Madrugada en el río

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T. Lectura: 3 min.

Hay risas de madrugada

y el cerro se ha sorprendido.

Está fresco, es primavera.

¿Mayo? Casi: abril tardío.

Despedazando en sus dedos

blancas flores de guajillo,

Cristina y Estefanía

van abriéndose camino

entre matas y entre charcos,

persiguiéndose hasta el río.

Los pies, hartos de torcerse;

los huaraches, ya salidos.

Cuando llegan a la orilla

que se habían establecido

como meta en la carrera

que ningún árbitro ha visto,

se agarran y jalonean,

queriendo tirarse al río,

lanzandose obscenidades

que hace mucho oyó mi oído,

en un español cantado

que tenía un sabor de siglos.

Cristina vence a su amiga

poniendo un pie a su tobillo;

pero Estefanía la agarra.

«¿Caigo yo? ¡Tú caes conmigo!»,

dice y cumple… y es verdad:

su caer es compartido.

Si Estefanía cae de espaldas,

da a su amiga un suave piso,

y Cristina, entre sus brazos,

cuida nuca, espalda e ílion.

La caída que las moja

les pone un color más vivo.

Son dos muchachas morenas;

el cabello, entretejido,

les hace olas en la trenza:

onda en onda y río en río.

Llevan dos blusitas blancas,

no sé decir de qué hilos;

sé —a juzgar por los colores

y las formas que distingo—

que el agua las transparenta

y que las traspasa el frío.

En las piernas llevan una

falda azul, de dobladillo

más apto para correr

que para misa y domingo.

Ahora están, sin más, descalzas:

que el voraz lecho del río

se ha comido esos huaraches

ya bastante descosidos.

Cristina tiene ojos grandes

y nariz de botoncito;

labios gruesos, pies delgados;

muslos duros, definidos;

pechos en forma de gotas,

turgentes, hinchados, vivos,

entre dos brazos robustos

por cargar agua del río.

Estefanía es delicada:

no es muy dada al ejercicio:

brazos sueltos, muslos suaves,

sonrientes labios rojizos

de beber, siempre que pueden,

fría jamaica y tamarindo.

Sus pechos son más pequeños,

porque Dios juzgó atrevido

juntar demasiados dones

con su ser antojadizo.

“Quedadas” para sus padres;

para el cura “gran peligro”;

envidia de sus hermanas,

obsesión de sus amigos,

se han lanzado esta mañana

para correr los caminos

que conocen. ¿Que por qué?

Porque pueden y han querido.

Y ahora que, en el río, mojadas

una en otra se han caído,

¿qué más queda? Están tan cerca

y el sereno está tan frío

que no hay nada más deseable

que un beso que les de abrigo.

Y no es que lo duden mucho:

ya conocen el camino.

Labio sobre labio apenas,

rozando con vaho gemido,

poco a poco se conectan

las bocas y los sentidos.

Y salen a tierra un poco,

donde estorban los vestidos:

se va la falda pequeña,

las blusas y los corpiños.

Besa Estefanía los pechos,

sus rincones escondidos

su pezón difuso y pardo,

su reflejo humedecido.

Ama Cristina los muslos

de su amiga, sus bracitos,

sus labios, rojos de besos,

y sus gestos pervertidos.

¿Son lesbianas?, te preguntas.

¡No conoces este sitio!

En el pueblo aislado y viejo

donde las dos han crecido

no hay palabras ni señales

para hablar de lesbianismo.

Hay historias de mujeres

que nos cuentan los castigos

de acostarse con los hombres

o de no encontrar marido,

pero ¿qué es un solo beso,

beso tierno, beso amigo,

entre dos mujeres grandes

que no tienen compromisos?

¡Malo si fueran dos hombres!

¡O una mujer y el marido

de otra! ¡O con el cura, Dios!

¡O si fuera con tu primo!

Pero ¿qué son dos mujeres

que conocen los caminos

que, bajando por el monte,

las conducen hasta el río?

No hay un nombre para eso;

si lo había, se habrá perdido.

«¡No la cima! Ve despacio,

porque está resbaladizo.

Siente cada recoveco,

busca por dónde es más liso.

Cuando llegues a la orilla

toma un cántaro del río

y riega con él las tierras

que sientas que no han bebido.»

«Εntra un poco, amiga mía.

Se está muy bien en el río.

Dale a tus dedos inquietos

un baño calmado y tibio»

Así se complacen ellas

masturbándose en el río.

Si les da tiempo y si quieren,

quizá hasta incluya su idilio

lo que tú llamas “tijeras”

y en su idioma compartido es:

«echa rosa sobre rosa,

y rocío sobre rocío»

Ya no están. Ya no se escuchan.

Sale el sol. Un satirillo

de pelo rojizo y crespo,

que ayer se quedó dormido

por entre las enroscadas,

blancas ramas del guajillo,

hoy, al despertar tan tarde,

tristemente sólo ha visto

cortadas las tiernas flores

que él regó con mil suspiros.

«¿Qué es esta cosa?», se dice,

estrujando confundido

el brasier de Estefanía

que, en sus aguas, trajo el río.

Llora, sátiro, tus flores;

llora el “¡uff!” que te has perdido.

Los popotes de tu flauta

ya casi no dan sonido.

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