Avergonzada pero satisfecha

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T. Lectura: 11 min.

El camino hasta su casa se me hizo más largo de lo que era. Tal vez eran los nervios, o la incomodidad de no saber exactamente cómo iba a reaccionar Marian cuando me viera después de tantos meses.

Las calles estaban vacías, como si la noche pesada de febrero las hubiese aplastado; solo el zumbido de algún aire acondicionado y el chirrido distante de una moto rompían el silencio. Sentí una gota de sudor bajar por la frente mientras caminaba, mezcla de calor y ansiedad.

Su abuelo había muerto. Yo no iba por la persona fallecida. Iba por él. Por mi amigo. Por ese “casi” que siempre había flotado entre nosotros sin convertirse nunca en nada concreto.

Mientras me acercaba a la puerta, pensé inevitablemente en lo mismo de siempre: en cómo él había intentado algo conmigo años atrás y cómo yo… estaba rota en ese momento, cerrada a todo.

Él había llegado en mal timing, justo cuando yo no podía dar nada. A veces me pregunto si eso lo dejó marcado, si todavía había algo ahí, algún resto de esa conversación que no tuvimos.

Respiré hondo antes de entrar. No esperaba nada, no buscaba nada. Solo quería estar presente, acompañarlo en un momento duro, sin cargar la noche con viejas historias.

Eran casi las once de la noche y el calor seguía pegado a la piel como una capa de polvo húmedo. El silencio tenía un peso raro, contenido, como si la quietud misma pidiera respeto.

Empujé la puerta lentamente.

Al entrar al velorio, la penumbra parecía absorberlo todo: susurros, pasos, miradas que se esquivaban. El dolor ajeno flotaba entre las paredes como un perfume negro.

Lo encontré hablando con alguien, la mandíbula rígida, los ojos apagados. La ropa negra le quedaba demasiado bien, marcando las líneas de su cuerpo con una precisión que me desarmó. El moreno de su piel parecía más profundo bajo esas luces amarillentas, y el nudo en su garganta, tenso, respirándose apenas, lo volvía más atractivo de lo que debería ser en un momento así.

Cuando me acerqué a saludarlo, lo sentí frío. Distante. Como si mi presencia rozara una fibra sensible que él prefería mantener dormida.

Estaba hablando con una mujer que no conocía, y aun así reconocí en su postura ese tipo de incomodidad educada: hombros ligeramente tensos, mandíbula firme, mirada que buscaba una salida sin encontrarla.

Ella, en cambio, parecía muy instalada en la conversación; lo miraba con un interés que me chocó apenas llegué.

—Hola, Marian —dije en voz baja, sin querer interrumpir demasiado.

Él me devolvió una mirada rápida, apenas un contacto, y respondió:

—Ali.

Seco. Una sola sílaba. Como si no supiera dónde ubicarme.

La mujer me escaneó de arriba abajo con una sonrisa demasiado neutral. El tipo de gesto que pretende cortesía pero es todo lo contrario.

—Perdón, no quise cortar nada. Lo siento mucho —agregué, intentando aligerar un poco, suavizar el clima. Sonreí apenas—. Solo quería ver cómo estabas.

—Bien —dijo él, sin mirarme demasiado.

Un monosílabo que cayó entre los tres como un objeto pesado. Mi intento de humor se deshizo en el aire. La mujer ladeó la cabeza, apenas, como si registrara algo que no terminaba de entender… o que entendía demasiado.

Sus dedos le rozaron el brazo a él en un gesto que pretendía apoyo, pero que me tensó la espalda sin razón lógica.

Intenté no darle demasiada importancia. No estaba para leer gestos, pero la atmósfera era espesa.

—Debe estar siendo una noche difícil… —dije, todavía con ese tono suave que no quería abandonar.

Marian asintió sin más. Casi automático. Silencio.

Un silencio incómodo, de esos que estiran un segundo hasta hacerlo insoportable. Los tres parados ahí, sin saber bien qué decir, como si la presencia de cada uno complicara a los otros en formas distintas.

Él respiró hondo, apenas, como si necesitara aire y no hubiera suficiente en la habitación. Su mirada se deslizó de la mujer a mí, y luego a ningún lado. La incomodidad se le notaba en la piel.

Y entonces lo vi hacer ese gesto mínimo: la lengua pasando por la comisura, la mirada hacia el pasillo, el cuerpo girando un poco hacia atrás. Una salida. Una excusa que no dijo.

Se fue enseguida, casi escapándose. Yo quedé con la mujer con la que él hablaba, una que no me conocía pero habló como si supiera todo.

—Mejor no molestarlo —dijo con una falsa compasión que me raspó—. Está muy sensible.

