Estaba yo sentado en la silla rodante de la oficina con los pantalones hasta los tobillos mientras agarraba un par de hermosas tetas. Las había visto miles de veces bajo blusas, vestidos y a veces, bajo brassieres delicados, llenos de encajes y adornitos. Tenía la verga bien clavada en la vagina de aquella belleza: pelo largo y lacio de color cobre, unas hermosas nalgas y piernas de concurso.
Yo había subido su minifalda cual lechuga orejona y bajándole la tanga, la había ensartado con mi verga de mediano tamaño, pero muy cumplidora.
Ella se movía sabrosamente bufando, respirando fuerte y aguantando la gritería para que nadie se diera cuenta de la cogida que nos estábamos dando en la oficina del director, el cual estaba de viaje. Estrujaba sus tetas a punto de venirme, cuando inopinadamente ella se levantó y rápidamente se volteó con el rostro hacia mí, clavándose ella misma sobre mi fierro parado.
-¡Síguele, papacito! ¡Sigue metiéndomela! Enloquecida, se movía delicioso y con el añadido de que ahora sus tetas quedaban frente a mí. No perdí la ocasión y se las lamí, se las chupé y las mordí levemente, provocando que ella no aguantara más y se viniera como cascada.
-¡Ahhh! ¡Cabrón! ¡Qué sabroso me cogiste! Me gritaba mientras me golpeaba hombros y brazos en la angustia de su orgasmo.
Me vine yo también con sus gritos y muy emocionado por sus palabras. Ella se dejó caer sobre mí y casi me ahoga con sus bellos senos.
Quedamos un rato exánimes y después nos besamos con pasión. Nos empezamos a calentar de nuevo y cuando se dio cuenta que se me paraba otra vez, se hincó ante mí, metiendo mi verga a su boca y moviendo su cabeza rítmicamente hacia adelante y atrás. Tenía cuidado de no morderme y yo… En el Séptimo Cielo.
La levanté del suelo y como ella quedó a la altura perfecta, le devolví la gracia comiéndome su vulva. Metí y saqué la lengua, rodeé sus labios vaginales y le hice tintín a su clítoris, lo que provocó una segunda venida como yegua. Ella sintió que se le aflojaban las piernas, apenas logré sostenerla.
La abracé y le acaricié los senos mientras ella se apoderaba de mi falo y lo movía frenéticamente, masturbándome, hasta que estallé en su cara.
Finalmente nos tendimos en la alfombra, reposando aquel palo fenomenal mientras reíamos como niños.
-¡Qué bárbaro! ¡No sabes cómo voy a extrañar tus cogidas, desgraciado! ¿Por qué me hiciste conocerte a ti y tu magnífica verga?
-¿Qué tiene? Si tanto te gusta, seguimos cogiendo y ya…
Su cara se puso seria.
-Hasta crees ¿No te acuerdas que me caso el sábado?
Quedé como si me hubieran golpeado con un jamón. Era cierto, se me había olvidado… Hacía una semana me había entregado la invitación.
-Es cierto. Discúlpame. Lo había olvidado, sin embargo te tengo una propuesta.
-Dime.
-Tú te casas, pero nos seguimos viendo… Yo no renuncio a estas preciosidades. Mientras le decía esto, acariciaba sus nalgas y sus tetas.
-Estás loco. Acuérdate de lo que quedamos. Me encanta el sexo, me gusta la verga y le doy bien rico, pero ya casada, olvídalo. Son las reglas del acuerdo.
-También tienes razón. Ni modo, así es la vida…
Ella sonrió y agarrándome de nuevo del pito, me dio un beso que hizo que me excitara nuevamente. Respondí a su beso clavando dos dedos en su vulva y moviéndolos con ritmo.
Al poco rato, ella con la vagina empapada y yo con la verga parada, ya le estábamos dando.
Le quité del todo la falda y la dejé sólo con el liguero, medias y zapatos de tacón alto (este atuendo me encanta: es mi fetiche). Se apoyó en el escritorio del director y levantó sus bonitas nalgas hacia mí mientras la ensartaba por detrás.
Ya que la tenía bien puesta comenzamos a coger despacito y deleitosamente. Ella se mordía los puños bloqueando sus gritos y jadeos mientras yo acariciaba sus pezones duros y bien levantados.
Nos venimos al mismo tiempo. Limpiamos los chorros de jugos con pañuelos desechables y terminamos de vestirnos. Se retocó el maquillaje y salimos circunspectos de la oficina.
