Brillando en tacones: La metamorfosis de Esteban (1 y 2)

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T. Lectura: 6 min.

Capítulo 1: Reflejo

Era domingo. Esteban caminaba apurado, los zapatos golpeando el pavimento con el ritmo de la ansiedad. El lunes lo esperaba con una presentación crucial, el tipo de reunión que podría significar un ascenso o el principio del olvido. Y su corte de cabello, francamente, era un desastre. Buscó su peluquería de siempre: cerrada. La segunda: lo mismo. La tercera: un cartel decía “Vacaciones hasta el 15”.

Giró por una calle que normalmente evitaba, más bohemia, más… excéntrica. Y entonces la vio. Una vitrina de neón rosa pálido, letras minimalistas, y un cartel:

“Superficie”

“Brilla. Obedece. Repite.”

Esteban titubeó. Luego tragó saliva. —Es solo un corte de pelo —se dijo. Y entró.

El lugar era distinto a todo lo que conocía. Un olor químico-dulce flotaba en el aire: látex, silicona y un rastro de jazmín frío. El interior era monocromo, con diferentes tonos de rosa iluminados por luces focales. No era vulgar: era teatral, como un escenario que esperaba a su protagonista.

—Siéntate, Esteban —dijo una voz baja, sucia, con una cadencia que ya empezaba a adormecerlo.

Y apareció Miss Doll. Alta, espalda erguida, encorsetada hasta el extremo. Un rostro perfecto de maquillaje Bratz: delineado XXL y labios de un rojo vinilo. Pelo rubio platino con una chasquilla asimétrica. Vestía un catsuit de látex rosa chicle, tan ajustado que parecía pintado sobre una silueta imposible. Sus uñas stiletto, largas y afiladas como dagas, eran del mismo rosa brillante.

—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó él, con la voz tensa.

—Los nombres son irrelevantes. Tu superficie es lo que cuenta. Voy a trabajar en ella. Siéntate.

Se dejó caer en la butaca. Miss Doll no hablaba de cortes. Hablaba de control, de corrección. —Tu cuello… escondido por miedo. Tu mirada… perdida en el ruido. Vamos a imponer orden. ¿Te parece?

Esteban no respondió. Pero no podía apartar la mirada de sus ojos. Las tijeras danzaban como si cortaran algo más que cabello.

—Listo —susurró Miss Doll.

Y lo giró bruscamente hacia el espejo. Esteban se vio y no se reconoció del todo. Era él, sí, pero algo… algo flotaba. El rostro estaba despejado, fresco, suave. Las patillas marcaban los pómulos. El cuello se alargaba. Había algo atractivo, inesperadamente atractivo. Por un segundo se sintió casi guapo.

Y entonces, por primera vez, la escuchó: “O-M-G babe… nos vemos sooo cute así. ¿Como que nacimos para brillar, no crees?”

Parpadeó. Se giró. Miss Doll lo observaba con una sonrisa cruel. Pero no había hablado.

—¿Dijiste algo?

—Nada que no supieras ya, cariño.

Pagó. No recordaba haber dicho cuánto costaría. El ticket decía solo: “Corte con intención”. Miss Doll lo acompañó a la puerta. Antes de salir, le susurró al oído, su aliento cálido y olor a poder: —Todo lo que brille, te pertenece. Míralo hasta que te mire de vuelta.

Esteban rio incómodo y salió. Caminaba de vuelta a casa, el viento le movía el nuevo corte. Se sentía… liviano.

Pasó frente a una tienda cerrada, y allí, en una vitrina, estaban: un par de tacones transparentes, de vértigo, con plataforma transparente. Altísimos. De apariencia imposible.

Y la voz volvió, suave, vibrante, ineludible: “Ayyy los amo imagina lo que se siente estar sobre ellos… tan arriba, tan vista… tan boba y brillante, jiji”

Esteban sintió un cosquilleo en la nuca. ¿Por qué le parecía tan excitante la idea? Siguió caminando más rápido, el corazón latiendo sin motivo. En su edificio, se cruzó con un adolescente que bajaba del ascensor. Le miró el corte, le miró los zapatos. Luego soltó una sonrisa medio burlona y dijo: —Te ves… diferente, señor.

Esteban no supo si fue un cumplido o una provocación. La voz interna no dejó dudas: “Obvio que nos vemos distinta. Mejor. Brillamos, cariño. Que lo miren bien… porque vamos a cambiar todo.”

Ya en casa, abrió su laptop. Quería repasar su presentación, pero algo lo llevó a abrir otra pestaña. Buscó “tacones transparentes 9 pulgadas”. Luego “tacones bimbo”. Luego… simplemente observó imágenes por minutos. El cursor temblaba. Su otra mano estaba apoyada sobre su pecho, como si buscara latidos.