Lo entendí. Era una indirecta tan torpe que casi me dio vergüenza ajena. No la enfrenté. No tenía sentido. Pero tampoco me iba a dejar pisar.

—Yo solo quiero lo mejor para él —respondí, sin perder el tono suave—. Aunque tenga que aguantar que cualquiera se meta.

Sus ojos se abrieron un poco, sorprendidos. No me quedé a ver cómo reaccionaba. Me di vuelta y me alejé por el pasillo, respirando el silencio espeso del lugar… hasta que lo vi.

La puerta de su habitación estaba entreabierta. Él estaba ahí, sentado en la cama, la cabeza baja, los hombros tensos. Vulnerable de una manera que me quebró algo adentro. Sin pensarlo, sin medir nada, entré. Cerré la puerta detrás de mí.

—No estoy tan mal como parece —dijo antes de que pudiera hablar—. Obvio que me duele… pero ya estaba sufriendo demasiado. Todos lo sabíamos. Lo que me jode es ver a los hipócritas acá dentro, haciendo de cuenta que les importa.

Me quedé mirándolo. El alivio de saber que no estaba enojado conmigo se mezcló con una ternura feroz.

Me acerqué y él abrió un álbum sobre sus piernas. Me mostró fotos, dos, tres. Pequeñas historias en voz baja. Sonrisas que no sabía que podía tener hoy.

—Mirá esa cara… —le dije, riéndome suave.

—No te burlés… —respondió, pero sus labios se aflojaron un poco.

Seguimos así un rato, dejándonos respirar. Dejándome verlo.

Su mano subió a mi pelo como un reflejo. Un gesto torpe, dulce, casi adolescente. Y yo… yo me recosté en esa caricia sin pensarlo, buscando ese calor que no había dejado de querer desde hacía años.

La cercanía se volvió insoportable. Su respiración chocaba con la mía, suave, irregular.

Él me miró. Yo no sé qué le devolví, pero lo hizo inclinarse. Rozó mi boca con la suya, apenas. Y entonces me besó.

Lento. Casi con miedo. Un roce que me abrió el pecho de golpe. Pero en cuanto lo sentí, en cuanto lo saboreé después de todo ese tiempo, Marian se alejó un centímetro, respirando fuerte.

—¿Estás seguro…? —murmuré, con su frente apoyada en la mía.

Yo lo estaba desde antes de entrar al cuarto.

—¿Vos no? —me preguntó, casi sin aire.

Volvió a besarme con hambre contenida, como si algo adentro suyo finalmente se liberara. Mis manos le rodearon la nuca, encontrándose con la punta de un tatuaje que siempre había querido tocar.

Él me atrajo hacia sí con una urgencia que se escapaba por cada exhalación, como si necesitara sostenerme para no caerse.

La tensión que arrastrábamos desde años atrás se volvió un latido único, un tirón inevitable. Su boca bajó a mi cuello, y mi respiración se quebró contra su hombro.

Sentí sus dedos en mi cintura, indecisos primero, firmes después. Yo me aferré a su remera negra, sintiendo el calor de su piel debajo, ese calor que tanto había imaginado.

El mundo afuera quedó reducido a murmullos distantes, sombras deshechas, pasos lejanos. Ahí adentro solo existíamos él y yo, y todo lo que no dijimos durante demasiado tiempo.

Su frente volvió a apoyarse en la mía.

—Ali… —susurró, como una confesión.

Yo lo acerqué más. Su mano bajó por mi espalda, lenta, firme, y la habitación pareció encogerse alrededor nuestro.

El beso se rompió para volverse más profundo, más urgente. Ya no había miedo ni dudas en la forma en que sus labios se mordían, solo un hambre contenida que por fin encontraba su salida.

Mis manos viajaron por sus brazos, sintiendo la tensión de sus músculos bajo la tela negra, hasta que bajaron con una decisión propia hasta su entrepierna. Lo encontré duro, ardiendo, y él soltó un gemido ahogado contra mi boca que me recorrió entera.

A su vez, sus palmas se posaron en mi culo, apretándome con fuerza para jalarme contra él, y luego subieron, torpes y ansiosas, hasta mis tetas. Las apretó sobre la tela, como si quisiera confirmar que eran reales, que estaba ahí, y su pulgar me rozó el rostro, la línea de mi mandíbula, mientras nos devorábamos sin aire.

Una de mis manos se desprendió de él para bajar hasta mis tobillos. Con un movimiento torpe, me saqué las zapatillas. Él lo notó y, sin romper el beso, sus dedos encontraron el elástico de mi calza. La bajó despacio, como si desempacara un regalo, y la tela se deslizó por mis piernas hasta caer en un montón oscuro a mis pies.

