No te voy a mentir: era una época extraña de mi vida. Julieta sonreía de oreja a oreja, mientras me jalaba de la manga para entrar a la iglesia. Entrando al atrio, sentí como los olores de la madera resinosa y del incienso se mezclaban con el húmedo olor a coco de su cabello castaño y ondulado.
Ya adentro, se tomó de mi brazo con una inocencia perturbadora, mientras tomaba de una mesita el folleto con el salmo y las lecturas de ese día.
—Vamos a sentarnos —me dijo. —Hoy caminamos mucho.
La iglesia tenía un techo alto y un eco solemne. La nave era enorme y tradicional, con sus asientos de madera pasada y sus almohadillas para arrodillarse. Cerca del altar, dos o tres ancianos, hombres y mujeres, esperaban, rezaban o dormitaban —a la distancia era imposible distinguir.
—Iglesias tan grandes parece que son para otra época —me dijo Julieta, pasando la vista por el recinto antes de sentarse en los asientos más alejados del altar y de la gente. —Casi es triste ver iglesias tan vacías.
Su voz sonaba sincera, apagada y hueca. Yo, que sabía lo que Julieta tenía en mente, me sorprendí mucho de escucharla tan triste.
—Es el día: supongo que nadie viene la tarde de un miércoles.
Julieta sonrió y se sentó. Sus shortcitos negros la cubrían muy poco de sus muslos y el barniz de la madera rechinó bajo la fricción su piel. Viendo sus piernas pensé en lo que estaba pasando. Por el calor del día, Julieta se había quitado su chamarra de piel y ahora la llevaba en brazos. Su blusa de tirantes color gris permitía ver las sombras tenues que anunciaban el nacimiento de sus pechos; no sólo se veían se veían los tirantes de un brasier sin varillas, sino que las mismas copas sobresalían un poco por sobre la blusa.
Yo nunca fui una persona religiosa, ni tengo la horrible costumbre de juzgar cómo van vestidas las mujeres, pero me provocaba una mezcla incómoda de sensaciones. Pensé que alguien llegaría a sacarnos de allí, enfurecido; pensé que había algo de ofensivo, de impío, en presentarnos así. Y también estaba inmensamente excitado.
Me sentí mal de pensar en el cuerpo de Julieta, sentada a mi lado, y voltee a ser su cara felina y risueña. Ella no me miraba: pasaba los ojos por los retablos y las pinturas. La iglesia tenía algo de barroco (como todas las iglesias viejas de este país) y quien se sienta casi hasta atrás de todo, y ve a un lado y al otro, puede muy bien hacerse pasar por un admirador del arte. Mientras actuaba esta fachada, Julieta puso su chamarra sobre nuestras rodillas. Tembló poquito, fingiendo tener frío; se frotó las manos buscando un calor innecesario y las escondió debajo de la chamarra.
—¿Cómo te sientes? —dijo mientras ponía su mano en mi entrepierna, para ver si tenía una erección.
Bajó el cierre de mi pantalón y usó mi erección para calcular dónde estaba el hueco de mi ropa interior. Intentaba hacer pasar mi miembro por la cremallera, para lo que tuvo no pocas dificultades: era ya un poco más grande de lo que hubiera sido conveniente. Después de quince segundos, en los que no vio lo que hacía, ni volteó a verme en ningún momento, Julieta consiguió por fin que mi miembro saliera debajo de su chamarra. En ese momento, aunque ella intentaba ser completamente ecuánime, contemplando a San Francisco, no pudo contener una sonrisa de orgullo.
—¿Es la primera vez que vienes a una iglesia así? —me dijo Julieta mientras empezaba a masturbarme.
“Así” significaba “para hacer esto”. Yo sólo pude cerrar los ojos, y Julieta entendió que le estaba contestando “sí, la primera”. Julieta masturbaba muy bien, apretaba más conforme llegaba al centro de mi tronco, y tocaba con cariño apenas la banda carnosa con la que empieza el glande. Ella fue, sin dudas, la compañera más experimentada que tuve en mucho tiempo. Éramos amigos, sí, pero estas cosas pasaban cada tanto, y cada vez era más rara que la anterior.
