Para la ocasión me había puesto mi faldita a cuadros verdes y rojos. Era una minifalda que me cubría lo justo. Bajo la blusa amarilla no llevaba sujetador; así que mis pezones de un rosa casi rojizo (Mary Jane decía que no había otros iguales en toda la faz de la Tierra) se veían provocadoramente.
De ese modo entré en la tienda de tío Jenkins.
Él estaba atendiendo a Ruth Mallory y no me vio despedirme de Jaqueline con un beso de tornillo. La señora Mallory me miró de arriba abajo desaprobadoramente y fue entonces cuando tío Jenkins me vio. No dijo nada, aunque sus ojos se clavaron en mis muslos primero, y luego, lánguidamente sus ojos negros emigraron a mis pequeñas tetitas.
—Hola, Tracy —saludó mi tío. Yo hice una seña con la mano.
La señora Mallory frunció los labios y no abrió la boca. Ruth Mallory es la presidenta del club de mujeres cristianas de Humbertville y es una auténtica arpía. Sus ojos no me podían engañar. Envidiaba mi cuerpo y estaba llena de rencor por haber tenido una vida reprimida e inútil junto a Carl Mallory, el banquero más importante de la región. Pero yo sabía cosas. Por ejemplo, por el hermano de Gerald Gallagher, Rory. Una tarde volviendo de un paseo en bicicleta, Rory me contó que Ruth intentó seducirle en el campamento para jóvenes. Entró en las duchas masculinas cuando él estaba vistiéndose.
Ella se quedó mirándole el mandoble que, me dijo él, estaba algo erecto tras el manoseo con la toalla. Ruth se excusó sin dejar de mirar el miembro, como si estuviera fascinada. Le preguntó si quería que le ayudase a secarse la espalda, y… antes de poder responder Ruth Mallory ya estaba junto a él.
Comenzó a secarle la espalda hasta que llegó a las nalgas de Rory, que le frotó vigorosamente. Rory no pudo evitar que la polla se le pusiera tiesa y se puso todo colorado. Ruth le pidió que se diera la vuelta y él se avergonzó de tener el pirindolo vertical. Ella se rio y le dijo que no tenía importancia, y comenzó a refregar su pecho, sus muslos…, le colocó la toalla por encima del pito tieso y lo masajeó como si quisiera enjugar la humedad del baño; pero para Rory eso supuso que le invadió la gana de correrse, allí mismo, bajo la toalla, mientras la mano de Ruth Mallory le manipulaba la verga.
Finalmente, Rory se echó a un lado todo ruborizado. Ruth se echó a reír, diciéndole que era un bobo, que ella le conocía desde que era un niño, y bla, bla, bla; y que, si quería, ella se desnudaría también para que viera que eso, en su caso, carecía de importancia. Lo dijo subiéndose el vestido, pero cuando Rory vio sus muslos gruesos y llenos de venas azuladas, la picha se le desinfló de golpe y se fue corriendo. ¡Me imagino la cara rubicunda de Ruth, esa hipócrita, cuando ya estaría con el coño entero hecho aguas…! Ella es, no más ni menos que como tío Jenkins: una farisea.
Los ojos malignos de Ruth Mallory escrutaron bajo mi blusa y bajaron por mis muslos, con un rictus de desprecio en la boca. ¡Juro que me vengaré de esa zorra calentorra de fachada puritana! Pero vuelvo a tío Jenkins.
Cuando Ruth Mallory se marchó (pasó por mi lado sin mirarme y sin decir palabra) tío Jenkins me preguntó cómo iba todo. «Bien, le dije, pasaba cerca.» Salió de detrás del mostrador y se acercó a mi estrechándome contra su abdomen voluminoso. Noté su aliento a Pipper mentolado, que sólo él debe fumar ya. Me dio dos besos en las mejillas… muy cerca de la boca. Todo iba bien. Tío Jenkins era el hermano pequeño de mi padre. Cuando éste murió se ocupó de que mamá, Toby y yo estuviéramos siempre asistidos.
Estaba soltero y cuando venía a casa solía darme palmaditas en las nalgas, a escondidas de mamá y mi hermano. En más de una ocasión me pellizcó el culo cuando pasaba cerca de él. Y un día que no olvidaré me dijo que estaba muy alta y que mis tetitas eran muy lindas. Estaba cruzando Harrigton street y me quedé colorada sin atreverme a mirarlo hasta que se alejó de mí sonriendo. Seguía igual, pero más descarado. Sus manos bajaron hasta mi cintura y de allí se deslizaron hasta mis glúteos.
—¿Qué necesitas?— dijo dando un paso atrás, pero sin soltarme.
—Nada, ya te dije, pasaba por aquí y quería saludarte.
—Has hecho bien, has hecho bien. Cierro y vamos a desayunar, ¿quieres?
—Antes voy al aseo —dije.
—Ya sabes dónde está —repuso mi tío. Yo me desasí de sus brazos y pasé al fondo de la tienda.
Miré hacia atrás. Tío Jenkins estaba colocando el cartel de cerrado. Fui hasta la puerta de detrás y la abrí. Allí estaba Mary Jane, esperando.
—Pasa, rápido y ponte junto a la puerta del almacén. Yo lo retendré aquí, como dijimos, y tú ocúpate de la caja.