Sus ojos se clavaron en mi tanga roja, un destello de color en la penumbra del cuarto. Se arrodilló frente a mí y me besó por encima del tejido, un contacto húmedo y caliente que me hizo temblar. Luego, con la punta de los dedos, corrió la tanga hacia un lado y su boca encontró mi concha.

El primer lengüetazo fue lento, explorador. Un trazo largo y húmedo que me dejó sin respiración.

Después su lengua empezó dibujando círculos precisos, mientras sus labios mordisqueaban suavemente los bordes. Cuando llegó a mi clítoris, lo hizo con una succión corta y un mordisco casi imperceptible que me arqueó sobre sus manos. Sus dedos se unieron a la fiesta, entrando y saliendo, frotando ese punto dentro de mí que solo yo conocía hasta ahora.

Apreté la mano contra mi boca para no gritar, pero un gemido bajo y rasposo se escapó igual, mezclado con el sonido de su respiración y el zumbido de la noche afuera.

Se levantó de golpe, como si no pudiera aguantar más lejos de mí. Con un solo movimiento, me alzó la remera por encima de la cabeza y la tiró a un rincón.

Sus ojos se oscurecieron al ver mi corpiño negro. Me apretó las tetas de nuevo, esta vez directamente sobre la tela y el encaje, sus dedos presionando mis pezones hasta que se pusieron duros bajo el tacto.

Me besó de nuevo, un beso salvaje, mientras una de sus manos se deslizaba a mi espalda para buscar el broche del corpiño. Lo encontró, lo abrió, y la tela cayó, dejándoselas al descubierto.

Su boca bajó de inmediato, lamiéndolas, besándolas, hasta que me tomó un pezón entre los dientes y lo mordió con justeza, una mezcla de dolor y placer que me hizo jalar de su pelo y pedirle más.

El dolor placentero de sus dientes en mis pezones me hizo moverme con una urgencia que no pude controlar. Mientras él apretaba con fuerza, mis manos buscaron el cierre de su pantalón.

Lo abrí sin mirarlo, y el metal cedió con un chasquido seco. Bajé la cremallera lentamente, sintiendo el calor que emanaba de él, y empujé la tela hacia abajo. Él me ayudó, levantando las caderas, y el pantalón cayó hasta sus tobillos, dejándolo solo con su boxer oscuro, tenso y marcado.

Me separó un paso, solo para sentarse al borde de la cama, con las piernas abiertas y la mirada fija en mí, como si fuera una presa y él un depredador finalmente saciado.

No me lo dijo. No hizo falta. Me arrodillé en el suelo, entre sus piernas, y mis manos subieron por sus muslos hasta aferrarme a la tela de su bóxer. Se la bajé con la misma lentitud con la que él me había quitado la calza, y su pija se liberó, dura y pesada contra mi palma.

La miré un segundo, el tamaño, la forma, y luego la tomé con la boca. Le di un primer lengüetazo en la punta, salada y limpia, y luego me la metí todo lo que pude. Él se recostó sobre los codos, jadeando, y sus palabras salieron rotas, cargadas de años de espera.

—Así te quería tener… —murmuró, con la voz ronca.

Pasé mi lengua por todo el tronco, despacio, sintiendo cada vena, cada pulso. La llevé a mis labios de nuevo y la hundí hasta la garganta, ahogándome un poco, y él arqueó la espalda.

Se sacó la remera de un tirón, tirándola al suelo, y su torso desnudo se iluminó con la luz tenue de la habitación.

Luego apoyó sus manos sobre mi cabeza, entrelazando los dedos en mi largo pelo negro, no para empujarme, sino para sostenerse, para anclarse a mí mientras mi boca lo devoraba.

Me guio con una presión suave, un ritmo que él marcaba con el movimiento de sus caderas. Sentí cómo se tensaba, cómo sus músculos se endurecían y su respiración se cortó en un quejido ahogado que retumbó en las paredes del cuarto.

—La puta madre que te parió… —dijo él, y las palabras salieron como un suspiro final. No me dejó terminar.

Con una fuerza que me tomó por sorpresa, me levantó de los brazos y me tiró sobre la cama. El colchón recibió mi cuerpo con un golpe seco.

Me deslicé hacia el borde, sin que él me lo pidiera, y abrí las piernas, una invitación clara y desesperada. Él se inclinó sobre mí, con una pierna en la cama y la otra en el suelo, y su mano guio su pija hasta mi concha.

El primer empujón fue seco, profundo, y me abrió de golpe. Entró todo de una, y el aire se me escapó de los pulmones en un gemido que no pude contener.

