¡Hola a todos! ¿Cómo andan? Una consulta rápida antes de meternos de lleno en el relato: ¿Les gustan las historias largas o prefieren que vayamos más “a los bifes”? Los leo. ¡Ahora sí, empecemos!
Mi comienzo de 2023 había sido un embole: laburo, calor, cero planes y ni siquiera un chisme decente para distraerme.
Estaba tirada boca arriba en el sillón, pensando seriamente en fusionarme con el ventilador, cuando me llegó un mensaje de voz de una amiga de toda la vida. La misma con la que nos vemos poco, pero cada encuentro rinde por meses. Le di play sin muchas expectativas.
—Che, el sábado hago una juntadita en casa. Quedo sola. Tranca, algo para tomar, pileta si pinta. Caéte.
No me dio demasiados detalles, pero siendo enero, con ese calor insoportable que te deja pegada a cualquier superficie, cualquier excusa para salir de mi casa era bienvenida. Así que dije que sí sin pensarlo mucho.
Llegué cerca de las once de la noche, transpirando como si hubiera corrido una maratón.
El aire afuera estaba espeso, pesado, ese tipo de calor que te hace sentir que respirás sopa. Apenas abrí la puerta, un golpe de música, risas y olor a bebidas dulces me recibió.
—¡Al fiiin! —me gritó mi amiga desde la cocina, con un vaso en la mano—. Pensé que no venías más.
—Me estaba derritiendo en la vereda —le dije, dejándome caer en el sillón.
En la casa había más gente de la que esperaba. Varias caras conocidas, otras no tanto. Tres chicas que ya había visto en otros planes, un par de chicos que no me sonaban de nada, y un tercero que estaba afuera, cerca de la galería, hablando con alguien.
No le presté atención. Mi cerebro estaba más concentrado en el hielo del vaso que mi amiga me alcanzó.
Un trago. Después otro. Y el cuerpo empezaba a aflojarse, como si el alcohol fuera una brisa fresca interna compensando el calor húmedo del living.
Nos sentamos en ronda, algunas en el piso, otras en el sillón. Los ventiladores giraban inútilmente, como si solo empujaran aire caliente de un lado a otro.
La ropa de todos era mínima: shorts, tops, remeras grandes y gastadas. El calor no perdonaba.
Yo estaba sentada en el piso sobre una almohada, con las piernas cruzadas, charlando con dos de las chicas. Entre risa y risa, alguien dijo:
—Che, ¿y si jugamos a algo?
Mi amiga, siempre anfitriona entusiasta, apareció levantando una caja de cartas como si fuera un trofeo.
—Tengo el “No lo testeamos ni un poco picante”. ¿Se copan?
Las risas fueron inmediatas. Era de esos juegos peligrosos cuando ya había alcohol en sangre. Pero justo por eso, perfecto.
—Dale —dije, sin saber mucho de lo que se trataba.
Nos acomodamos más cerca. Diez personas en el piso de un living chico, todos pegajosos, medio apoyados unos contra otros por simple falta de espacio y por lo mal que circulaba el aire.
El olor a perfumes mezclados era… raro, pero de alguna manera divertido.
El juego arrancó suave. Cartas boludas, desafíos simples, pavadas.
Después empezaron las prendas un poco más atrevidas: un topless de una de las chicas, un chico haciendo un baile erótico, dos participantes que tuvieron que mandarle audios calientes a contactos random. El alcohol ayudaba a que todo pareciera gracioso, liviano, absurdo.
Yo venía esquivando los retos jugados con la misma estrategia:
—Shot. A la mierda. —decía, levantando el vaso.
Las chicas se reían, los chicos se aplaudían como si hubieran hecho algo heroico. Todo estaba en ese punto justo entre divertido y peligroso.
Fue recién ahí, en la ronda como número cinco o seis, que lo noté. Un tipo que estaba sentado casi enfrente mío.
No sé cómo no lo había registrado antes. Tenía el pelo un poco desprolijo, y una expresión canchera que me cayó mal al instante. De esos que hablan con una sonrisa permanente, como si siempre supieran algo que vos no.
No le presté más atención… hasta que habló por primera vez, haciendo un comentario boludo sobre una prenda que le tocó a otro.
Ahí pensé: ay, este va a ser insoportable.
Seguí jugando. Varios tragos después, la noche ya tenía el brillo caliente de las situaciones que pueden salir muy bien… o muy mal.
Cuando levanté mi carta y leí la consigna, solté una risa incrédula:
—Dale… ¿en serio? —dije, mostrando el cartón—. “Preguntale a los demás participantes si alguno te deja masturbarlo. No hace falta que lo hagan en frente de todos”.