Nadie había notado nada o al menos así lo parecía. Cada uno nos fuimos a nuestro lugar y a trabajar o por lo menos a intentarlo. Era difícil después de aquel fornicio tan sabroso.
Por fin, llegó el sábado. La misa, a la que no acudí. Hacía muchos años no tenía yo creencia alguna.
El banquete; en un lugar exclusivo: era una casa grande y elegante de esas con cincuenta habitaciones, cancha de tenis, cine, iglesia y no sé qué más. Yo veía a la novia y se me hacía agua la boca: su vestido, largo y tradicional tenía un escote más que generoso y mostraba más de la mitad de esas tetas que había acariciado y besado con glotonería.
Avanzó hacia mí con su flamante esposo, cara de baboso y me preguntó solícita:
-¿Te atienden bien?
-Sí, gracias.
Bebía yo con moderación, sonreía a todo mundo y checaba el material femenino. La mayoría estaban muy buenas y eso me consolaba de la pérdida de aquella que me había deslechado días antes.
-Hola, manito ¿Te diviertes?
Era mi hermana a quien vi con afecto.
-Claro que sí, hermana ¿y tú?
Antes que me contestara, se acercó un grupo de viejas cotorronas: sus amigas que se la llevaron casi en andas.
Sin embargo, entre ellas, había una que no tenía tan mal ver. De cuarenta a cuarenta y cinco años bien llevados. Con un vestido verde botella que dejaba ver generosamente sus senos bien erguidos y orgullosos, muy buena nalga firme con una cintura no muy estrecha, pero antojable. La abertura del vestido dejaba entrever una pierna firme y un muslo rico.
Cara firme con algo de papada, pero sin arrugas notables y con unos hermosos ojos color avellana. Era la dueña de la casa.
Me vio y me sonrió. Buena señal. Me acerqué y susurré en su oído.
Primero se puso pálida, luego enrojeció como camarón y trató de darme una cachetada, pero le detuve la mano con mi mano derecha y con la izquierda tomé su otra mano y la llevé a mi bragueta que ya parecía carpa de circo.
Me miró trémula un momento, pero ya no dijo nada, simplemente se dirigió a la escalera y subió a las habitaciones superiores.
La seguí y entramos a un cuarto en penumbras. No perdimos el tiempo en estupideces: comenzamos a besarnos con ansia, mientras yo bregaba con su vestido.
Se lo quité sin maltratarlo y comprobé lo que casi veía y casi adivinaba: tenía unas nalgas bonitas y firmes, nada de vientre y unos muslos de campeonato. Sus senos, sin embargo eran un poco más pesados y un tanto blandos: adiviné que había tenido por lo menos un hijo.
Le quité la pantaleta, pero no el brassier y levantándola sobre un mueble de la recámara (un tocador o algo así) La senté sobre él con las piernas abiertas y toqué su vulva que para ese momento ya estaba muy mojada.
Me bajé los pantalones y me descubrí la verga más que lista para la acción y sin esperar preámbulos, se la dejé ir de golpe.
Ella sólo resopló y casi grita, pero alcancé a taparle la boca con la mano derecha. Sorprendida, sólo aleteaba como si quisiera levantar el vuelo, pero al sentir el movimiento de mi verga, se acopló y quedó en éxtasis, moviéndose a mi compás.
Se vino copiosamente y se recargó extenuada sobre el espejo del tocador, mientras respiraba pesadamente.
Terminé por venirme y nos limpiamos con cuidado, vistiéndonos de nuevo.
Nos dimos un beso de despedida y acariciándole las nalgas (algo que la estremeció) nos integramos a la fiesta.
Ya estaban en el brindis de despedida a los novios. Bebí champaña, comí pastel.
Ya preparados, los novios partían a su viaje de bodas y ella se acercó con lágrimas en los ojos.
-Gracias por todo… tío. Por escucharme, por hacerme tan feliz…
Me dio un beso en la comisura de la boca y no lo niego: sentí un dejo de amargura.
Otra vez llegó mi hermana conmigo. Tenía lágrimas en los ojos.
-Te va a extrañar mucho mi hija, manito.
-Y yo la voy a extrañar a ella, hermana, pero ¿Qué se le va a hacer? ¡Así es la vida!
Vi partir a la pareja y les dije adiós, mientras mi verga se paraba con el recuerdo…
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