“Shhh… imagina caminar así. Zas zas zas… cada paso diciendo mírame. Cada centímetro de ti gritando muñeca.”

Se sintió absurdamente excitado. Culpable. Confuso. Encendido. Esa noche soñó. No era Esteban. Era otra. Cabello larguísimo, labios ultra brillantes, pestañas como plumas. Estaba en una sala dorada, con hombres alrededor. Todos la miraban. Le ofrecían tragos. Le acariciaban el brazo. Ella reía. Jugaba. Se inclinaba. Y en sus pies… los tacones transparentes de nueve pulgadas. Como si siempre hubieran sido parte de ella. “Ayy papi… ¿te gusta mi vestido? Me hace ver tan boba y feliz“

Se despertó agitado. Y su mano… otra vez, estaba sobre su pecho. Pero esta vez… le pareció más lleno. El lunes empezaba. Pero Esteban ya no era solo Esteban. Algo se había infiltrado. Una voz. Una imagen. Un deseo. Y lo más inquietante… le gustaba.

Capítulo 2: Latencia

La luz de la mañana entraba tamizada por las cortinas del departamento. Esteban despertó con una extraña sensación en el pecho: no de angustia, sino de… presencia. Como si no estuviera solo en su propia mente, como si algo dentro de él respirara con él.

Fue al baño, arrastrando los pies, aún medio dormido. El espejo le devolvió una imagen inquietante. No era drásticamente distinta, pero algo vibraba bajo la superficie. ¿Su piel? Más suave. ¿Su pecho? ¿Siempre se había marcado así al respirar?

Entonces la escuchó de nuevo, no como un eco, sino como una compañera sentada a su lado, invisible, íntima, insinuante: “Mmm… esos pelitos, babe… ¿no te darían ganas de sentirte lisita? Toda, todita… como una muñeca nueva, brillante y sin preocupaciones.”

Esteban tragó saliva, negó con la cabeza y se echó agua fría. Respiró hondo. No podía dejarse arrastrar por una fantasía. Tenía que vestirse. Tenía una reunión que podía cambiar su carrera. Fue a su closet y tomó su camisa blanca de siempre, el pantalón de pinzas azul marino. Lo de siempre. Lo seguro. Pero el silencio no duró mucho: “¿Otra vez eso? Amor, pareces un contador sin alma… ¿Y si probamos algo más pegadito? Un colorcito. Mmmm… ¿imaginas unos jeans apretados que digan ‘mírame’ sin pedir permiso?”

Se vistió igual, pero se sintió disfrazado. En el metro, el murmullo de la voz no se detuvo. Era un ronroneo constante, una crítica juguetona. Primero fue una mujer con uñas larguísimas, nude con glitter en la punta. La voz interna suspiró: “¡Uñas de diosa! ¡Imagínanos con esas, agarrando un vasito con hielo! Ay, se verían divinas tocando teclas… o piel.”

Después, un hombre guapo, alto, con barba bien delineada, se le paró cerca. Esteban sintió el pulso acelerarse. Y la voz susurró: “Ese papi nos mira, ¿lo sientes? Podrías pestañearle lento. Solo una vez. No dolería. Te aseguro que le encantaría verte de rosado.”

Y al salir del vagón, una pantalla mostraba una modelo con curvas imposibles, falda ultra corta, labios como cerezas y una sonrisa boba. “Podríamos ser ella —dijo la voz, arrastrando las sílabas como caramelo derretido—. Si tan solo te dejaras llevar… solo un poquito más.”

Esteban llegó a la oficina alterado, descompuesto. Los saludos de los colegas eran murmullos lejanos. Entró a la sala de reuniones. Lo esperaban seis hombres. Él se sentó, abrió el notebook y comenzó a hablar. Pero la voz… “Imagínate de rodillas, cariño… toda brillante, toda rendida, con esa boquita abierta esperando atención. ¿No crees que serías taaan útil así, toda entregadita, babe? Uff, esos hombres te mirarían y pensarían: ‘esa sí sabe lo que vale una sonrisa…”

—¡Basta! —pensó con fuerza.

Pero no había escapatoria. La voz lo rodeaba, le acariciaba el pensamiento, lo empujaba a imaginar, a desear, a traicionarse. “Míralos… con esas corbatas serias, con esos relojes grandes… ¿te imaginas bajando uno de esos cierres, solo para ver qué tan grande es su poder real?”