Las chicas gritaron un “Uuuuh”, los chicos hicieron ruidos exagerados. Yo apoyé la carta en mis piernas y respiré hondo, sintiendo cómo la piel me brillaba por el calor y la transpiración.
—Bueno… —dije, levantando la vista con una sonrisa resignada—. ¿Alguien?
Esperaba risas, esperaba que me dijeran que tomara otro shot, o que alguien tirara un chiste. Nada más.
Pero la voz vino desde el otro lado de la ronda, clara, firme, con ese tono canchero que ya me había caído mal antes.
—Yo quiero.
Lo miré.
Leo -así se llamaba- seguía con esa sonrisa dibujada, una ceja alzada, la postura relajada de alguien que no le teme al ridículo ni a nada en realidad. Y por alguna razón, la forma en que lo dijo me hizo parpadear dos veces, sorprendida.
Las miradas del resto se volcaron hacia nosotros.
—¿En serio? —le pregunté, más para ganar tiempo que otra cosa.
—Si —dijo, encogiéndose de hombros.
Hijo de mil. Primero me reí. Después me puse un poco nerviosa.
—Vamos —solto, casi desafiándome.
Risas, gritos, aplausos. Un quilombo hermoso.
Mi amiga señalaba el pasillo como si fuera la maestra de ceremonias de una obra ridícula.
Él se levantó, tranquilo, sin perder esa expresión sobradora. Pasó cerca mío al caminar y el olor a desodorante mezclado con calor varonil me llegó de golpe. No sé por qué, pero me erizó un poco la piel.
Cruzamos el living entre chistes y comentarios, esquivando vasos y piernas. Él iba adelante. Yo atrás, con una adrenalina rara retorciéndome en el estómago.
El pasillo parecía más largo de lo normal. O tal vez era el aire caliente el que me hacía caminar lento, como si el verano entero estuviera colgado de mis hombros.
Él iba unos pasos adelante, sin apuro, con esa seguridad molesta que me había caído como el orto toda la noche.
Pero ahora… ahora me latía en el pecho.
Entramos. La habitación era un desastre: la cama deshecha, una lámpara prendida en el velador tirando una luz tibia, casi dorada, que hacía brillar el sudor en mi piel; ropa tirada por todos lados, maquillaje
La puerta se cerró detrás nuestro con un click suave y todo el ruido del living quedó lejos, como si hubiéramos cruzado a otro mundo.
Él se dio vuelta despacio, mirándome de arriba abajo con esa sonrisa canchera que me irritaba… y que, por alguna razón, ahora me derretía un poco.
—¿Empezas? —me preguntó, sin burlarse, sin exagerar. Solo ese tono suyo, pícaro, confiado, casi desafiante.
—Pensás que no me da, ¿no? —le dije, cruzándome de brazos, aunque sentía cómo el corazón me golpeaba en las costillas.
Él se rió, bajito, esa risa grave que vibra más que suena.
—Pregunto nomás… por ahí te quedaste sin coraje —dijo, levantando una ceja.
Me acerqué un paso, después otro. El calor de la habitación se pegaba a la piel como una mano húmeda. Lo sentí antes de tocarlo, ese magnetismo ridículo que no tenía sentido con alguien que horas antes me caía pesado.
—¿Querés ver? —le dije, sin bajar la mirada.
Él no contestó. Simplemente apoyó las manos en el borde del colchón y se bajó el pantalón con una naturalidad que me cortó el aire. Se sentó en la cama, las piernas un poco abiertas, el pecho subiendo y bajando más rápido de lo normal.
Por un momento no pude moverme. El calor, el silencio, la lámpara iluminando solo una parte de su cuerpo… todo me envolvió de una manera casi mareante.
—Vení —me dijo, bajando la voz hasta un murmullo ronco—. Si no te da miedo.
Eso fue lo que me hizo temblar. No la frase. El tono. Como si supiera exactamente qué botón tocar.
Di un paso. Otro. El piso frío bajo mis rodillas cuando me arrodillé frente a él me arrancó un pequeño sobresalto. Él lo notó. Sonrió apenas.
Levanté la mano con una lentitud que no sentía, como si el aire se hubiera vuelto denso. Mis dedos temblaban un poco cuando le toqué, la pija y el calor que me devolvió fue una descarga eléctrica.
Empecé a subir y bajar, despacio, aprendiendo el ritmo, el peso, la textura. Él no dijo nada, pero su respiración se cortó un segundo, y eso me dio más confianza que cualquier palabra.