—No seas egoísta. Dale —me dijo mientras abría las piernas por debajo de la chamarra.
—No creo que esté bien —me animé a decirle. Ella, por toda respuesta, me agarró más fuerte y subió un poco la velocidad. —Por favor, más lento.
Sentí que no resistiría mucho. Ella, cuando se lo pedí por favor, disminuyó la velocidad hasta la que tenía antes de que yo hablara. Estas cosas tenían que agradecerse en nuestra relación, así que le metí la mano por adentro de su shortcito y empecé a dedearla como ella me había enseñado. Tenía que confirmar que estuviera húmera antes de empeza. Y en ese momento estaba muy, muy húmeda. Puede que la experiencia fuera nueva para mí, pero para ella seguía siendo inusualmente excitante. ¿Cuántas veces había hecho esto? ¿Con quiénes? Después, tenía que meterle dos dedos, ni más ni menos.
Con los dedos libres tenía que rozar sus piernas y la mano tenía que aplicar una presión leve sobre su clítoris. Por fuera, los giros debían ser suaves y por dentro tenía que buscar un área rugosa y muy sensible detrás de su coxis.
Si todo esto se hacía bien, Julieta no escatimaba en sus recompensas. Cuando nos acostábamos en mi casa, empezaba a gemir a voz en cuello, gruñéndome halagos.
—¡Carajo, qué bien te enseñé! —me decía mientras la masturbaba a toda la velocidad que podía.
Si todo salía bien, decía:
—Yo también he practicado. Vas a ver que te puedo apretar mejor que antes.
Y cuando quedábamos rendidos, concluía contando los orgasmos que había tenido. Yo suponía que todos estos halagos eran más o menos actuados. O, más bien, que a ella la excitaba oírse a sí misma, y hacerme saber que lo estaba disfrutando. En el sexo, las fronteras entre verdad y mentira son muy delgadas. Lo que quiero decir es que, siento Julieta tan abierta y sonora con su propio placer, me angustiaba mucho cómo reaccionaría en la iglesia…
Pero en ese momento, estaba extraordinariamente callada. Sus ojos estaban cristalinos, como llorosos; se mordía por dentro el labio interior, de forma casi imperceptible; su piel, no sólo la de sus mejillas, sino también la de su pecho se había puesto inusualmente roja. Esta reacción me excitó aún más y la masturbé, no con mayor velocidad, pero sí intentando ser más preciso. Sentía como se iba cerrando y cerrando, hasta que finalmente, apretó las piernas de golpe, lastimándome un poco la mano, y se giró de golpe a darme un beso profundo… y muy inoportuno.
Duró un momento, pero coincidió con un momento en el que se paró uno de los ancianos de enfrente, y caminó hacia nosotros. Creímos que allí se había terminado, y con toda la sutileza y la frialdad que pudimos, sacamos las manos de la chamarra e hicimos con ellas algún gesto cotidiano, como si quisiéramos decir que no nos habíamos estado tocando. Creo que hasta improvisamos una conversación tonta, quién sabe sobre qué. Sea porque tuvo piedad de nosotros, sea porque nuestra actuación le pareció convincente (lo que es poco probable), sea porque de verdad ni nos había visto, el anciano salió de la iglesia y no pasó nada.
El silencio que quedó era diferente al silencio de antes. Era el silencio del éxito y del peligro: del haber estado a punto de ser vistos, pero no. Julieta y yo nos miramos. Ella estaba agitada y roja, sonriendo de satisfacción y de victoria. Yo no tengo idea de cómo estaba, pero ella se burló de mí, así que creo que debí estar igual.
Más animada, Julieta se arrodilló enfrente mío y empezó a masturbarme. La chamarra le estorbaba y la arrojó al piso para hacerse un cojincito (la almohadilla para los rezos le quedaba un poco lejos en esa posición).