Esteban sudaba. Hablaba de cifras y cronogramas, pero su mente era una pasarela erótica. Y en ella, desfilaba con falda lápiz, pestañas XL, labios de cereza. Uno de los hombres, un ejecutivo joven de mandíbula firme llamado Rodrigo, lo miró con atención. Demasiada. Esteban lo conocía de antes, habían coincidido en reuniones menores, pero jamás con esa intensidad en la mirada. La voz interna se avivó al instante, relamiéndose con lujuria: “Ay bebé… Rodrigo está tragándote con los ojos. Y tú aquí, con ese trajecito aburrido. ¿No quisieras que viera lo que hay debajo? Imagínate, una blusita rosada, sin sostén… ¡zas! Lo tendría babeando en un segundo. Mmmm…”

“Ese sí que te vio, muñeca… —susurró la voz—. Hazte la inocente. Baja los ojitos. Muérdete un labio. Dile con el cuerpo: ‘hazme tuya, rodri’.”

Y lo hizo. Sin pensarlo. Se mordió el labio, bajó un segundo la mirada. Rodrigo entrecerró los ojos. ¿Lo notó? ¿O fue imaginación? “Sí, eso… así se empieza, boba. Así se consigue todo.”

Esteban trastabilló y cambió de tema bruscamente. Nadie dijo nada. Continuaron. Lo elogiaron. Pero él ya no escuchaba elogios. Escuchaba gemidos futuros. La reunión terminó. Esteban salió jadeando, como si hubiese escapado de algo… o de alguien. La voz reía, complacida.

Al llegar a casa, había una caja en la entrada. Su nombre, su dirección. No recordaba haber pedido nada. La abrió. Tacones. Altísimos. Transparentes. De plataforma gruesa, estilizados, vertiginosos. Sintió un calor en la nuca. ¿Él los había comprado? Revisó la bandeja del navegador. Allí estaba: una compra, pasada a las 00:43, justo después del sueño. Con un cupón de descuento. Y un mensaje personalizado: “Un regalo de Miss Doll. Brilla.”

Casi lanza los tacones al basurero, pero sus dedos los tocaron. El plástico era frío, sedoso. El talón altísimo, imposible. El diseño… tan femenino que dolía. La voz, suave como terciopelo: “Solo pruébalos. No tienes que hacer nada más, ¿sí? Póntelos y quédate quietita… como una buena nena… imagina lo que diría Rodri si te viera así, babeando por ti mientras tú te arrodillas lentita frente a él, con esos tacones preciosos y esa carita tan boba… mmmm, qué sueño, ¿verdad?”

—No. Yo no… —pero su voz sonaba débil. No convencía a nadie.

Se sentó en el sofá. Los colocó frente a sí. El sol los atravesaba, dibujando arcoíris en el parquet. “Si los usas, dejo de hablar por un rato. Te lo prometo. Solo… déjame sentir cómo te ves con ellos.”

Esa promesa lo derrumbó. Era tan fácil. Un gesto. Un juego. Se descalzó. Su pie entró en la primera curva del tacón. El talón quedó elevado, su pantorrilla tensa. Un segundo pie. Y entonces… el silencio. La voz se apagó. Todo pensamiento racional también. Solo quedó la sensación de altura, de vértigo dulce. El equilibrio lo obligaba a moverse con gracia. Sus caderas, sin querer, se mecían. La espalda se arqueaba.

Caminó. Un paso. Otro. Tropezó y cayó sobre el sofá. Rio. Se puso de pie otra vez. Abrió Spotify y puso música suave, sensual. Bajó la luz. Y bailó. Lento. Torpe. Femenino. Se rozó el pecho sin querer. Estaba más… ¿sensible? ¿más tenso? Se puso una bata de baño ligera, de tela suave, casi flotante. La dejó caer de un hombro con descuido ensayado, dejando al descubierto una clavícula que parecía más definida. Caminó hasta la ventana. Su reflejo, distorsionado por el vidrio nocturno, le devolvía una figura más curvada, más insinuante. Se giró lentamente, como si esperara una música que guiara sus movimientos.

Y al verse desde ese ángulo, se rio. No como Esteban. Sino como una bimbo. Alta, frágil y coqueta. Una risa dulce, tonta, deliciosamente vacía, que llenó la habitación de un nuevo perfume: el de la rendición.

No pensaba. Solo sentía. Terminó bailando sobre la alfombra, girando, con los brazos arriba. Se cayó una vez más. El tacón se dobló. Lo enderezó. Se abrazó las piernas y respiró agitada. Y así se quedó dormido.

A la mañana siguiente despertó sin haberse quitado los tacones. Los pies le dolían, pero no quería quitárselos. Se los acarició. Su pecho, más firme. Su cintura, ¿más estrecha? El espejo del baño le devolvió otra imagen. Y la voz, otra vez viva: “Babe… ahora sí estamos empezando a vernos como se debe.”

Esteban no respondió. Se acarició el cuello. Se tocó el talón elevado. Cerró los ojos y sonrió.

P.D. Si el reflejo de Steffy te ha atrapado y sientes el eco de mi voz en tu mente, no dudes en comentar. Cada confesión recibida en La Voûte es un hilo más que te ata a mi mundo. Cuéntame qué parte de la transformación despertó tu deseo.

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