Con una mano, se agarró el borde de la musculosa y se la tiró de un tirón. La tela voló por el aire y cayó en un rincón oscuro, y de repente su pecho estuvo ahí, bañado en esa luz dorada y sudorosa.
Vi cómo se tensaban los músculos de los brazos al apoyarse en el colchón, cómo el abdomen se contraía con cada jadeo. Mis ojos estaban fijos en su cuerpo, en la forma en que se movía mientras mi mano seguía ese viaje lento y deliberado, sintiéndolo crecer, endurecerse, volverse mío.
—Miráme —ordenó suave.
Le levanté la mirada. Ahí estuvo el momento.
Ese instante en que todo se vuelve una sola línea tensada, a punto de romperse.
Sus ojos brillaban. Su respiración chocaba con la mía. Sentí su mano rozar mi pelo, apenas, como probando si podía. No guiando todavía, solo… tocando. Pero me rompí.
Me incliné y le tomé la pija con la boca, y el sabor a él, salado y vivo, me inundó por completo.
Empecé a lamerle la cabeza con la punta de la lengua, jugando con ese borde sensible, escuchando cómo su respiración se convertía en un gemido bajo y ronco.
Sentí sus manos moverse, indecisas, antes de posarse con suavidad en mis sienes. No empujaban, solo estaban ahí, como si quisieran asegurarse de que no me fuera a ir.
Le escupí en el tronco, viendo cómo brillaba bajo la luz de la lámpara, y mi mano volvió a moverse, deslizándose sobre mi propia saliva mientras mi boca exploraba cada centímetro.
Los gemidos se hicieron más fuertes, más urgentes. Bajé la mano y le toqué las bolas, pesadas y calientes, masajeándolas suavemente mientras lo seguía chupando con más hambre, más ganas.
Fue entonces cuando sus dedos se enredaron en mi pelo y apretaron, no con fuerza, pero con una autoridad que me quitó el aliento. Apoyó las dos manos en mi cabeza, guiándome, y yo me dejé llevar.
Ya no había juego, ya no había desafío. Solo su venoso pene en mi boca, sus gemidos llenando el cuarto y la certeza absoluta de que habíamos cruzado un punto del que no había vuelta.
—Pará, pará —soltó entre dientes, tirando de mi pelo con justeza—. Te quiero coger.
Seguí con mi boca en su pija un segundo más, como si no lo hubiera oído, y luego lo miré desde abajo. Su pecho subía y bajaba de una manera poco tranquila.
—No, Leo —dije, volviendo a bajar la cabeza—. Así está bien.
—No, hermosa, no está bien —insistió, con esa voz canchera que ahora sonaba a pura urgencia—. Te quiero entrar. Tengo un forro en la billetera, en el pantalón.
La palabra “forro” me golpeó en medio del pecho. Detuve mi mano. Me quedé ahí, arrodillada, con la cara a centímetros de su piel, y dudé.
Por un instante, el juego de antes, los tragos, la risa, todo pareció una tontería. Esto era otra cosa.
Pero no me dio tiempo a decidir. Me agarró de los brazos y me levantó de un tirón, con una fuerza que me dejó sin aire.
Me giró y me tiró de espaldas sobre la cama, que rebotó con un ruido de colchon viejo. Me quedé mirando el techo, sintiendo el mundo girar, mientras él se arrodillaba debajo.
Me bajó el short de una sola tirada, violenta y rápida, y antes de que pudiera pensar en protestar o en decir que sí, bajó la cabeza y me besó el ombligo. Un beso húmedo, caliente, me derritió por completo.
Se levantó un segundo, el tiempo justo para sacar la billetera del pantalón tirado en el piso y encontrar el forro.
Lo vi abrir el paquetito con los dientes, esa maniobra torpe y rápida que lo hacía ver aún más real. Se lo puso con una mano, sin quitarme los ojos de encima, y volvió a sobre mí.
Me agarró las piernas por detrás de las rodillas y las levantó, abriéndolas, dejándome expuesta. Las apoyó sobre sus hombros, una a cada lado, y se inclinó sobre mi cuerpo.
Entró suave, despacio, y el aire se me escapó de los pulmones en un jadeo ahogado. No era doloroso, no. Era… lleno. Una presión que se fue abriendo paso hasta que no supe dónde terminaba yo y empezaba él.
Me quedé quieta, con las manos a los costados, mientras una de ellas se iba sola hacia mi vientre, como si necesitara sentir desde afuera lo que estaba pasando adentro. Él se movió con un ritmo pausado, profundo, mirándome fijamente, y cada embestida me sacudía hasta los huesos.