—¡No! —le dije yo entre dientes. —Ya hay que irnos.
Al día de hoy, no he estado con nadie que haga sexo oral como Julieta. La manera en la que creaba vacío y la destreza de su lengua es algo que muy difícilmente se puede comparar, pedir y enseñar a una pareja. ¿De dónde habrá sacado ella esa técnica? Me iba besando el tronco, pasaba el glande por sus labios y luego se introducía todo aquello, con una rapidez pasmosa.
—Va a venir alguien en cualquier momento, y ya no tenemos la chamarra para taparnos —le dije, preocupado de verdad.
—Si es mujer, que se vaya a la verga. Si es hombre, lo sobornamos —dijo, y luego empezó a pensar cuidadosamente lo que quería decir. —Me le acerco y le digo que compramos su silencio… Que puedes compartirme. Y le hago una mamada en vez de a ti, y dejo que me coja en cuatro en este mismo asiento, o dejo que me coja en vilo mientras tú me sostienes.
Tomaba varios espacios para hablar, en los que se sacaba mi miembro de la boca, y solamente me masturbaba. Al final golpeo mi miembro contra una mejilla y luego contra la otra. Eso fue demasiado para mí, y le dije que “iba a venirme”.
—¡No! Pero si aún no hemos cogido en una iglesia.
Y ella paró. Yo era más joven, tienen que entender eso. Y era también más orgulloso: sabía que ella me estaba molestando. Sabía que ella se había detenido para que yo la buscara. ¿Qué cómo lo sé? ¡Porque se quitó el shortcito inmediatamente después! La recliné con ansiedad pero con toda la delicadeza que pude y la penetré de golpe. La posición era de lo más incómoda. Una de sus piernas había pasado por detrás del respaldo de madera, y yo apoyaba una rodilla en el asiento, mientras la otra mitad de mi cuerpo se sostenía como si estuviera erguido. Más que hacer un misionero, cogíamos en diagonal, tratando de ajustarnos a las rígidas formas y a los huecos de esa banca.
Julieta estaba cálida y estrecha, y tenía en sus labios una sonrisa de vencedora. ¿Me había vencido a mí, que había terminado rindiéndome al deseo? ¿A la Iglesia como institución, con la que ella tendría no sé qué problemas? ¿A la vida, que se había esforzado en no hacerla feliz? No lo sé. Pero me apretaba deliciosamente y yo mismo empecé a sonreírle con malicia. Nos besamos y acabé dentro de ella.
Nos arreglamos, nos vestimos y salimos. Nosotros no vimos que nadie nos viera. Hace años que no veo a Julieta. Hace años también que no voy a una iglesia. Pero, durante estos años, nunca he podido ver igual que antes a la gente cuando se arrodilla.
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Qué bien escribes! Me recuerdas el estilo de Neil Gaiman en sus cuentos cortos. Buen relato! Escribe más!
Muchas gracias, Igvor.
Me alegra que te haya gustado. ¿Qué es lo que te pareció bien logrado? ¿Hay algo que te parezca que hay que arreglar? Este relato lo escribí de golpe, medio febrilmente, y no me di el tiempo de revisarlo, así que tiene algunos problemas de repeticiones y tildes. Fuera de eso, a mí me gusta ofrecerles algo un poquito distinto a los lectores de esta página: narradores sensibles y personajes femeninos con relaciones complejas con su propia sexualidad. Creo que esto también puede tener algo de excitante si se enfoca bien.
Con gusto, ahora que sé que tengo al menos un lector (jeje), escribiré más. ¿Hay un tema, una escena, un personaje que te interese? Si te gusta este estilo, tengo los relatos “Rodillas tensas”, sobre una primera experiencia sexual ( https://www.cuentorelatos.com/archivos/relato/rodillas-tensas/ ), y “Vane”, sobre la atracción lésbica ( https://www.cuentorelatos.com/archivos/relato/vane-i-si-somos-amigas-por-que-fantaseo-con-ella/ ).