Empezó a moverse, entrando y saliendo con un ritmo salvaje, sin tregua. Cada embestida me hacía subir un poco más por el colchón, y los gemidos se me escapaban de la boca, fuertes y sin filtro, rompiendo el silencio sagrado de la casa.

Me tapó la boca con una mano, grande y caliente, presionando mis labios para ahogar el sonido. Sus dedos se hundieron en mi mejilla, y el esfuerzo por callarme se mezcló con el placer de su cuerpo dentro del mío, convirtiéndolo todo en una sensación única y abrumadora.

Se detuvo de golpe, retirándose y dejándome vacía. Su mano salió de mi boca, pero antes de que pudiera recuperar el aliento, su voz llegó, baja y autoritaria.

—Dale, hija de mil puta. Ponete en cuatro.

No fue una pregunta. Fue una orden. Obedecí sin dudarlo, con el cuerpo moviéndose por instinto.

Me giré, apoyé las palmas en el colchón y arqueé la espalda, ofreciéndole mi culo, mi concha, todo lo que era. Lo escuché respirar detrás de mí, un sonido animal y excitado.

Sentí la punta de su pija rozarme, deslizándose por mi culo, mojada en mi propio fluido, una amenaza caliente que me erizó la piel. Por un segundo pensé que me lo metería ahí, pero luego la bajó, la guio hasta mi vagina otra vez y penetró de nuevo, esta vez aún más profundo.

Empezó a bombear, duro y sin piedad. Sus manos se aferraron a mi cintura, con los dedos clavados en mi piel, usándome como un ancla para cada embestida.

De vez en cuando, una de sus manos se despegaba para bajarme un cachetazo en el culo, un golpe seco y vibrante que me dejaba la piel ardiendo y me obligaba a morder las sábanas para no gritar.

Contenía los sonidos, los tragaba, pero de todos modos se me escapaban, pedazos de palabras rotas por el placer.

—Así, así… ay, la puta madre —logré decir, con la voz ahogada contra la tela.

Se desplomó sobre mí, agotado, y luego rodó hacia un lado de la cama, vencido. Su pecho subía y bajaba con fuerza, y sus ojos estaban perdidos en el techo.

Yo no había terminado, quería más. Me levanté, con los músculos temblando, y me subí encima de él, una pierna a cada lado de su cuerpo. Su pija, dura y brillante, esperaba.

La agarré, la guie hasta mi entrada y me la metí de nuevo, despacio, sintiendo cómo me llenaba por completo desde esa nueva posición.

Me incliné hacia adelante, hasta que mis tetas apoyaron en su rostro. Él las rodeó con sus brazos, abrazándome por la cintura como si no quisiera soltarme nunca, y su boca encontró mi pezón.

Empezó a succionar, húmedo y caliente, mientras mis dedos se enredaban en su pelo, mojado por el sudor.

Empecé a moverme. Los movimientos de mi culo para entrar y salir eran lentos, cansados, pero duros. Cada vez que me sentaba sobre él, lo hacía con toda mi fuerza, buscando el fondo.

Con su pija todavía dentro de mí, me abrazó con una fuerza que me robó el aire. En un solo movimiento fluido y potente, me giró y me acostó boca abajo sobre el colchón, sin salirse nunca.

Su peso me aplastó de una manera deliciosa. Mis brazos quedaron extendidos por encima de mi cabeza, y él los atrapó desde atrás, agarrándome las muñecas con una mano firme. Me tenía inmovilizada.

Empezó a moverse de nuevo, entrando con firmeza y saliendo con ternura y delicadeza, un contraste que me volvía loca.

Las gotas de sudor me caían en la frente, luego mi pelo empezó a pegarse en mis mejillas. Estaba acalorada, ardiendo por dentro y por fuera.

Moví la cabeza de un lado a otro, secándome con las sábanas que sentía húmedas y calientes contra mi piel. Mis manos seguían prisioneras de las suyas, y esa rendición total me empujaba hacia un borde que no conocía.

De repente, se detuvo. La sacó de golpe, y oí el frote de su mano moviendo su pija, rápido y seco, mientras la otra seguía sujetando mis muñecas, impidiéndome moverme.

Un segundo después sentí la primera explosión. El semen me cayó en una de las nalgas, luego en la otra, y algunas gotas salpicaron mis manos atrapadas. Sentí cómo chorreaba por mis costados, un río caliente y pegajoso.

Escuché su respiración cortarse y sentí la punta de su pija, todavía dura, esparciendo su propia leche por todo mi culo, pintándome, marcándome como suya.