El ritmo cambió. Arrancó con un poco más de fuerza, un poco más de velocidad, y luego se hizo imposible ignorarlo.
Las embestidas se volvieron más hondas, más seguidas, y el aire del cuarto se llenó con el sonido de nuestros cuerpos chocando, esos golpes húmedos y rítmicos que me borraron la memoria.
—Sos linda, puta… sos re linda —me susurró, con la voz rota—. Lo buena que estás… te voy a llenar de leche.
Yo solo podía gemir. Las palabras se me mezclaban en la boca, se convertían en sonidos sin sentido. Sentía cómo se me cerraban los ojos, cómo mi cuerpo se entregaba por completo a ese ritmo que me estaba rompiendo.
—Así Leo… —logré decir—. Ahí…
Él apretó más, más rápido, y yo sentí cómo todo se tensaba adentro mío, una cuerda que se estiraba hasta el límite.
—Más —solté, casi un ruego, un grito ahogado debajo de él—. Más, por favor.
Se inclinó y me besó. No fue un beso tierno. Fue un beso hambriento, de labios abiertos y dientes que chocaron, como si quisiera devorarme.
Bajó a mi cuello, mordisqueando la piel con una urgencia que me erizó, y llegó hasta mi lóbulo, que lo tomó entre sus labios y succionó hasta que me temblaron las piernas.
De golpe, me la sacó. La ausencia de su pito me dejó vacía, fría por un segundo. Pero antes de que pudiera protestar, sus manos estaban en mis tetas, masajeándolas con fuerza por encima de mi remera mojada, frotando los pezones hasta que se pusieron duros y dolieron.
Me agarró de la mano y me levantó de la cama como si no pesara nada.
Me giró, confundida y temblando, y me empujó suavemente hacia adelante. Mis manos buscaron apoyo y encontraron una cajonera vieja de madera, que crujió bajo mi peso.
Me quedé ahí, inclinada, con la remera enrollada hasta el ombligo y el short en los tobillos, sintiendo su presencia detrás mío. Se paró a mi espalda, me abrió las nalgas con una mano, y volvió a entrar de golpe.
Esta vez fue distinto. Más profundo, más salvaje. Una penetración seca y directa que me dobló las rodillas y me arrancó un grito que no pude contener.
El ritmo era bestial. Cada golpe me sacudía hasta los cimientos, mis manos resbalaban sobre la madera de la cajonera y mis gemidos ya no eran míos, eran de él. Él jadeaba contra mi espalda, un animal agitado y sin control.
—Te voy a llenar de leche, puta… te voy a llenar toda —soltó entre dientes, con la voz rota por el esfuerzo—. Sos una trola, mirá como te entregas así…
El insulto fue como gasolina. Me quemó por dentro y me hizo pedir más.
—¡Dale más! —grité, con la voz destrozada—. ¡No pares, hijo de puta, no pares!
Sentí que se endurecía todavía más, que su ritmo se volvía errático, desesperado. Supe que estaba al límite. El pánico y el deseo me mezclaron en un solo instante.
—La quiero en la boca —dije, volviendo la cara lo que pude—. Quiero que me llenes la boca de leche, Leo.
Él soltó un gruñido, un sonido animal de pura entrega, y se retiró de un tirón. Me giró violentamente, me empujó de rodillas y se paró frente a mí, tirándose el forro con una mano mientras la otra se aferraba a mi pelo.
Yo abrí la boca, esperándolo, jadeando, lista para recibirlo.
Me empujó la cabeza hacia su pija y yo me la tragé de un solo golpe, hasta el fondo. Sentí cómo se tensaba por completo, cómo el cuerpo se me paralizaba un instante antes de explotar.
Gritó, un grito seco y cortado que salió de lo más profundo de su garganta. Luego una respiración profunda, temblorosa, y un quejido largo de pura liberación.
Su semen me golpeó el paladar, caliente y salado, una y otra vez, mientras mi lengua seguía moviéndose sola, estimulándolo, sacándolo todo hasta el último gota.
Yo jadeaba también, con los ojos llorosos por el esfuerzo y el calor. La saliva se mezclaba con su leche, un líquido espeso y vivo que me llenaba la boca.
Cuando lo sentí aflojar, lo solté lentamente. Me quedé un segundo ahí, de rodillas, con todo eso en mi boca.
Miré hacia la ventana, me levanté, caminé tambaleando hasta ahí, la abrí con la mano libre e incliné la cabeza. Hice un buche, sentí el sabor final, y la escupí afuera, hacia la noche oscura y calurosa.