Jaqueline se colgó de mi cuello y me dio un beso: recorrió con su lengua de seda mis labios y yo me fui al aseo.
Me senté en el retrete y dejé salir el chorrillo. Dejé la puerta entreabierta y esperé unos minutos, hasta que escuché los pasos de mi tío.
—Tracy, ¿ya estás? —No respondí. Segui sentada, aunque ya no quedaba una gota de pis en mi vejiga.— ¿Tracy?
—Enseguida salgo.
Esperé hasta que, efectivamente, la sombra de él se dibujo frente a la puerta. Desde allí podía verme sentada, con la faldita caída hasta los tobillos y mi sexo al aire. Vi cómo se agachaba y me levanté despacio, sin enjugarme las gotas de orina que operaban mi vello púbico entre los labios de mi vagina, mostrándole generosamente mi peluso. Inmediatamente me di la vuelta, con la falda caída y le enseñé mi culito. Me incliné con las piernas abiertas, para que pudiera ver la forma de mi chocho por detrás. Pulsé el botón del depósito y la pequeña cascada de agua limpió el retrete. Y allí estaba él, como esperaba, detrás de mí.
—Tracy —dijo con voz melosa—. Estaba preocupado…
Yo hice un gesto para agacharme y subir mi falda.
—Estás preciosa, Tracy; ¿a que lo sabes? —Fingí azoramiento— No te inquietes…, hay confianza. —Parecía hipnotizado mirando mi felpudito— Oye…, no llevas braguita. —Me encogí de hombros sonriente. La boca se le hacía agua visiblemente— ¿Puedo verlo de cerca? —Acto seguido se acercó a un palmo de mí. Yo pensaba que Jaqueline ya habría vaciado la caja. Tío Jenkins tenía los ojos brillantes de lujuria. Yo seguía con la faldita caída sobre mis empeines.
—¿Oye, me dejarías tocarlo…?
No esperaba la petición y no sé cómo ni porqué, pero tenía sensaciones encontradas, algo extrañada de aquel hormigueo interior: una cosita se movía en mi vientre. Retrocedí y bajando la tapa, me senté en el retrete. Levanté las piernas y las apoyé sobre la tapa abriendo ampliamente mis muslos. Él se agachó frente a mi coño peludo. Unas gotas de saliva aparecieron en sus labios semiabiertos. Puso los dedos en el vello púbico. Rozó con el índice el medio del chochito.
—Está mojado … —dijo acercando el dedo a sus ojos. —No era lo que él suponía: eran las gotas de mi pipi, que no limpié al orinar.— ¿Te gusta? ¿Quieres que te toque, verdad?
Yo no respondí, pero seguí con los muslos abiertos, mostrando mi coño velludo a sus ojos ansiosos. Tío Jenkins metió dos dedos en mi raja. Los sentí profundizar en el agujero, que estaba húmedo. Él resopló. Los introdujo hasta el final y comenzó a sacarlos y meterlos a ritmo acompasado. Yo estaba confundida: algo morboso me llevaba a seguir con aquella situación que se había convertido en un extraño juego. Miré el bulto entre sus piernas arrodilladas; debía tener su polla dura.
Sentía sus dedos nerviosos penetrándome, y me estaba acercando al clímax sin poder evitarlo; tampoco pude contener los jadeos y un fuerte gemido al estallar el orgasmo. Tío Jenkins también jadeaba. Sacó los dedos de mi agradecido conejito.
—Tracy, me has puesto a cien. Necesito…., ¿quieres tocarme tú ahora? Me muero de ganas. Sólo eso. —Me miró con ojos velados por la rijosidad. Se levantó. Ante mi tenía su abultada bragueta.
Bajé las piernas y me subí la falda. Mis labios vaginales estaban chorreando flujo. Le bajé la cremallera y saqué con dificultad la verga de tío Jenkins. Estaba completamente erecta, muy dura, mojada. La empecé a masajear, bajando la piel translúcida del mastil. El capullo tenía un color rosado desvaído. Estaba igual de caliente que el mango nervudo, grueso y venoso. Le subía y bajaba el prepucio que se iba cubriendo del flujo que manaba por la boca ancha del glande. Como estaba en plena fase preeyaculatoria, en unos segundos, con un bronco sonido gutural, noté que se iba a venir imparablemente en mi puño.
Solté la pija antes de que le sobreviniera el primer espasmo. Él se agarró el miembro tembloroso y se corrió, jadeante. Goteando, la leche espesa brotó en grumos, fue esparciéndose por su mano; el esperma se escurría entre sus dedos, manchando las perneras del pantalón. Siguió sacudiendo el miembro hasta que menguó de tamaño. Por detras, en la puerta, apareció la figura de Jaqueline y me hizo un gesto: ya tenía todo lo que habíamos acordado llevarnos.
Tío Jenkins rasgó un trozo de papel higiénico y se limpió los churretes lácteos del desinflado órgano sexual. Cuando iba a salir del aseo le escuché decir:
—No se lo digas a nadie; será nuestro secreto.
—De acuerdo —respondí sin volverme a él—: que todo quede en el silencio. Por cierto, ya no tengo ganas de desayunar.
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