Nos quedamos así, sin movernos, los dos respirando agitados, el único sonido en la habitación era el de nuestros pulmones pidiendo aire y el latido de nuestros corazones desbocados.

El vacío que dejó su cuerpo fue peor que el golpe. Aun sentía el calor de su semen en mi piel, humedeciéndome, y una parte de mí, una parte oscura y hambrienta, quería más. Quería que me volviera a tomar, que me rompiera, que me reventara el culo hasta que no pudiera más. Pero el sonido lejano de los susurros afuera me recordó dónde estaba, por qué estábamos ahí.

No era el momento. No era el lugar. El deseo era un fuego que no podía apagar, pero que tenía que contener.

Él soltó mis muñecas y se sentó en el borde de la cama, con la espalda hacia mí. Su voz sonó cansada, pero firme.

—Te tenés que ir, Ali. En serio. Está todo bien… pero no es el momento.

Asentí contra la almohada, aunque él no pudiera verme. Tenía razón. La lógica volvía a entrar por las rendijas del deseo.

—Está bien —murmuré—. Dame algo para limpiarme.

Él se levantó y fue hacia un armario. Volvió con un trapo viejo y áspero, y se arrodilló detrás de mí. Empezó a limpiarme con una delicadeza que contrastaba con la violencia de hacía un rato.

Pasó la tela por mis nalgas, por mis muslos, recogiendo su propia leche. Pero entonces sentí algo diferente. Sentí su lengua, húmeda y caliente, pasar por mi ano, un último acto de posesión que me erizó la piel.

Un escalofrío me recorrió, y mi cuerpo reaccionó antes que mi cerebro.

—Pará —dije, con voz firme, pero sin darle la espalda—. Ya basta.

Él se detuvo en seco. Me levanté, mis piernas temblaban todavía, y me vestí en silencio. La calza, la remera, las zapatillas. Cada prenda era una barrera que se levantaba entre nosotros.

Sin mirarlo a los ojos, caminé hacia la puerta, la abrí y salí de la habitación primero, dejándolo solo.

Cuando cerré la puerta detrás de mí, sentí que el pasillo me golpeaba de lleno. Era como si el aire ahí afuera fuera distinto, más denso, más real… demasiado real para lo que acababa de pasar.

Mi cuerpo iba un paso delante de mi cabeza: respiraba rápido, como si necesitara convencerme de que ya estaba afuera, de que había vuelto a un lugar donde todo tenía que ser normal.

No miré hacia atrás. La casa estaba envuelta en el murmullo apagado del velorio. Voces tenues detrás de las puertas, como si el aire mismo tuviera miedo de hacer ruido. La luz baja, amarillenta, dibujaba sombras largas en las paredes. Sentí el calor acumulado en los rincones, ese calor que da la sensación de que nadie abre una ventana desde hace horas.

Seguí caminando con las piernas un poco inestables, tratando de ordenar mi respiración, que seguía saliendo entrecortada. Me repetía que tenía que moverme, avanzar, lo que fuera… cualquier cosa menos detenerme a pensar.

Y entonces la vi: la mujer de antes. La misma con la que él hablaba cuando llegué. Se detuvo al verme, como si no supiera dónde ubicarme. O como si supiera demasiado. Me miró raro, con una mezcla que no supe descifrar. Bajé los ojos enseguida, sintiéndome expuesta, todavía con el pulso acelerado.

No nos dijimos nada. Ese silencio, tan cortito, tan filoso, me apretó más el pecho que cualquier palabra.

Pasé de largo y seguí caminando rápido por la casa. Oía susurros, el roce de sillas, el tintinear suave de una taza. Nadie me prestó atención; nadie tenía por qué hacerlo. Yo solo quería salir. Salir antes de que mi cabeza alcanzara a entender lo que mi cuerpo ya sabía.

Cuando abrí la puerta principal, el aire de afuera me pegó en la cara, fresco, distinto, casi cruel.

Me quedé ahí un segundo, tragando esa mezcla agridulce que me subía por la garganta: deseo todavía vibrando, culpa recién nacida, y la sensación de que lo que pasó atrás de esa puerta no se iba a ir conmigo de forma dócil.

Di un paso, después otro, y me fui sin mirar atrás.

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2 COMENTARIOS

  1. Muy bueno.Imaginación infinita!!. La descripción de cada detalle te sumerge en la escena . Excelente!!

  2. Que delicia leerte, la elegancia y el morbo conviven en armonía en tus relatos… Hay poesia, hay sentimientos, hay caos… La sutileza con la que una mujer se convierte en una hembra anhelante de sexo, de verga, de violencia, de placer….reviste de realidad tus relatos, me encantan.

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