Quito – Sector Pacífico
Frecuencia abierta: 125.7 MHz
Altitud: 33,000 ft
—Tower Galápagos, aquí Tango-Romeo Alfa 9-1-2, solicitando permiso para entrar en tu espacio aéreo, control. Estoy muy cargada, necesito descargar pronto.
La voz femenina atravesó los cielos con la precisión de un misil guiado.
Pilotaba un Falcon 900. Cabina limpia, muy bien peinada, con la blusa abierta lo justo para sentir la piel arder.
En tierra, el controlador desvió la vista de la consola.
Sabía de inmediato quién hablaba.
La reconoció no por el código, sino por ese tono.
Su voz era más adictiva que el oxígeno a gran altitud.
—Tango-Romeo Alfa 9-1-2, permiso denegado, tráfico pesado en mi pista. A menos que cambies a frecuencia: 327.9 Lima-Whisky. Confirmas recepción.
Le respondió con una sonrisa torcida, digitando el protocolo no oficial en el teclado oculto.
El tono cambió.
Zumbido leve.
Ahora nadie más podía oírlos.
Sólo ellos dos.
—Control, aquí Tango-Romeo… cambio de frecuencia confirmado. Estoy en modo sigiloso, lista para contacto visual. Muy húmeda… digo, muy nubosa la pista.
—Copiado. Estoy visualizando tu radar, hermosa. Tus curvas están entrando justo en mi cono de cobertura. Qué placer detectarte.
—¿Te gusta mi plan de vuelo? Tengo una ruta alternativa si deseas inspeccionar más a fondo.
—Voy a enviarte un vector directo a la zona caliente: 007 grados. Aproxímate lento, y mantén el tren arriba… por ahora.
El calor subía en la cabina.
Ella soltó un botón más.
Sudaba, pero no por la altitud.
Apretó los muslos y bajó el regulador de velocidad, aunque en su mente todo iba a hipersónica.
—Mi panel de instrumentos está desbordado. El stick está duro, necesito liberar presión.
—Despresurízate con cuidado, capitana. Aun no estás en mi torre, pero puedo sentir tus turbulencias aquí abajo.
Ambos tenían pasado similar con historia en operaciones peligrosas.
Una misión en Ipiales, otra en San Antonio.
Y ahora el código secreto: “G-0-4-G0”, el indicativo para encontrarse en la isla Isabela, en las Galápagos.
—Recibí tu G-0-4-G0, confirmo encuentro en la pista de Puerto Villamil. Llego con poca carga, pero con muchas ganas.
—Yo tengo el hangar listo. Tengo herramientas nuevas. Te haré una inspección profunda, por debajo del fuselaje.
—No traigo ropa interior debajo del uniforme. Así paso más rápido el escáner de seguridad.
La frecuencia comenzó a saturarse.
Los sensores se encendieron.
Pero a nadie más parecía importarle.
Solo ellos dos, a miles de pies del suelo, desnudos de todo menos del deseo.
Galápagos – Isabela
Ubicación secreta: Coordenadas enviadas vía canal cifrado.
La Falcon 900 tocó tierra sobre una pista improvisada entre palmeras. El sol caía con agresividad sobre el fuselaje, pero nada comparado con el calor que ella llevaba por dentro. Bajó por la escalinata lentamente, sin gafas, sin sostén, sin miedo.
Él la esperaba en un hangar abandonado, lo suficientemente lejos del radar civil y con bloqueo satelital activado. Su silueta se marcaba entre sombras. Camisa blanca abierta, pantalones ajustados, las botas manchadas por el lodo volcánico.
—Pensé que no llegarías, Tango-Romeo —dijo él sin moverse.
—Siempre aterrizo donde me necesitan… —respondió, y dejó caer su mochila a un lado—. Pero esta vez no vengo por datos, ni misiones. Vengo a descargar una urgencia que solo tú puedes controlar.
Se acercó a él sin más palabras. El olor a sal y queroseno los envolvía. Lo besó como si la guerra estuviera por estallar en la siguiente hora.
Él la giró de golpe, empujándola contra la pared del hangar. Sus manos bajaron por el uniforme hasta encontrarse con el pantie negro que se ocultaba debajo. La desnudó de un tirón.
—Toma esto —dijo ella, y metió su propia prenda interior en la boca de él, obligándolo a saborear su esencia.
El controlador no protestó. Solo gruñó.
Ella tomó el control, lo arrodilló, le quitó el cinturón y lo montó sin previo aviso. El primer contacto fue húmedo, envolvente, pero no buscaba dulzura. Su pelvis marcaba el ritmo como un radar guiado a su objetivo.
—¿Quieres entrar en zona restringida, capitán? —susurró mientras lo miraba con ojos de piloto suicida.
Él asintió, sin poder hablar.
Ella lo guio lentamente, introduciendo el lubricante que sacó de un compartimento secreto de su traje de vuelo. Se apoyó en una caja de herramientas, bajó las caderas y lo dejó entrar por la vía menos explorada.
—Tócamelo así —ordenó mientras lo sentía avanzar milímetro a milímetro—. Dame ese empuje de emergencia, rompe el protocolo.
Los jadeos eran como interferencias de frecuencia, amplificándose con cada embestida profunda. Él la sujetaba por la cintura con fuerza, con urgencia. Cada movimiento la dejaba sin aire.
—¡Más, más fuerte! —gritó ella con el rostro contra el metal—. ¡Hazlo como si esta fuera nuestra última misión!
Los pájaros chillaban fuera del hangar. Las palmeras crujían. Pero dentro, el tiempo se detuvo.
Se corrió en un grito agudo y tenso, como si una línea de transmisión se cortara abruptamente. Él la siguió segundos después, mordiéndose la lengua con la tela aún en la boca.
Ambos cayeron al suelo metálico, exhaustos, cubiertos de sudor y sal marina.
—Jamás pasaría este polígrafo —dijo ella entre risas.
—Ya no estamos en frecuencia abierta —le contestó él mientras le quitaba la tela de la boca.
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