnúdense —ordenó—. Entonces las vio desnudas, con su fusta, rozo sus cinturones de castidad. Las muchachas se estremecieron, pero no se movieron.

Entonces el señor decidió —Esta noche —dijo el señor, con, voz grave como el trueno— escogeré a Elara, deseo te coloques un traje de cuero que cubra todo tu cuerpo, deseo escuchar mientras cruje, oler a vuestro cuerpo sometido me excita, y asi vestida os deseo poseer, recordaréis que incluso vuestros latidos me pertenecen. El resto puede retirarse a sus aposentos aséense y descansen, ya que puede que mas tarde las requiera

La doncella elegida inclino su cabeza. El aroma —sudor, cuero, deseo reprimido— llenó la sala como incienso. Afuera, la luna se alzó sobre el castillo, testigo silencio del festín de sensaciones que apenas comenzaba.

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