Solo queda una cama
Sato rio, pero aceptó. Sayo se giró, dándole la espalda, aguardando. Él se pegó a ella, sus brazos rodeando su torso, las manos rozando accidentalmente —o no— la suavidad de sus pechos. Sus cuerpos encajaban, el trasero de ella presionando contra él de un modo que era a la vez inocente y provocador, tierno como una promesa susur...