Tardé unos segundos en recuperar la respiración. Él también.
La habitación estaba más caliente que antes, como si el aire se hubiera quedado sin oxígeno. La lámpara seguía iluminando esa luz tenue, dorada, que ahora parecía aún más íntima.
Me acomodé el pelo con las manos temblorosas, tratando de darle un mínimo de dignidad al desastre. Él se rió bajito cuando vio mi expresión, una risa suave, satisfecha, que me hizo rodar los ojos sin poder evitar sonreír.
—¿Estás bien? —preguntó, con ese tono suyo entre canchero y sorprendentemente tierno.
—Sí… —tragué saliva—. O sea… sí.
Él se subió el pantalón con una calma irritante, como si no le temblara ni la respiración, aunque yo sabía que sí. Lo había sentido. Lo había escuchado. Tenía las mejillas coloradas y una gota de sudor deslizándosele por la garganta.
Yo me vestí despacio. Las piernas… bueno, no estaban del todo firmes. Él lo notó, claro que lo notó.
—Tranqui —dijo sonriendo—. Es el calor.
—Sí, el calor —repetí, mintiendo descaradamente.
Nos reímos los dos, nerviosos, como si no pudiéramos creer lo que había pasado.
Me crucé de brazos para que no se notara tanto cómo me vibraban las manos.
—Voy al baño —dije, porque necesitaba un segundo de aire fresco, de agua, de… algo.
—Dale —respondió él, abriéndome la puerta como si fuéramos cómplices de un crimen.
Salí al pasillo. El contraste con la música del living me pareció abrumador.
Caminé rápido al baño, cerré la puerta y apoyé las manos en la bacha. El espejo no ayudó: estaba colorada, despeinada, con los labios hinchados de tanto… bueno, de tanto calor.
Abrí la canilla y me lavé las manos despacio, dejando que el agua fría me bajara un poco la temperatura del cuerpo y de la cabeza.
Respiré hondo. Otra vez, sentí un temblor rezagado, esa chispa que me recorría todavía.
—La puta madre… —murmuré, pero con una sonrisa que no pude borrar.
Cuando volví al living, la escena había cambiado.
Donde antes había diez personas amontonadas en ronda, ahora quedaban seis. El resto se había evaporado en habitaciones, el patio o vaya a saber uno dónde. Yo no era la única que había “aceptado un reto”, al parecer.
El living tenía otra energía: menos bullicio, más murmullos, luces más bajas, vasos abandonados por todos lados.
Y él… él estaba ahí, de pie al costado del sillón, sosteniendo un vaso que no parecía haber tocado desde que salimos de la habitación.
Me miraba. No de forma intensa, ni invasiva. Me miraba como si no pudiera evitarlo.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, su media sonrisa apareció, esa misma que antes me parecía insoportable y que ahora me hizo sentir un calorcito nuevo en el pecho.
—¿Todo bien? —preguntó mi amiga desde lejos.
—Sí —contesté, levantando mis manos recién lavadas—. Fui a higienizar mis… bueno.
Un par de las chicas que quedaban soltaron una carcajada al escucharme. Yo sonreí también, ya más relajada.
Me dejé caer en un sillón vacío, todavía respirando un poco más rápido de lo normal. Él siguió mirándome un rato más, hasta que me animé a soltar, medio en chiste, medio en sinceridad:
—Aviso desde ya que para mí… el juego terminó. Yo ya cumplí por toda la noche.
Un coro de “uhhh” suave se escuchó en la ronda reducida. Él levantó su vaso, como saludándome desde su esquina.
—Yo también —dijo Leo, con una calma peligrosa.
Sentí el impacto de esa frase en el estómago, como si todavía estuviéramos en la habitación.
Miré para otro lado para disimular, pero mis labios se curvaron solos.
El calor de la noche seguía ahí, pegajoso. Pero ahora… eso tenía otro origen.
![]()
Para mí leer el relato largo es mejor, pero el cuento del marido de viaje, el juego entre amigos que ya todos saben lo que va a pasar Pierde un poco de gracia, pero está bien relatado.
Hola! Me encanta leerte! Creo que los lectores nos deleitamos cuando describen con lujos de detalles las situaciones más importantes, más caliente, el momento previo al contacto sexual y el acto en sí…esos detalles que nos calientan y nos los rodeos o las muchas vueltas que van por las ramas de las historias….
Si son así , definitivamente largos. Son muy buenas tus historias. Si te parece intercambiar ideas escribime.